"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Los caminos de la luz - Coia Valls

LOS CAMINOS DE LA LUZ Coia Valls Índice Los caminos de la luz Vichy, junio de 1848 El accidente Remedios de todo tipo Sanguijuelas El principio de Haüy Toda esperanza se desvanece Oscurece La escritura nocturna Escenas de familia Once pasos hasta el pozo Vichy, junio de 1848 El enemigo en casa Deshaciendo nudos: El abad Palluy y la llegada del maestro Digo que me marcho. Eso es lo que digo Grandes esperanzas Una educación Un rastro de niebla Margot Vichy, julio de 1848 Rue Saint-Victor La maleta, el hatillo y un amigo para siempre Frère Jacques ¿Puedo? El Método Barbiere La biblioteca de los libros en relieve Perejil bajo la almohada Una escapada al río Unas palabras que lo cambian todo Sospechas más que razonables La carta De profundis Una despedida con consecuencias El discurso de Haüy Vichy, julio de 1848 Barbier en la institución Confesiones a orillas del río Una desconocida que lo cambia todo Blanco de niebla, rojo de ira La humillación de Barbier Cuentos para antes de acostarse La música y las catacumbas El verano en Coupvray Románticos La felicidad La verdadera historia de Margot Evidencias Vichy, julio de 1848 La nueva vida ¡Ojalá me escucharas! Rompecabezas Los trabajos de Braille Encuentro en primavera Una pesadilla que viene de lejos Vichy, agosto de 1848 Una historia paralela Una víctima fácil Un rayo de esperanza Vendrán tiempos mejores Una hoguera en el patio Urgencias Engaños Ciegos que enseñan a los ciegos Vanidad, manual de uso Vichy, finales de agosto de 1848 Epílogo Para mi amiga Rosalia S. Una mujer fuerte, generosa, vital. Un ser de luz que, como Louis Braille, llena de significado la reflexión de Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir es capaz de soportar cualquier cómo.» Que me nazcan ojos de ciega, unos ojos vivos en la yema de los dedos para leerte y no perderme en el viejo simulacro sin contornos que, como una poza, devora mi noche. MARIA MERCÈ MARÇAL Vichy, junio de 1848 Revisar las lecciones del día antes de bajar a la sala del piano; sobre todo meditar detenidamente cómo explicar en mis clases de música la ejecución del martelé, ese movimiento que a los estudiantes les resulta tan difícil en cuanto perciben la proximidad del teclado. También podría examinar a fondo la máquina de escribir de Thurber, por si ha logrado superar la que construyó Foucault hace unos años, cosa que dudo. Después, idear la manera de ayudar al nuevo alumno que ha llegado al Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, que se pasa el día haciendo preguntas y que tanto me recuerda a... No, nada de esto me será posible. No estoy en París, donde ha transcurrido gran parte de mi vida. Es otro quien se ocupa de impartir las clases y, en el fondo, de poco me sirve confiar en él. La máquina que ha patentado Charles Thurber, siguiendo mi método, se quedó en la estancia donde acumulo recuerdos que solo yo entiendo. El nuevo alumno, ¡ay!, quizá tendrá que proseguir su aprendizaje sin mi intervención, al igual que sus compañeros. En realidad, cuando llevaba a cabo este repaso previo de las tareas matinales, solo soñaba. Sueño mucho desde que la enfermedad casi me ha confinado a un retiro forzoso en la ciudad de Vichy. Sueño a todas horas, incluso cuando me quedo inmóvil de cara al techo, con mis pensamientos como único juguete. Según dicen, en el aposento que me han asignado hay pinturas que representan ninfas y faunos, motivos de otros tiempos, en un mundo que está cambiando. A pesar de que mis ojos tienen una expresión vacía, de lejos podría parecer que presto una atención que no es tal. En realidad no se detienen en sitio alguno ni siguen los gestos de mis interlocutores; son incapaces de descubrir formas o colores. ¡Hace ya tanto tiempo que las señales de vida solo golpean mis otros sentidos! Y, por otro lado, ¿acaso no es en el alma donde cobran forma los pensamientos? Mi camino ha estado repleto de evidencias interiores y, postrado en esta cama con dosel que otros pagarán por mí, tan solo existirían los recuerdos, de no ser porque ella me acompaña. No pasa ni un día sin que me avergüence de lo que queda de mí, es todo lo que puedo ofrecerle, aunque, por otra parte, ya atenuadas las urgencias de la juventud, espero que su amor se conforme con mis carencias. En su presencia he encontrado la armonía que proporciona un espíritu capaz de equilibrar la balanza. Y ella constituye una parte importante del peso que impide que por fin se incline de forma definitiva. No ha sido fácil. Antes de que volviera a mi lado, todo parecía desmoronarse. En febrero los estudiantes se sublevaron en París y, al igual que ha venido ocurriendo en los últimos años, los obreros se sumaron a las protestas. Las multitudes se lanzaron a la calle; unos en defensa del rey Luis Felipe, otros para repudiarlo, pero yo estaba demasiado cansado para seguir los hechos con detalle. En medio de aquel caos, el único motivo de alegría fue enterarme de que, finalmente, mi estimado Alphonse de Lamartine había pasado a formar parte del nuevo gobierno de la República. No he olvidado la visita que en 1838 hizo al Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, ni cómo denunció ante la Asamblea Nacional las insalubres condiciones de nuestro día a día. Siempre he perseguido una brizna de ingenio que nos permitiera, a mí, a los míos, a los que son como yo, acceder al saber. A veces lo he conseguido, otras no tanto, pero me queda la certeza de que he hecho cuanto estaba en mi mano. Ahora quizás ha llegado el momento de aprender a permanecer en un segundo plano, pero ¡tengo todavía tanto que hacer! A pesar del descanso forzoso, en cuanto cierro los ojos me veo de nuevo en la institución. Como si rechazara este cuerpo mío tan limitado y me sintiera todavía lleno de fuerza, repaso mentalmente cuentas y proyectos, mantengo conversaciones imaginarias con los profesores más jóvenes y les explico mi método para que puedan transmitir la esperanza que yo sentí un día. La esperanza de que nosotros, los ciegos, también podremos abarcar el mundo; que hay caminos de luz que nos aguardan en la oscuridad. Es curioso. A pesar de que hoy no vendrá, no puedo evitar fijarme en la puerta de entrada. Sé a ciencia cierta que se ha marchado para ocuparse de los negocios de su familia, que contribuyen a sufragar los gastos de mi estancia en Vichy. Así pues, no me quejaré de este ardor que me devora las entrañas y aprovecharé todas las oportunidades que se me presenten. Todavía querría profundizar en algunos aspectos de mi método, corregir dudas, ampliar sus posibilidades, pero, a pesar de que las horas se hacen largas en esta cama tan diferente a mi jergón de la institución, a veces me encuentro demasiado cómodo y me resulta imposible mantenerme despierto; luego, por la noche, me visita el insomnio y me invade la inquietante sensación de que la vida se me escapa sin remedio, la poca que todavía me queda. Quizá por este motivo, y por la necesidad que siempre he sentido de ordenar el mundo, he decidido escribir sobre algunos momentos que conservo en la memoria. También porque, después de leer las pocas páginas que ya he redactado, albergo la sensación de que la vida es demasiado compleja para soltarse sin acotar el discurso. Tengo muy presentes las palabras de Joubert, cuando dice que «hay quien tiene madera para el arte y quien la tiene para un oficio. Pero para dominar el arte hay que conocer el oficio». No escribiré, pues, mi biografía, que sería insulsa y aburrida, sino que hablaré de los instantes en que me he sentido más vivo, de los tiempos en que todo era posible. Y, para ello, he de remontarme a mi niñez, aunque me resulte difícil y ello me lleve a recordar a personas a las que quise con locura y que, sin duda, me esperan en un lugar mejor. Se lo comenté hace poco a Gauthier, antes de salir hacia Vichy, y se mostró reticente. Dijo que volver atrás sería otra prueba de mi talante melancólico, que lo haría más evidente todavía. Pero ya lo he decidido. Pienso combatir sus reservas, y las mías, escribiendo como si se tratara de una vida ajena, como si fueran capítulos sobrantes de alguna novela de Balzac, Dumas o Sue. Durante las horas que pasamos juntos, después de hablar de todos los que nos han acompañado, ella me va leyendo una página tras otra de esos folletines que compra cada día y que, si se olvidara de uno, supondría una tragedia. Su voz no ha cambiado, todavía me sorprendo cuando la escucho. Usa el mismo tono de confidencia, casi un murmullo, que me transporta a los años dorados, y también terribles, de nuestra juventud. Así combatimos el tedio que a veces amenaza con apoderarse de nosotros. La cantinela de estas lecturas se me adhiere a la piel. Como neófito en el oficio de escritor, estoy convencido de que formará parte de mi historia. Y si vuelvo atrás, si me propongo hablar de los momentos más importantes que me ha tocado vivir, hay uno que destaca por encima de todos, el que marcó a fuego el resto de mi existencia... EL ACCIDENTE Coupvray, otoño de 1812 Monique Braille soltó la sábana en cuanto oyó el chillido, y la prenda resbaló por la cuerda hasta acabar en el suelo. Los árboles que rodeaban la pequeña Coupvray todavía no habían recuperado su rumor y el silencio nocturno parecía querer prolongarse de forma indefinida. Esa quietud, que acallaba incluso el murmullo de los pájaros que buscaban las aguas del Marne, se vio alterada un instante; tiempo suficiente para helar el corazón de la mujer. Monique no se agachó para evitar que se ensuciara la blancura inmaculada de la tela. Con el rostro demudado y las manos temblorosas, obedeció a su instinto y se volvió hacia la casa. Debido a su gesto desesperado, tropezó con el cesto de mimbre, y los huevos, que acababa de recoger, rodaron sin hacer ruido. Las aves corrieron alborotadas para refugiarse en el cercado, y las plumas, suspendidas en el aire, se mecieron entre el olor húmedo de la colada. La mujer, con los ojos fijos en la puerta entreabierta del taller, captó el intenso aroma del jazmín que bajaba en oleadas desde la ventana, pero concentró toda su atención en los batientes de madera para intentar ver más allá. Entonces, apenas acertó a balbucear un nombre... —¡Louis! Con dos zancadas salvó la distancia que la separaba del espanto. Pero el chillido enmudeció en cuanto ella llegó al umbral. Aquel aullido, más parecido al reclamo de un lobezno que al sonido que puede emitir la garganta de un niño, dio paso a un llanto desconsolado. Monique sintió que se le desbocaba el corazón, como si en cualquier momento fuera a salírsele por la boca. En ese instante, Beignet, el perro de Nicolas, el pastor, azuzó a las ovejas hasta el cercado, no muy lejos de la casa de los Braille. Después husmeó el aire, como si pudiera percibir el aroma del pesar y se sintiera obligado a comunicarlo. Sin embargo, el dueño, demasiado ocupado en comprobar que no le faltara ningún animal, no se fijó en el gesto de su compañero. Aparte de la actitud de Beignet, en el exterior nada se hacía eco de la tragedia. A poca distancia de Coupvray el sol se alzaba sobre las aguas del río e iba deshaciendo los azules nocturnos. Una brisa suave mecía los pámpanos de las viñas, que mudaban del verde al rojo a medida que las cepas se desnudaban lentamente. Los colores del otoño también se dejaban ver en las copas de los árboles y un manto de hojas empezaba a acumularse al lado de los caminos. Los niños de Coupvray no tardarían en perseguirse por las estrechas y empinadas calles y recorrerían mil veces el trayecto que subía hasta la iglesia para bajar de inmediato, lo cual aumentaría el griterío. Mientras permanecieran en la plaza, al pie del campanario, el alboroto se mezclaría con los rezos del rosario, entre los muros. Todo parecía transcurrir ajeno al dolor que laceraba el pecho de Monique. El rostro de su pequeñín, de apenas tres años, era una máscara ensangrentada. Le tomó la cabeza entre las manos e intentó averiguar de dónde procedía la sangre. —¡Por el amor de Dios! —exclamó la mujer, incapaz de entender qué le había pasado. Después, sin apartar la vista del niño, que la reclamaba extendiendo las manos, llamó a su esposo. No tuvo que esperar mucho para que la silueta de Simon apareciera recortada contra el sol, en continuo ascenso. El hombre abandonó en el suelo la silla de montar que en ese momento llevaba en los brazos para entregarla a uno de sus mejores clientes. Entrecerró los ojos para guiarse en la penumbra mientras avanzaba hacia el interior del taller. Al ver a Monique y a su hijo se quedó perturbado ante el rastro escandaloso de la sangre. —Pero... Pero ¿qué ha pasado? —preguntó, encogiendo los hombros. Las palabras le salían a trompicones de la garganta y sus dedos, diestros y experimentados en el trabajo del cuero, se quedaron agarrotados durante unos instantes—. Hijo, ¿qué has hecho? ¡Te he dicho que no tocaras nada! —exclamó, con un tono cercano a la súplica, mientras miraba en derredor en busca de respuestas. Le llamó la atención un punzón que empleaba para coser las correas y los contrafuertes de los collares y que yacía abandonado en el suelo. Después de propinarle un puntapié, desató su ira contra el cliente que había ido a buscar el encargo a toda prisa, mucho antes de lo que habían acordado. ¡Por su culpa había dejado las herramientas al alcance del niño! Se maldijo por no haber cuidado de Louis, por no haber sido capaz de protegerlo como era su obligación. Con una mezcla de rabia y dolor, escupió una sarta de maldiciones mientras tomaba a su hijo de los brazos de la madre. Sin embargo, algo hizo que el hombre detuviera sus apresurados pasos. —Pero ¿qué haces? Tenemos que pedir ayuda —le rogó Monique, empujándolo hacia la puerta. —Espera —replicó el hombre y, mudando el rostro, se dirigió al pequeño—. ¿Dónde está tu hermano? El pequeño Louis, con la cara escondida entre las manos y una expresión lastimera en los labios, no tenía respuestas. El guarnicionero aumentó la llama del candil que colgaba de la pared. Y entonces lo vio. Louis Simon, su primogénito, a quien todos llamaban Silou, permanecía arrimado a la piedra, como si de una efigie de mármol empotrada en el muro se tratara, tan pálido como el material con el que parecía estar esculpido. —¡Desgraciado! ¿Cómo puedes ser tan inútil? ¡Explícame cómo ha podido pasar algo así! ¡Explícamelo! —gritó, después de devolver a Louis a los brazos de Monique. Silou apenas acertó a protegerse de los puntapiés que su padre le propinaba a diestro y siniestro. —¡Déjalo, lo matarás! —suplicó la mujer. Intentó interponerse entre los dos y a punto estuvo de caer al tropezar con unas escuadras de madera. Louis quiso gritar de nuevo para combatir el dolor, pero el miedo se lo impidió, y una desazón incontrolable se apoderó de él al notar en la boca la amargura ferruginosa de la sangre. Nadie entendió de dónde había salido el cartero, pero el hombre enseguida se hizo cargo de la situación. Quizás había oído el griterío y, al ver aquella escena dantesca, había querido ayudar. Fuera como fuere, se llevó a Simon al exterior y le hizo una señal a Monique para que los acompañara. Varios vecinos del pueblo se arremolinaban ante la puerta, tan curiosos como asustados. Entonces Simon, tras dejar a Silou apaleado en el suelo, peguntó por su hijo menor, lo tomó en brazos y, abriéndose paso entre los curiosos, fue calle abajo en dirección a la casa del médico. Se oyeron todo tipo de comentarios, no siempre bienintencionados, sobre las manchas de sangre en la ropa del guarnicionero. Tampoco faltó quien, en tono profético, recordó los vaticinios que algunos habían hecho de la tragedia, inevitable, con todas aquellas herramientas peligrosas al alcance de un niño. No obstante, algunas mujeres evitaron las habladurías y abrazaron a Monique. La madre de Louis arrastraba los pies, meditabunda, como si de repente le hubieran echado sobre los hombros toda la tristeza del mundo. Padre e hijo se alejaron hasta desaparecer en la primera esquina. El gimoteo del niño ya solo podía ser un recuerdo teniendo en cuenta la distancia que los separaba del grupo, pero la realidad era que las fuerzas habían abandonado aquel cuerpo frágil, que se balanceaba desmadejado, como un títere sin hilos, en brazos de su padre. REMEDIOS DE TODO TIPO El anochecer caía a plomo sobre los cerros, resbalaba por las crestas y lo engullía todo a su paso. Tras los portones de la casa esquinera de los Braille, las llamas de la chimenea eran la única luz que hendía la oscuridad. Las idas y venidas de los vecinos, que se interesaban por la suerte del pequeño o acumulaban chismorreos, dieron paso finalmente a la calma. Había sido un día doloroso, duro, agotador. Cuando se reunieron en la estancia principal de la casa, ninguno de los seis miembros de la familia podía imaginar que la pesadilla no había hecho más que empezar. El médico había curado la herida del pequeño y les había dado un medicamento para reducir la inflamación. —Está en muy mal sitio... Habrá que procurar que no se infecte. Haré cuanto esté en mi mano, pero no puedo prometerles nada... —¿Cómo? ¿Me está diciendo que no sabe si salvará el ojo de mi hijo? —preguntó Simon mientras se levantaba con gesto amenazador—. ¡No lo permitiré! ¡Le juro que removeré cielo y tierra! ¡Iré a Meaux, a París si es necesario! Monique había necesitado mucha mano izquierda para tranquilizar a su marido, pero, por fin, Simon había aceptado las indicaciones del médico, y esperaría la evolución de la herida. Las campanas de Saint-Pierre tocaron siete veces, auspiciando una noche de desvelo. Un gato cruzó por el Chemin des Buttes. Era un gato negro; un mal presagio, dijeron enseguida los más supersticiosos. Ajeno a los malos augurios, el guarnicionero dejó caer el cerrojo detrás de la puerta. La temperatura era agradable en la estancia. Al llegar los primeros fríos, y dado que los días se acortaban indefectiblemente, aquel espacio rectangular se convertía en el centro neurálgico de la casa. A pesar de que todos se esforzaban por fingir normalidad para aligerar el trance, la pena suspendida en el aire lo enrarecía y lo hacía más pesado. Silou se levantó del rincón oscuro que apenas había abandonado en todo el día y subió lentamente las escaleras que llevaban a la mansarda. Marie Céline, de catorce años, llevaba un rato mirando el horno sin parpadear y, con gesto mecánico, de vez en cuando introducía la pala de madera para mover los panes que se cocían en su interior. Hacer eso en casa era un privilegio que poquísimas familias de Coupvray podían permitirse. La gran mayoría llevaban la masa al horno comunitario, donde, aparte de las hogazas y panecillos, se cocían todo tipo de intrigas. La otra figura, que, sentada en una sillita baja, atizaba las brasas de la chimenea, era su hermana mayor, Catherine. Allí, con los hombros encorvados y la cabeza gacha, parecía muy poca cosa. La chica se encargaba de una caldera pequeña que reposaba sobre un trébede y contendía un líquido que llevaba mucho rato hirviendo. Acababa de cumplir diecinueve años y la habían prometido con el panadero del pueblo. La joven esperaba con ansia que llegara la misa de domingo; sería entonces cuando el abad Palluy haría públicas desde su púlpito las amonestaciones matrimoniales. Aquella tarde, ninguna de las tres mujeres hiló. Tampoco sacaron las labores de costura, como tenían por costumbre al caer el sol. No obstante, cada una de ellas rogaba en silencio. Rezaban por él, por Louis, el más consentido de la casa. Y lo hacían también por los deseos ocultos, esos que no se atreverían a confesar. Si el accidente tenía consecuencias graves, probablemente desbarataría sus planes. —Madre, el agua de aciano está lista —informó la hermana mayor, intentando sacarse de la cabeza otros pensamientos y avergonzándose de temer que ese desafortunado accidente desluciera su boda. —Déjala enfriar un rato. Ahora no quiero despertarlo con más enjuagues, parece que se ha dormido. Aprovechemos para comer un poco. Ve a buscar a Silou. —¡Ni se te ocurra! —dijo su marido—. Hoy dormirá en la buhardilla, a ver si con el estómago vacío le llega más sangre al cerebro. —¡No seas tan duro con el chico, Simon! Ya le has dado una buena tunda, deja que se siente a la mesa. No tiene ninguna culpa de lo que ha sucedido. —Estoy más que harto de que lo disculpes. Para ti nunca tiene la culpa de nada. ¡Tu primogénito ha cumplido veinte años! A su edad yo traía dos jornales a casa y... —Eso ya lo sabemos, lo sabemos de sobra —interrumpió Monique—. Pero no todos somos iguales. Silou es un buen chico. Es cierto que no es diestro con las manos, pero... —¿Que no es diestro con las manos, dices? ¿Había que ser diestro con las manos para vigilar a su hermano pequeño? ¡Solo me he ausentado unos minutos, unos minutos! ¿Y sabes por qué? ¿Lo sabes? La mujer negó con la cabeza y bajó los ojos hasta clavarlos en el suelo. —Pues porque tu hijo no era capaz de hacer solo el trabajo. No tenía más que sustituir la cincha nueva por la vieja y tomarle las medidas al animal. ¡Me ha visto hacerlo cientos de veces! —Vale ya, Simon, despertarás al niño. Sin añadir palabra, los cuatro se sentaron en los bancos que rodeaban la mesa. El caldo quemaba. El ruido de los sorbos, debido al contacto del líquido con los labios, solo se veía intercalado por el suave soplido de Catherine. De vez en cuando un gemido lastimero hacía que los rostros se volvieran en dirección a la cama que ocupaba el hueco de la escalera. Los rizos rubios de Louis, extendidos sobre la blanca almohada, y la palidez de su rostro recordaban a un ángel que hubiera caído del cielo. El benjamín de los Braille era un chiquillo de aspecto frágil. Al nacer parecía tan enclenque que nadie habría dado ni un céntimo por él y, de hecho, lo bautizaron a toda prisa por temor a que no sobreviviera. Pero su aspecto delicado nunca se correspondió con el talante despierto e inquieto que tenía cautivado a todo el pueblo. En esos momentos, su expresión entre bondadosa y traviesa se había rendido al dolor, que demudaba su semblante en una caricatura grotesca. —Se curará, ¿verdad, madre? —intervino la hermana pequeña, sin apartar la vista del rostro de Louis. —¿A qué viene esa pregunta? ¡Pues claro que se curará! A Marie Céline le habría gustado tener la seguridad de que su madre hablaba con conocimiento de causa, pero algo le decía que, bajo el párpado hinchado y violáceo, el mal era irreparable. Nadie añadió nada más a la aseveración de Monique. El silencio era tal que el zumbido de un insecto habría reverberado en los muros de piedra y madera. Quizá por este motivo fue ella quien volvió a tomar la palabra. —Tenemos que hacer lo que nos ha indicado el doctor y pedir a Dios Nuestro Señor que se apiade de él... y de nosotros —añadió tras una breve pausa. —¡Madre, quema! ¡Fuera, fuera! ¡No lo quiero! —se oyó de repente. —¡Cálmate, Louis! El doctor ha dicho que, si escuece, cura —explicó dulcemente Monique, abandonando su lugar en la mesa para sentarse junto a su hijo. —¡Desatadme, desatadme! —exclamó el niño con voz quebrada mientras arqueaba el cuerpo como un junco combado por el viento. —Louis, te harás daño. ¡Cálmate! Catherine, ¡ven a ayudarme! Pero antes de que la chica recorriera el breve espacio que las separaba, Marie Céline ya había respondido al requerimiento de la madre. Entre las dos intentaron convencer al pequeño para que dejara de hacer fuerza con los talones. No resultó fácil explicarle que era inútil tratar de liberarse de los trapos que le sujetaban las manos al cuerpo. Simon se levantó de la mesa, apretando los dientes, y abandonó el aposento con los ojos húmedos. Más tarde, a medida que todos fueron recuperando la calma, le hicieron nuevos enjuagues con agua de aciano. Marie Céline se mordía el labio cada vez que le acercaba la compresa a aquel ojo oculto bajo el párpado; había adquirido una forma extraña, hinchada y enrojecida. SANGUIJUELAS La pretendida y deseada serenidad fue como un espejismo, el aliento de un breve respiro. Ni siquiera se dilató el tiempo necesario para recuperar las fuerzas que la noche, como una espiral negra, les arrebataba. Cansadas pero huérfanas de un sueño que les estaba vedado, las mujeres de la casa hacían turnos para velar al chiquillo. Encerrado en el desván, Silou alternaba la inmovilidad con recorridos semicirculares y frenéticos. Si dudaba, los objetos que el tiempo había ido convirtiendo en trastos viejos le parecían obstáculos insalvables, como si también el pasado de aquella familia se le hubiera puesto en contra. Cada alarido de su hermano le llegaba con el rigor de un dedo que lo señalaba como culpable. Mientras duraba el grito, se llevaba las manos a la cabeza y se tapaba las orejas. Después regresaba al jergón que tenía junto a la pared, que no solo era un lugar de castigo, sino también su refugio cuando en casa se desataba la tormenta. Las otras voces del piso de abajo le llegaban atenuadas; solo adivinaba el contenido de las palabras por el tono o la urgencia con que se emitían. La de su padre se elevaba a menudo por encima de las demás, nítida y rotunda mientras clamaba para que cesara el dolor. Primero lo hacía invocando la misericordia de la Virgen María; pero después sustituía las súplicas por juramentos. Silou recordaba un episodio similar ocurrido tres años antes, justo cuando su madre se había puesto de parto, un hecho inesperado para todos. Ella ya era mayor y el embarazo había sido pesado, con contrariedades más o menos graves que lo habían puesto en peligro desde el comienzo. Entonces no había pasado el trance a solas. Abrazado a sus hermanas, habían rogado todos juntos por un final dichoso. En ese momento, en cambio, se sentía repudiado. Un portazo devolvió a Silou al presente. De inmediato, corrió al otro lado de la estancia y consiguió atisbar por un pequeño respiradero a ras de suelo. Simon Braille abandonaba la casa mucho antes de que el sol anunciara un nuevo día. Lo hacía como si, de repente, le hubieran cargado sobre los hombros un puñado de años y el peso lo hubiera vencido. —Vuelvo enseguida. Tengo que encontrar las sanguijuelas. Fueron sus únicas palabras mientras se calzaba las botas, con la urgencia de quien huye de un incendio. Monique le acercó el candil y le envolvió el cuello con una bufanda de lana. No osó decirle que era demasiado temprano, ni que cogiera un tarro más grande... Conocía muy bien a ese hombre. Lo conocía y lo amaba lo suficiente como para dejar que se marchara sin poner objeciones. Simon reprimió el llanto hasta que la sombra del bosque lo engulló por completo. Lo que estaba sucediendo superaba con creces sus fuerzas. Habría preferido ser él quien recibiera el mercurio dulce recetado por el médico, cualquier cosa con tal de no ver a Louis enseñando los dientes. Mientras le administraban aquel producto que denominaban calomel, sus gestos eran los de un perro rabioso. ¡Contemplar tanto sufrimiento lo destrozaba! Huía. Pero lo hacía con un buen pretexto. Necesitaba respirar, sentía que se ahogaba, y a los hombres no les estaba permitido mostrarse frágiles. Seguro que andar le iría bien. Con esta convicción, las piernas se pusieron al servicio de su voluntad, en dirección al Marne. Media hora más tarde, Simon se internaba en las zonas más húmedas y oscuras del río. A diferencia de otras veces, no disponía de ninguna lata agujereada, y tampoco de vísceras de pescado que sirvieran para atraer a los bichos. En esta ocasión, él mismo sería cebo. Después de descalzarse, se quitó los pantalones y cogió el bote para adentrarse en las aguas frías. Se puso como objetivo una roca mediana que quedaba a contraluz en medio del río y se acomodó. Con la navaja que siempre llevaba en el bolsillo de la zamarra, se practicó un par de cortes superficiales en las piernas. Unos minutos más tarde no sentía los pies y temblaba como una hoja: una sanguijuela se le había adherido a la piel. Simon observó al animal mientras este se hinchaba y colocó el tarro justo debajo de ese cuerpo viscoso y resbaladizo. Enseguida, y por voluntad propia, el gusano se soltaría, satisfecho, hasta reposar en el fondo del recipiente. Repitió la operación tres veces mientras andaba por el lecho del río. A pesar de que resbaló en más de una ocasión y de que a punto estuvo de acabar de cabeza en el agua, aquella era la mejor manera de combatir el frío intenso que le entumecía el cuerpo. A medida que avanzaba lentamente, los sapos abandonaban la orilla, y los pasos del guarnicionero arrastrándose por el fondo añadían un contrapunto al rumor de las aguas mansas. Cuando Simon Braille empezó a dejar atrás el bosque para atravesar las viñas, se enderezó, recuperando el ademán altivo que lo distinguía. Apretó el paso mientras contemplaba las siete sanguijuelas, gordas a más no poder y, sin palabras, les confió una de las misiones más importantes de su vida: ayudar a restablecer la salud de su hijo. Les encomendaba la tarea de combatir la hinchazón del párpado y de chupar la sangre del hematoma que se le extendía por la cara. Alentado por estos pensamientos, Simon relajó la mirada y, concentrado en la silueta del campanario, recorrió la distancia en la mitad del tiempo que había tardado en la ida. A medida que el pueblo se agrandaba ante sus ojos, el guarnicionero veía que, una tras otra, las chimeneas empezaban a humear. Los habitantes de Coupvray se despertaban a primera hora del día; pensó en los suyos y sintió la apremiante necesidad de reunirse con ellos cuanto antes. El corazón le latía con fuerza en el pecho cuando oyó los martilleos en el taller. Seguro que Silou tampoco había podido conciliar el sueño y, en ausencia de su padre, había decidido adelantar el trabajo aplazado por culpa de los últimos acontecimientos. De todos modos, Simon no se enterneció. Ni siquiera echó un vistazo para confirmar sus cábalas. Entró en su casa por la puerta que daba directamente a la habitación principal y, como si no existiera nadie más en el mundo, su mirada no descansó hasta que se topó con el lecho de su Louis. EL PRINCIPIO DE HAÜY San Petersburgo, 18 de noviembre de 1812 Las noticias que llegaban de la ciudad de Krásnoi resultaban tan inquietantes que Valentin Haüy salió varias veces al balcón de la casa que ocupaba en la calle Bolshaya Morskaya. Desde aquel observatorio privilegiado, esperaba ver los rostros desencajados por la dureza de la guerra o los vítores por las graves pérdidas que el general Mihaíl Kutúzov estaba infligiendo a la Grande Armée de Napoleón. En vez de mostrar semejante reacción, los hombres y mujeres de San Petersburgo seguían con sus vidas y las calles eran un hervidero de actividad. Pese a su natural optimismo, las promesas del emperador de Rusia ya tardaban demasiado en concretarse, pensaba Haüy. Nadie había llegado tan lejos como él en el difícil propósito de ayudar a los ciegos. Había fundado la Escuela Nacional en París y profundizado en el estudio de las mejores condiciones para su aprendizaje. Quería mostrar al mundo que los invidentes no eran unos inútiles para la sociedad, que no merecían el abandono, el olvido y el desprecio que sufrían, incluso por parte de las personas más cultas. El erudito no temía por su vida. Era un invitado especial del emperador Alejandro y nadie osaría contravenir las órdenes de un miembro de la dinastía Románov. Sin embargo, después de seis años, Haüy albergaba dudas sobre su papel en Rusia, y las causas no se debían al conflicto entre los dos países. La guerra le inquietaba, sobre todo la imagen de sus compatriotas en el campo de batalla, una pesadilla que se había vuelto recurrente en los últimos tiempos. No obstante, esta desazón tenía que enfrentarse a la enorme confianza que depositaba en su tarea, al convencimiento de que el emperador nunca se plantearía prescindir de sus servicios, tal y como le había asegurado en repetidas ocasiones. El episodio que fue el detonante de su vocación y que lo había impresionado profundamente, marcando a fuego un antes y un después, era lejano en el tiempo, pero perduraba intacto en su memoria. Aquella escena lo acompañaba durante el día, revistiendo de coraje cada gesto, y por las noches, en sueños, se manifestaba como una obsesión que lo impulsaba a seguir. Había que remontarse a cuarenta años atrás. Por entonces él tenía veinticinco y trabajaba de intérprete en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Era un joven burgués de fisonomía agradable y aire distraído que, más por aburrimiento que por interés, se había encaminado hacia la feria de San Ovidio instalada en la place Louis XV, la más grande de París. Un hombre vestido con ropa llamativa anunciaba la orquestina de músicos ciegos, refiriéndose a ella como si se tratara de un espectáculo humanitario, científico y alegre. El joven Haüy no opuso resistencia a aquel reclamo y se apresuró a ocupar uno de los últimos asientos libres. Las sillas estaban dispuestas alrededor de pequeñas mesas que circundaban el escenario, situado sobre un entarimado. Una araña de cobre colgaba por encima de los asistentes con todas las velas encendidas. Las camareras servían bebidas y los miembros del público, con morbosidad manifiesta, hacían apuestas sobre la nueva atracción, preguntándose si superaría el éxito que había tenido la de los enanos el año anterior. Tres golpes de bastón en el suelo bastaron para que los reunidos prestaran atención y la sala enmudeciera. Después de unas palabras preparando al público para presenciar lo nunca visto, se alzó la cortina verde que cubría la tribuna. Todos los músicos quedaron a la vista. Media docena vestían una toga azul, larga hasta los pies, con ribetes de raso naranja. Los cinco violines y el violonchelo se distribuían en dos niveles. La nota más llamativa del conjunto destacaba en un plano muy superior: un enorme pavo real de madera, pintado con la cola desplegada, que servía de apoyo para el trono donde se sentaba el cantor. Se trataba de un muchacho todavía imberbe disfrazado con una barba rosa que le caía sobre el pecho. Las gafas que llevaban los músicos ciegos conferían a sus rostros la apariencia de pajarracos nocturnos. Sin embargo, disponían de un atril con una partitura colocada al revés e iluminada por una vela para enfatizar su inutilidad. Un sombrero con orejas de burro coronaba las cinco testas. A la orden convenida, empezaron a cantar y tocar. Lo hicieron de manera mecánica, siguiendo el compás que marcaba el rey con su cetro. Un cetro que no veían, pero que fingían seguir. Ante una puesta en escena tan grotesca, el público se echó a reír y algunos de los ciegos hicieron muecas para seguir incitando a la risa. La letra cómica de la canción, que imitaba el balar de las ovejas y el cortejo de dos pastores, favorecía la burla y el escarnio. No obstante, los componentes de la orquestina seguían rozando con entusiasmo los hilos de tripa de los violines y pellizcando las cuerdas del contrabajo. Haüy vaciló unos instantes antes de soltar un puñetazo sobre la mesa. Un rastro húmedo recorría las mejillas de uno de los ciegos, el único que se mantenía extrañamente inmóvil como un muñeco de feria. —Son como animalillos —exclamó la damisela que se sentaba delante de él mientras soltaba una risa descontrolada. Lo que desgarró a Haüy fue ese timbre agudo y penetrante, o quizá las lágrimas que se deslizaban desde las cuencas huérfanas de los ojos. Tal vez la suma de todos aquellos despropósitos lo empujaron a golpear la superficie de madera y proferir su indignación en voz alta. Estaba lívido cuando se puso en pie y fue silenciado por el público asistente. La mayoría eran burgueses de barrigas prominentes y miradas enturbiadas por el coñac que consumían sin parar. Los músicos se tambalearon durante la ejecución de la pieza mientras el comisario de policía desalojaba a Haüy. Antes de abandonar la sala, el erudito se dirigió a los ciegos y les dijo: —Si pudierais verlo... El espectáculo es el público, su ignorancia y mala fe. Haüy salió del reciento convertido en otro hombre. Se juró que estudiaría las condiciones de vida de los ciegos a lo largo de la historia para llegar a conocer mejor sus necesidades. Las conclusiones de esta investigación habían de marcar para siempre su trayectoria vital. Para la sociedad eran escoria, animales enfermos, payasos ridículos, apestados sin conciencia. Para él, personas con los mismos derechos y deberes que cualquier otra; con un solo pecado, tan original como el que legaron a la humanidad nuestros primeros padres. Se trataba de una lacra que nada habían hecho para merecer pero que los condenaba a un sempiterno desprecio. Haüy sabía que, sin acceso al conocimiento, siempre quedarían relegados al margen. Necesitaban herramientas que les permitieran entender el mundo para, así, tener la posibilidad de formar parte de él. A pesar de los esfuerzos de Haüy, los avatares políticos y sociales de la Revolución lo habían obligado a abandonar la escuela que él mismo había fundado, el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos. Un largo periplo lo llevó por toda Europa, con hitos como la fundación del Colegio de Ciegos de Steglitz en Berlín o el que Johan August Zeune había inaugurado en Dresde en 1809. Esos primeros éxitos no habían proseguido en San Petersburgo. Promesas incumplidas, sensación de fracaso, voces que llegaban desde París y que proponían una reconciliación con sus compatriotas. Valentin Haüy vacilaba, a pesar de que ese día de noviembre el secretario del emperador le había enviado una misiva urgente para anunciarle la visita de sus primeros alumnos. Se asomó nuevamente al balcón. Ya había arrinconado los pensamientos sobre la guerra y miró a ambos lados, primero en dirección al Arco del Estado Mayor y luego hacia el cruce que formaba la calle Bolshaya Morskaya con la Perspectiva Nevski, la gran avenida que atravesaba el centro de la ciudad. Si se ponía de puntillas, alcanzaba a vislumbrar la enorme cúpula de la catedral de Nuestra Señora de Kazán, que se acababa de edificar gracias al genio de Andréi Voronijin. Aunque agradecía el privilegio de vivir en aquella zona de San Petersburgo al emperador Alejandro, no tenía mucho más que celebrar de su larga estancia en Rusia. Incluso había llegado a temer que los alumnos prometidos no llegarían nunca y que, si se quedaba, esta repetición de acontecimientos no consumados se prolongaría en el tiempo. Pero ¿adónde podía ir? La asignación que le habían concedido y su intensa vida social, siempre con la idea de captar adeptos para su causa, no le permitían ahorrar. Si quería volver a su país, necesitaba el apoyo de las autoridades francesas. Y, a pesar de los buenos deseos que le transmitían desde París, no parecía que eso fuera posible en un futuro próximo. Mientras se retiraba al interior, se planteó si cuanto le ocurría era un castigo por sus pecados. ¿Era culpable por haber auspiciado una escuela para ciegos más selectiva? Sí, el Museo de los Ciegos, la institución privada que había abierto en París después de perder su escuela primigenia, solo aceptaba alumnos de buena familia. Seis personas habían pasado por ella, obviando el sufrimiento de cientos de otras, que habían quedado desprotegidas. La paradoja era que, precisamente gracias a esta limitación, había recibido la visita del papa Pío VII, quien le había otorgado el título de Gran Benefactor de la Humanidad. —¡Una humanidad de seis personas! —exclamó Haüy antes de soltar una risa preñada de ironía. De repente dudó sobre si el secretario del emperador le había dicho que esperara en su casa o si lo había convocado en palacio. Incapaz de llegar a una conclusión, se vistió con sus mejores galas antes de salir a la calle y buscar un coche que lo llevara en presencia de Alejandro I. Sorprendido por la muchedumbre que se dirigía hacia la Perspectiva Nevski, Haüy se dejó arrastrar por la multitud mientras intentaba que alguien le explicara los motivos. —Kutúzov ha expulsado de Krásnoi a la Grande Armée —le dijo un anciano que se había detenido ante su pregunta. El erudito podría haber profundizado en el alcance real de la noticia, podría haberlo averiguado, pero una imagen lo distrajo del tumulto que lo rodeaba. Los ruidos del mundo quedaron en suspenso cuando vio al joven atemorizado que intentaba protegerse en el umbral de una tienda de ultramarinos. No le cupo la menor duda de que era ciego. No necesitó mirarlo a los ojos ni observar sus movimientos vacilantes. Era el miedo de quien se queda al margen, de quien es incapaz de integrarse en la alegría colectiva. Tras una breve divagación, se acercó a él y le apoyó la mano en el hombro. El joven reaccionó como si esperara que el contacto físico fuera el preludio de un golpe que, al fin y al cabo, no podría evitar. —No te asustes. Soy Valentin Haüy y soy médico. Me gustaría ayudarte. —¡He perdido a mi hermana! —Comprendo. Si me dices dónde vives, podremos ir a buscarla. —¿Cómo voy a explicarle dónde vivo si no sé adónde he ido a parar? —respondió con una decisión que el erudito siempre admiraba en sus alumnos. —Debes de saber un nombre, una dirección... —Luka... Boytsova... —¿Te llamas Luka y vives en la calle Boytsova? —¡Boytsova! El joven ciego no dijo nada más. Haüy le aseguró que lo llevaría a su casa al cabo de un rato, cuando la gente se tranquilizara. Tampoco en esta ocasión recibió respuesta alguna, pero el estudioso se quedó pensando en aquel nombre. Luka significaba «luz» en ruso, sin duda la providencia lo había puesto en su camino. Después notó que Luka le sujetaba del brazo con fuerza y, desde atrás, le apoyaba el rostro bajo la nuca. El médico no se equivocaba. Aquel joven incapaz de defenderse, todos los jóvenes en una situación similar, lo necesitaban. Hallaría la manera de exigir al emperador que cumpliera sus promesas o, en caso contrario, conseguiría los fondos necesarios para volver a Francia. Sintió que el corazón se le ensanchaba y se volvió hasta situarse ante Luka, antes de abrazarlo con delicadeza. Cada vez que hacía aquel gesto, cada vez que se comprometía a ayudar a un joven ciego, la imagen de aquel músico llorando en silencio en la Feria de San Ovidio volvía a ocupar sus recuerdos. A él no había podido ayudarlo, a pesar de haberlo buscado durante meses. En ese momento, el músico volvía a encarnarse en la persona de Luka. Y este, a pesar de las reticencias iniciales, se fundió en un abrazo con Valentin Haüy mientras el miedo lo abandonaba poco a poco. TODA ESPERANZA SE DESVANECE Coupvray, primavera de 1813 —No quiero ir, madre. Esa mujer me da miedo. No quiero que me ponga más emplastos en los ojos, ¡me dan asco! Seguro que los hace con caca de paloma. La vi cogerlas. ¡Y apestan! ¡Madre, por favor, dígale a padre que ya me encuentro mejor! Esta vehemente afirmación del chiquillo estaba muy alejada de la realidad. Era cierto que el dolor había remitido y que la herida cicatrizaba a buen ritmo, pero su ojo derecho se mostraba velado por una fina capa blanquecina que casi le cubría toda la superficie. Los Braille habían luchado a brazo partido contra un destino despiadado que parecía haber ganado la partida desde el primer momento. En pocos meses habían gastado todos sus ahorros, y el rosario de visitas a médicos y curanderos había ido consumiendo su tiempo y buena parte de sus energías. La opinión de un famoso oftalmólogo de la ciudad de Meaux fue la gota que colmó el vaso. —Señores, ni yo ni nadie puede devolver la vista al ojo de su hijo. No se esfuercen más. Nada de lo que hubieran podido hacer o dejar de hacer habría cambiado la situación. Fue una lesión muy profunda y los daños son irreparables. —Si usted conociera a algún... —Cuanto antes lo acepten, mejor para todos —interrumpió el doctor Gérard, tomando la palabra con tono grave y casi sentencioso. —Pero todavía ve sombras y puede distinguir los colores más vivos. Según usted, es imposible que se recupere, y estamos de acuerdo, nosotros no somos gente instruida. Pero por lo menos se podría intentar que el mal no fuera a más. Al menos para que pueda defenderse... —rogó Simon, con las manos extendidas en un gesto de súplica. —Si creen en Dios, vayan rezando. Monique, que hasta el momento se había mostrado reservada y sumisa, se incorporó acortando la distancia que la separaba de aquel hombre calvo, con sus pequeñas gafas escurridas hasta la punta de una nariz aguileña que parecía postiza por lo exagerado de su tamaño. Después de apoyar los brazos sobre la mesa de madera, lo miró de hito en hito, de manera muy poco habitual en ella. Transcurridos unos segundos, con la actitud de quien invoca un milagro, respondió... —Sí, señor, pero... —Recen, por favor. —No paramos de rezar —respondió la mujer sin vacilar. —Recen para que el daño no se propague. Monique dejó de respirar durante unos segundos. De hecho se quedó con la boca abierta y los ojos desorbitados, expectantes, esperando que un hechizo hiciera añicos aquellas últimas palabras. Esforzándose para lograr su propósito. La espera fue estéril y, poco a poco, las lágrimas acudieron a dulcificar la imagen de la desesperación. Simon y Monique Braille abandonaron la consulta más abatidos que cuando habían entrado una hora antes. Recogieron al pequeño Louis, que los esperaba en un patio de la casa, pero no reunieron el coraje suficiente para dirigirle ni una sola palabra. Una semana después de este episodio, la mujer no se veía con ánimos de rebatir los argumentos sobre los emplastos que Louis defendía con más razón que maña. —¡Por favor, madre! ¡Quedémonos en casa! Me portaré bien. Puedo ayudar a Marie Céline a arrancar las malas hierbas del jardín, dentro de muy poco brotará el rosal. Por favor. Monique cedió a aquella carita que imploraba un poco de normalidad, que anhelaba volver a convertirse en un niño y no en un conejillo de Indias en manos de desconocidos. Cuando dio su consentimiento se dijo que ya bastaba. Por encima de todo, quería que su hijo fuera feliz. Mientras ellos vivieran, no iba a faltarle nada y, después, Dios Nuestro Señor había bendecido su matrimonio con dos hijas que podrían hacerse cargo de él. La mujer abrazó a Louis durante unos segundos, pero él, contento como unas Pascuas, se zafó en un santiamén. Entonces empezó a dar saltos y, gritando el nombre de su hermana pequeña, se marchó en dirección a la casa tanteando el vacío con ambas manos. —¡Espera, hijo, que vas a caerte! ¡Te has dejado el bastón! —Déjelo, madre, déjelo a su aire... Al oír la voz de Catherine, a pocos pasos de la escena, la mujer se volvió. Su hija mayor era una joven de belleza serena, poco diestra en las labores del campo, pero muy dotada para el dibujo. En Coupvray la consideraban una especialista en la elaboración de brie, lo que llenaba de orgullo a la madre. Carecía del desparpajo de Marie Céline, pero era cariñosa, reflexiva, y sabía leer y escribir. —¡Querida Catherine! —exclamó, abrazándola—. Lamento mucho que todo esto haya retrasado los preparativos de tu boda. Nos quedan siete semanas para remediarlo. Te mereces lo mejor, hija mía, y nunca permitiré que esta cara tan bonita deje de lucir su sonrisa en un día tan importante. Y es que tienes razón, como siempre. He estado obsesionada con que Louis recuperara la vista y por poco le robo también la alegría. Casi he pecado de soberbia oponiéndome a los designios de Dios Nuestro Señor. Pero cuando tengas un hijo quizás entiendas mi desazón... —Todavía falta mucho para la boda —dijo la chica, sonrojándose. —El tiempo se escurre entre los dedos sin que nos demos cuenta. Ya no falta tanto para el tres de junio, y después... —¡Qué cosas tiene! —exclamó la joven, esquivando su mirada. Madre e hija observaron a Louis con atención mientras este iba del jardín a la casa, el último tramo agarrado a una cuerda que Marie Céline había instalado. Sonreía satisfecho, con la cabeza ligeramente inclinada a la derecha, para aprovechar los restos de visión que le ofrecía el otro ojo. Tropezó una sola vez, y Catherine tuvo que retener a su madre sujetándola del brazo. —Es más fuerte de lo que parece, madre. Monique entró en la casa y bajó por la escalera que comunicaba con el taller, un semisótano que aprovechaba el desnivel del terreno, con la planta superior. Necesitaba hablar con su esposo y anunciarle la decisión de no mortificar más al pequeño, de retomar la vida donde la habían dejado y apoyar a Catherine, que se lo merecía con creces. Antes de apoyar el pie en el último escalón se detuvo para captar la desenvoltura de Silou con un cliente. Lo percibió más maduro, como si de repente se hubiera convertido en un hombre. Ya nada sería igual. El accidente de Louis lo había trastocado todo, como si la vida no tuviera sentido sin aquel viaje continuo del miedo al amor y viceversa. Cuando el cliente se marchó, visiblemente satisfecho por el trato recibido, ella salió al encuentro del joven. —Bien hecho, hijo. ¿Te ha dicho tu padre adónde iba? —Hace rato que se ha marchado para echarle un vistazo a la viña. Me ha dicho que no tardaría. A Monique se le había olvidado completamente. Cada año, por aquellas fechas, las cepas lloraban. El fenómeno no duraba mucho, un par de semanas a lo sumo, pero ser testigo de los milagros de la vida era conmovedor. También la leña, dormida y seca, despertaba; el invierno y el frío empezaban a ser un recuerdo lejano y la primavera llamaba insistentemente a la puerta. Del mismo modo que lo habría hecho la sangre, también la savia se derramaba por las heridas causadas por la poda. Más adelante cicatrizarían para dar paso al fruto. Nunca hasta entonces aquella metáfora había cobrado un sentido tan pleno. A pesar de las lágrimas que derramaba, Monique dio gracias de nuevo a la vida, por primera vez en mucho tiempo. OSCURECE Coupvray, junio de 1813 Coupvray se vistió de fiesta aquel primer domingo de junio. Las campanas de San Pedro repiquetearon con alegría mientras los novios abandonaban la iglesia convertidos en marido y mujer. Catherine estaba radiante con su vestido encargado a la mejor costurera de Meaux. Como los ahorros habían menguado después de pagar los gastos ocasionados por el accidente de Louis, la misma Catherine se ofreció para ir a trabajar dos días por semana a casa de la costurera, hasta pagar la totalidad de la factura. También se comprometió a que, durante este tiempo, nunca faltaran huevos frescos, leche recién ordeñada y una parte del brie que la chica elaboraba. Eso sí, los más ancianos del pueblo no recordaban a una novia tan hermosa, ni que estuviera tan radiante, como la moza de los Braille. El velo que llevaba prendido en el cabello se lo había dejado su suegra. Se trataba de una pieza muy especial que iba de generación en generación; las malas lenguas se habían encargado de atribuirle un pasado turbulento. Tras la ceremonia, parientes y amigos de la familia se reunieron alrededor de la mesa para tomar un ágape sencillo pero servido con la mejor vajilla de la casa y regado con un vino exquisito. Todo iba de maravilla hasta que Louis, con la cara desencajada, exclamó: —¡Madre! ¡Está oscuro! Monique miró en derredor. El sol todavía no se había puesto; se veía lo suficiente como para no tener que encender velas ni tampoco los candiles, pero la mujer los prendió a toda prisa. —Pero ¿qué haces? —preguntó extrañada Marie Céline, a quien no se le escapaba una. —Tu hermano... —¿Qué le pasa a Louis? —la interrumpió, alarmada. Sin esperar respuesta, la chica se acercó al pequeño y vio que la cara del niño parecía de cera. Él, al reconocerla, se aferró a su brazo. Lo hizo con la desazón de quien se agarra al tronco de un árbol mientras lucha para que la corriente no se lo lleve río abajo. Después, sin aflojar la fuerza que imprimía en sus manos menudas, se echó a llorar con amargura, con los ojos extraviados, como hoyos vacíos, como pozos secos. Por unos instantes se convirtió en el centro de atención de todo el mundo. La mayoría de los invitados a la boda miraban al hijo de los Braille con expresión de lástima, y compadecían, en voz queda o con gesto plañidero, la desgracia que se había cernido sobre la familia. Alguien incluso se atrevió a decir que habría sido mejor si Dios se lo hubiera llevado, porque semejante carga siempre acababa por consumir a los padres. El rostro de Catherine se ensombreció durante esos momentos de tensión, pero su madre le sonrió para ahuyentar el temor de que la fiesta se fuera al garete. Acercándose a la presidencia de la mesa, ocupada por ella y su flamante esposo, le dijo al oído que solo se trataba de una indisposición pasajera. La novia desoyó la punzada en el corazón que le advertía de la verdadera naturaleza de la tragedia y, en un intento de dar consistencia a aquella mentira piadosa, se dedicó a devolver risas y a brindar por el futuro. Monique, llevando al niño de la mano, se encaminó a la escalera para subir al piso de arriba. Pero Louis estaba aterrado y no osaba dar ni un paso. Mientras tanto, Silou, viendo que algo no iba bien, acudió donde se encontraban y cogió a su hermano en brazos. Poco después, cumpliendo la voluntad de su madre, bajó a solas y se añadió a la celebración, al tiempo que informaba a Marie Céline. —Pero ¿no ve nada? —preguntó la chica, apretando los puños. —Dice que no, pero está muy nervioso. La chica, sin dudarlo ni un instante y desobedeciendo las órdenes que le habían dado y los consejos de su hermano mayor, fue a buscar el frasco de láudano y corrió escaleras arriba. —Tranquilízate, Louis. No será nada, abre la boca. El pequeño tanteó el vacío hasta notar la frialdad del cristal. Mientras la droga no surtió efecto, Louis arañó cuanto estaba a su alcance. Ni su madre ni su hermana podían calmarlo. Cualquiera de las dos habría dado de buena gana uno de sus ojos para que los del niño conservaran un poco de claridad, pero ese era un deseo que no estaba a su alcance. Cuando por fin Louis se sumió en un duermevela, Monique se secó las lágrimas y habló con voz firme. —Tenemos que bajar. Lávate la cara y ni una palabra a nadie. Si preguntan, tú di que Louis se encuentra indispuesto. Hoy no quiero caras largas, le prometí a tu hermana que sería un día feliz. ¿Entendido? —Pero, madre, ¿no tendríamos que ir a casa del señor médico y...? —¿Y qué, hija, y qué? Sabíamos que, tarde o temprano, esto tenía que pasar. Hazme caso. Baja conmigo y sonríe. Ensaya, lo necesitarás. Las mujeres nos damos un hartón de llorar por dentro. En aquel instante Marie Céline notó una honda punzada a la que no supo atribuir un significado concreto. Era una mezcla de admiración y respeto, como si con aquella confesión su madre le abriera la puerta a la madurez. Hacía un par de meses que había cumplido los dieciséis años, pero en ese momento sintió que de repente se había hecho mayor. LA ESCRITURA NOCTURNA París, finales de 1813 —¡Fue una masacre! Tras pronunciar estas palabras, el comandante Mathieu Lepage guardó silencio mientras alternaba la mirada entre su interlocutor y el espacio casi vacío del café de la Régence. Los ciudadanos pudientes todavía no habían salido de sus casas para alternar en la noche parisiense mientras consumían un licor benedictino o un Chambord. Por el contrario, las luces del local ya hacía rato que pugnaban por imponerse a la opacidad del humo denso de los cigarros. —Una masacre... Lepage lo repitió antes de hacer una pausa todavía más larga, mientras al capitán Charles Barbier, que lo había convocado a la reunión, intentaba asimilar su aspecto de mutilado de guerra. Una profunda cicatriz desfiguraba el rostro del comandante desde la frente hasta la barbilla, pasando por el ojo izquierdo. De este supuraba un humor ambarino que el militar debía enjuagarse cada pocos minutos, de modo que el pañuelo de lino blanco ya mostraba el mismo color de la herida desde hacía rato. El capitán aprovechó que Lepage había inclinado la cabeza para observar con sorpresa su café, todavía intacto, y se volvió ligeramente hacia el rincón de las mesas de ajedrez, donde los jugadores gesticulaban con vehemencia, como si quisieran enfatizar el contraste con los dos oficiales. —Quizá discuten sobre la última partida de Deschapelles —dijo de repente Barbier, poniendo voz a sus pensamientos—. Parece que la resolvió de manera magistral, al más puro estilo germánico, pero le han salido detractores. Mathieu Lepage levantó la barbilla y concentró su ojo bueno en reprochar aquella ocurrencia del capitán. ¿Qué motivo podía haber para referirse a las últimas noticias sobre el campeón de ajedrez? ¿No lo había convocado para hablar de las trincheras? ¿No había aceptado su invitación a pesar de las dificultades que tenía para andar y, aún peor, con lo mucho que le costaba mostrarse en sociedad tras haber sido víctima de una estrategia militar lamentable? —¡No imaginaba que le interesara tanto el ajedrez! Hace muchos años que Deschapelles no pierde ni una sola partida, pero un día morderá el polvo y ¡los elogios se convertirán en insultos! El comandante lo dijo sin levantar la voz, pero el tono era de enojo. Barbier se removió en la silla, molesto. —No pretendía... —empezó el capitán. —Lo sé, lo sé. El dolor de la pierna no me deja vivir. De hecho, los médicos querían amputar, pero no se lo permití. ¡Es mi pierna! —replicó Lepage, que se iba sulfurando. —¿No será peligroso? ¿A cuántos hemos visto morir en el campo de batalla debido a la gangrena? Aquí en París se la podrían amputar en mejores condiciones. —¡Mejores condiciones, dice! ¡Se lo repito! Es mi pierna y... ¡Es mi vida! El silencio se interpuso de nuevo entre los dos, pero las voces de los ajedrecistas seguían alzándose con saña, como si quisieran apoderarse del mismo. Barbier temía que su invitado se marchara sin tener la ocasión de preguntarle lo que quería saber. Debía hacer un esfuerzo y reconducir la conversación, pero antes se levantó para acercarse hasta el rincón de los jugadores. Poco después volvió a sentarse ante el comandante Lepage. —¿Qué les ha dicho? —Solo que es usted un héroe de guerra y que está pasando por un momento difícil, que ha luchado mucho para poder venir a nuestra cita. Les he pedido un poco de respeto por los hombres que murieron en el campo de batalla y por aquellos que han pagado su valentía con heridas graves... —Veo que tiene usted mucha labia, capitán, pero ya me habían advertido de ello. ¿Qué quiere saber realmente? —Qué pasó. ¿Cómo acabamos perdiendo la posición si contábamos con una clara superioridad de efectivos? ¿Cómo pudo llegar el enemigo hasta uno de los centros de mando? Lepage bajó de nuevo los ojos y, quizá para combatir el sentimiento de culpabilidad que lo atragantaba, dio un sorbo al café. Se había enfriado y parecía aguado, nada que ver con la fama que se había ganado el establecimiento y que se extendía por todo París. Parecía que no iba a decir nada, que no estaba dispuesto a compartir aquella dura experiencia. Pero de repente empezó a hablar y su interlocutor comprendió que ya no sería posible pararlo... —Lo primero que me dijeron en el hospital de campaña fue que habíamos ganado la batalla. Sinceramente, no lo entendí. Yacía sobre una manta, tumbado en el suelo, y evitaba por todos los medios mirarme la pierna; no era más que un amasijo de carne y huesos teñidos de rojo. Entonces se presentó aquel teniente, escandalosamente joven, con el cabello limpio que le caía rebelde sobre el rostro y el uniforme inmaculado. No pensé que fuera un sueño ni que estuviera delirando, tan solo que mi unidad había tenido mala suerte, mucha mala suerte... —Sí, leí su artículo en Le Moniteur Universel pidiendo soluciones a un problema que, en realidad, aparte de nosotros dos, nadie ha tomado en consideración. Por eso quería reunirme con usted... El comandante Lepage alzó los ojos, pero, en lugar de fijarlos en la persona que tenía delante, se proyectaron más allá, quizás en los jugadores de ajedrez. Tras la advertencia de Barbier, estos guardaban un silencio absoluto, concentrados en las partidas que habían empezado casi al unísono. —Llevo un tiempo pensando muy seriamente en la manera de solucionarlo... —dijo Barbier para conseguir que el comandante volviera a prestarle atención. —Fue una masacre —continuó Lepage con la que parecía su frase favorita, sin dar muestras de haber escuchado las últimas palabras del capitán—. Estábamos aislados en una trinchera, al pie de una colina y, en realidad, lejos del centro de mando. Anochecía, había oscurecido tanto que apenas nos veíamos los unos a los otros, y se había acabado el combustible para las linternas. Ya se imaginará que recibir noticias de lo que estaba pasando en el campo de batalla era una mera utopía. Después, no sé cómo..., ya me disculpará si hay cosas que no logro recordar..., llegó un jinete. Solo notamos su presencia, pero nos dejó nuevas órdenes que no conseguimos leer. A nadie le quedaban cerillas secas y hacía horas que habíamos apagado las antorchas ante el acoso del enemigo. —¿Qué decían las órdenes? —Lo supe más tarde, en el hospital de campaña. Nuestra posición era muy comprometida y estábamos en tierra de nadie. Pero si nos hubiéramos retirado a tiempo... —De eso quería hablarle... ¿Y si se pudiera leer a oscuras? ¡Ninguna luz los delataría al enemigo, ninguna orden quedaría sin respuesta! —He oído hablar de cosas parecidas, pero a los magos o, aún peor, a los adivinos. Ya me habían advertido de que usted no está bien de la cabeza, pero hacerme perder el tiempo de este modo... ¡Y en mi estado! —¡Me parece que se está precipitando en sus conclusiones, comandante Lepage! —Barbier se había prometido tener paciencia, sobre todo por deferencia hacia sus heridas, pero empezaba a enfadarse. —Y a mí me parece que lo único precipitado ha sido esta reunión, capitán Barbier. Si me disculpa... —Por supuesto, no le retendré en contra de su voluntad, pero creo que haría bien en escucharme. —Quizás en otra ocasión, cuando mi humor no sea tan vítreo. Que tenga un buen día. Charles Barbier no insistió. Ya se había encontrado con este tipo de respuestas cuando hablaba de sus investigaciones. Los Principios de Expeditiva, su método para escribir a la misma velocidad que se hablaba, había suscitado numerosas controversias, pero al menos le habían escuchado. Pensaba que un héroe de guerra con el prestigio de Lepage sería un buen interlocutor, pero resultaba evidente que el comandante no lo ayudaría a introducirse en el círculo de excombatientes que más influencia tenía ante el emperador. No se sentía decepcionado. La confirmación de que la pérdida de aquella posición de combate se había debido a una imposibilidad, la de leer a oscuras, hacía todavía más necesario llevar su proyecto a buen puerto. Pagó la consumición y dirigió una última mirada a los jugadores de ajedrez, casi con añoranza. El juego guardaba una estrecha relación con sus descubrimientos. El sistema que había ideado el padre Lana hacía más de un siglo era como un pasatiempo, con aquellos guiones que ocupaban un recuadro y tomaban varias posiciones para ser identificados con una letra del alfabeto. Había sabido de ello a través de un libro de Coste d ’Arnobat, Essai sur de prétendues découvertes nouvelles, que había llegado a ser imprescindible para él. No obstante, había que perfeccionar el sistema, dotarlo de sentido, sentar las bases de una escritura que ayudara a los soldados a interpretar las órdenes, incluso cuando la situación del combate hacía poco aconsejable utilizar cualquier tipo de luz. El capitán Barbier salió a la place de la Régence y dirigió sus pasos hacia la rue Valette, donde tenía la costumbre de comprar su tabaco favorito. Tenía que meditar sobre su método con detenimiento, pero también le rondaba por la cabeza una máquina para grabar signos sin que fuera necesario verlos. Y eso sin contar con las múltiples ideas nuevas que continuamente conducían sus pensamientos al desenfreno. Sabía que, muy pronto, el mundo oiría hablar de su escritura nocturna... De repente recordó que su enamorada cumplía años la semana siguiente, y consideró que el día estaría bien aprovechado si encontraba un regalo comme il faut. La pensión del ejército le permitía llevar esa vida, entre díscola y benefactora. Y se trataba de aprovecharla al máximo. ESCENAS DE FAMILIA Coupvray, enero de 1814 Durante todo aquel tiempo Louis tropezó mil veces, se cayó, se levantó una vez tras otra. Los rostros, los muebles, las puertas y su propia imagen iban difuminándose en el único espejo de la casa. Al mismo tiempo afloraba todo un mundo de sueños, olores y sensaciones que le rozaban la piel como si quisieran llamarle la atención. Así fueron transcurriendo los días. El dolor tamizado por la costumbre, lo extraordinario vivido a diario hasta hacerse habitual. La Navidad de 1813 había sido relativamente tranquila para la familia Braille. A pesar de que el médico aseguraba que la ceguera de Louis era absoluta, el niño parecía haber desarrollado un sexto sentido que guiaba sus acciones. Las pataletas del comienzo se habían espaciado en el tiempo y solo se le veía triste o abatido de manera esporádica. Marie Céline se había propuesto muy en serio que su hermano se acostumbrara a no depender de nadie. Insistió para que, bajo su propia supervisión, el padre confiara en él dándole algún trabajo sencillo. Estaba segura de que se convertiría en una acción sanadora para ambos, y así fue. Louis se convirtió en un experto haciendo flecos para los arneses de los caballos y, en casa, era el encargado de clasificar los huevos y las verduras para que su madre los llevara a vender al mercado semanal. La noticia del embarazo de Catherine también aportó alegría al hogar. Los Braille, como los demás habitantes de Coupvray y los pueblos vecinos, intentaban que la familia se ganara de forma honrada el pan de cada día y que fuera progresando en la medida de sus posibilidades. Lo hacían sin dar mucho crédito a las noticias que llegaban del exterior, cada día más alarmantes. El ejército francés había sido derrotado por las fuerzas combinadas de austriacos, rusos y prusianos. Según decían, Napoleón y sus hombres se batían en franca retirada y volvían por todas las rutas posibles, en un desorden absoluto, en dirección a París. Ese día la realidad se impuso con toda su fuerza... —¿Quién será a estas horas? —preguntó Monique, mirando con extrañeza la puerta de entrada que, a pesar de ser ya las diez de la noche, seguían aporreando con insistencia. —Subid y no os mováis hasta que yo os lo diga, ¿entendido? —Yo me quedo con usted, padre —dijo Silou, dando un paso al frente. Simon estuvo a punto de rechazar el ofrecimiento, pero una mirada furtiva y cargada de intención de su esposa lo disuadió. Mientras Monique aguzaba el oído desde el piso superior y Louis se abrazaba a Marie Céline, padre e hijo se armaron con dos garrotes que habían dispuesto para alimentar la estufa de leña. Enarbolándolos, abrieron la puerta con cautela. —¡Por el amor de Dios! Pero ¿cómo habéis venido, con el frío que hace? ¡Monique, baja! ¡Son tu hija y François! La mujer bajó a toda prisa. Mientras Simon metía en casa una maleta y dos hatillos ocultos en el exterior, ella atendió a Catherine. —¿Te encuentras bien? —preguntó, apoyándole una mano sobre el voluminoso vientre de seis meses de gestación y buscándole los ojos para ahuyentar el temor a una noticia infausta—: ¿Qué ha pasado? —Dejadla reposar un poco, hemos venido a escondidas y sin pararnos. Ahora os lo contamos —intervino François, el marido de la hija mayor de los Braille. —¡Oh, claro! Perdona, hija. Me habéis asustado, pero sea lo que sea, ya estáis a salvo. Siéntate, por favor. Siéntate y descansa. —Te dejo mi mecedora —intervino Louis, señalando el lugar que ocupaba cada anochecer para escuchar las historias que le leía Marie Céline. —Gracias, muchas gracias. Una lágrima que la joven se apresuró a secar antes de que le rodara por la mejilla acompañó aquellas palabras. François le tomó la mano, insuflándole las fuerzas necesarias para continuar. —Tenemos información privilegiada que asegura que, en un plazo no superior a veinticuatro horas, se hará cumplir la orden. —¿De qué hablas, Catherine? —preguntó el guarnicionero a toda prisa, poniéndose en pie. —François tiene un conocido... ¡Qué más da! La cuestión es que nos ordenan proveer a nuestras tropas en retirada. —¿Cómo dices? ¿A qué te refieres? —insistió Simon para quien, siempre concentrado en su trabajo, el mundo quedaba un poco lejos. —No podemos negarnos, cada cual ha de contribuir con lo que tenga. Quizá nos pidan esfuerzos que vayan más allá de lo que ahora somos capaces de imaginar —respondió François, tomando la palabra de manera contundente—. De momento tenemos que entregar doscientos setenta y cinco fardos de avena y ocho vacas. Yo he recibido orden directa de proporcionarles setecientas seis hogazas de pan. —¡Virgen María Santísima! —exclamó Monique, dejándose caer sobre el banco con ademán de derrota. —Sería de gran ayuda si nos permitieran vivir en su casa. La situación solo puede empeorar, y en las últimas semanas... —El médico me ha recomendado reposo —dijo la joven, saliendo al paso de su marido. La incomodidad que suponía para François hablar de las pérdidas que había sufrido su mujer resultaba evidente; habría preferido no hacer partícipes a sus suegros de aquella intimidad. Por otra parte, la presencia de Marie Céline y Louis también le inquietaban, no eran temas que se trataran habitualmente ante los niños. —Estáis en vuestra casa, hijos, no es preocupéis por eso. Ya nos arreglaremos —dijo Simon. Acto seguido, ordenó colocar más paja en el suelo para protegerse de la humedad, extender un par de tendales más y hacer bajar otro colchón del desván. Mientras duraba el frío mordiente, toda la familia dormía al amparo de la chimenea. Hasta la llegada de la primavera no ocupaban las dos estancias de la planta superior. —Yo te cuidaré, hermanita —añadió Marie Céline, y de inmediato Louis se añadió a las chicas. Monique estaba orgullosa de lo unida que se mostraba su familia ante la adversidad. De hecho, siempre habían ido a la par y, sobre todo durante los últimos dos años, habían dado claras muestras de ello. No obstante, y aunque estaba plenamente convencida, notaba angustiada un nudo en el estómago, como un mal presagio. Como solía hacer, la madre recorrió la escena con la mirada. No era una cuestión de inteligencia, sino de poner en marcha aquel instinto profundo que ayuda a desvelar la verdad en toda su crudeza. Tenía que reunir el valor suficiente para aceptarla. Contempló el rojo de las brasas reflejándose en la madera; los muebles adoptaban un color similar al de los pámpanos de las viñas al llegar el otoño. Los candiles, colgados con clavos en las paredes, y un par de lámparas de aceite sobre la mesa proyectaban sombras que se cruzaban de manera tenue. Sin ser conscientes de ello, todos se habían ido acercando, tal vez por el tono de confidencia que François había imprimido a sus palabras, quizá para combatir el frío o para percibir la tibieza de la piel de sus seres queridos. Silou era el único que se mantenía a un par de pasos de los demás. No era una distancia suficiente para que lo dejara fuera de escena, pero su madre lo conocía bien y podía leer en aquel gesto una manifestación de dolor expresada en silencio. La preocupación de Silou iba más allá de los posibles problemas en el embarazo de Catherine y del esfuerzo adicional que, tal y como había anunciado su cuñado, se exigía para satisfacer las necesidades del ejército. Silou llevaba tiempo soñando con dejar el pueblo para dedicarse a la cría de vacas y a la elaboración de brie. Era un secreto que solo compartía con su hermana mayor, que le había enseñado el proceso de elaboración tal como se hacía en Meaux. Ella había tenido acceso a aquella información porque el conocido queso formaba parte de los tributos que los súbditos tenían que pagar a sus gobernantes. Uno de los clientes del guarnicionero también lo utilizaba como moneda de cambio para las reparaciones de las guarniciones de las bestias de carga, de modo que en casa de los Braille a menudo se captaba el olor tan característico del brie: a champiñones frescos un poco anisados. ¡Con aquella triste noticia todo se desbarataba! ¿Cuánto tiempo tendría que esperar Silou para cumplir su sueño? Ya había postergado sus planes a raíz del accidente de su hermano. Sus padres también se quedaron conmocionados; alguien tenía que hacerse cargo del taller y no podían permitir que los encargos se acumularan. Perder clientes no era lo que más les convenía en aquellos momentos de grandes dispendios. El hermano mayor de Louis había recuperado sus sueños porque parecía que la normalidad iba ganando terreno, pero en realidad el futuro era incierto y rebosaba de malos agüeros. La vida volvía a cortarle las alas. ONCE PASOS HASTA EL POZO Coupvray, febrero de 1814 —¿No te duermes, Simon? —Estaba pensando que este año, con tanto jaleo, no hemos mullido los colchones. —Es verdad —reconoció Monique, esperando a ver qué rumbo tomaba la conversación. —Mañana podrías decirle a François que los saque fuera y, con la ayuda de Silou, podríamos azotarlos. —Buena idea. —Quizá no estaría de más hacer venir al colchonero, por si hay que rehacer alguno. —Así lo haré, querido. Simon Braille no era persona acostumbrada a expresar sus sentimientos. «Eso es cosa de mujeres», le había espetado su padre la primera vez que le vio gimoteando. Quizá por eso, porque no tenía ni la costumbre ni la habilidad, se veía obligado a andarse con rodeos, que, por fortuna, su esposa interpretaba hábilmente. Estaba claro que al guarnicionero le preocupaba el descanso de su hija, pero lo que se les venía encima era tan grande que concentrarse en asuntos pequeños y concretos era casi un bálsamo. El día trajo consigo otros quebraderos de cabeza, y la lana siguió formando bultos aquí y allá. El cansancio de todos los miembros de la familia, más acusado con el paso de los días, hizo que adaptaran la espalda a los pegullones imperfectos de los colchones. Si bien en un primer momento los habitantes de Coupvray se organizaron para cumplir lo que su país les pedía, pronto surgieron desavenencias que enrarecieron el ambiente. El 20 de febrero, cuando los nervios de los aldeanos ya estaban a flor de piel, Napoleón tomó posesión de todos los caballos y yeguas del distrito. Reclamar, además, una docena de cabezas de ganado hizo que renacieran viejos conflictos, y los rifirrafes se convirtieron en el pan nuestro de cada día. —Que Dios, en su infinita bondad, se apiade de nosotros y nos ayude —dijo el padre de familia al bendecir la mesa. —¿Por qué se han llevado nuestras ovejas, padre? ¡Los Bélanger tienen media docena en el cercado y todavía conservan la cabra! —exclamó Louis. —¿Y tú cómo sabes eso? Louis se convirtió en el centro de todas las miradas. ¿Qué podía saber un niño ciego del mundo que le rodeaba? Él, con los hombros encogidos, no acababa de entender la reacción que había provocado su pregunta. —Las he contado. No todas las ovejas balan ni andan igual —añadió el niño—. Hay algunas de voz más gruesa o que tienen un balido realmente lastimoso, otras es como si cantaran. —¡Louis sabe qué perro está ladrando mucho antes de que yo lo vea! Marie Céline solía salir en defensa de su hermano y explicaba con verdadero orgullo los avances que habían hecho juntos. Casi siempre, Louis sonreía satisfecho, pero de vez en cuando la joven conseguía sacarle los colores. Entonces, le daba un puntapié por debajo de la mesa para que no siguiera hablando. Juntos habían inventado un método que seguían perfeccionando y ampliando. Se trataba de unos recorridos hechos con tachuelas, de las que su padre usaba en el taller. Los itinerarios trazados permitían que Louis se desplazara de un lugar a otro sin necesitar a nadie. Cada tachuela grande representaba diez pasos, y las pequeñas, uno; las hileras de cabezas semiesféricas se disponían con diferentes rumbos. En las tablillas de madera o de cuero donde las habían clavado también se representaban las intersecciones o cruces. Al principio señalaron los caminos secundarios con tachuelas más pequeñas. Para que no fuera demasiado complejo, el mapa del territorio por el que se movía Louis estaba fragmentado. Al salir de casa, al fondo de una rendija en la pared, se encontraba el primer plano. Louis repasaba las tachuelas, contándolas mentalmente, y después daba los pasos correspondientes en la dirección señalada sin dejar de repasar el objeto en relieve. —Once pasos hasta el pozo y cuatro más girando a la derecha para llegar al camino. Después ciento veintisiete en dirección opuesta y habré llegado a la plaza del pueblo. —¿Y para volver? —le preguntó Marie Céline, imitando a la perfección el ademán y la entonación de su maestro de escuela. —¡Para volver solo tendré que darle la vuelta al mapa! Los dos se rieron de lo lindo. Al poco ampliaron su radio de acción, y era habitual ver al pequeño Louis hurgando en algún escondrijo, cerca de una esquina, bajo una piedra o en el interior del tronco de un árbol, en busca de un fragmento más de su universo explorado. Con el paso del tiempo, aquellas rutas se fueron enriqueciendo con un sinfín de sensaciones que iban más allá de las huellas bajo los dedos. Un día era la rocalla del camino, que a diecisiete pasos de la plaza desaparecía, anunciándole que ya estaba cerca de la zona de juegos compartidos. Otras veces era el aroma dulzón del albaricoquero cargado de frutos lo que predecía el sendero. Desde allí giraba para encaminarse al lavadero donde las mujeres hacían la colada. En primavera, el piar de las golondrinas en el alero de la última fachada del pueblo se convertía en señal inequívoca de que quince pasos más allá los viñedos empezaban a apoderarse del terreno. Hasta entonces, el curso del año iba punteando el mapa sensorial de Louis, del mismo modo que marcaba las labores agrícolas que ocupaban buena parte de la vida cotidiana de la población de agricultores. Sin embargo, el 14 de abril, coincidiendo con el nacimiento de la pequeña Joséphine, Coupvray se vio obligado a dar cobijo a los soldados del ejército invasor que había derrotado a Napoleón. Había llegado el momento de las incertidumbres, individuales y colectivas; el tiempo de transitar entre la angustia y la desconfianza, cuando se instalaba el miedo a la traición de ser vendido por un mendrugo de pan. El primer llanto de la recién nacida se mezcló con una voz que exigía más vino, en un idioma que nadie había escuchado hasta entonces. El hombre ocupaba la mecedora al lado del fuego y no había necesitado pedir permiso. Los invasores no precisaban permisos cuando iban con las armas por delante. Vichy, junio de 1848 Debería sentirme vivo, dejarme mecer por el viento que me despierta cada mañana trayéndome las bocanadas de frescura que la primavera todavía guarda en la hondura del bosque. Constantemente me llegan sensaciones, sobre todo si me incorporo un poco y uso las dos almohadas que tengo al alcance. Así la cabeza me queda por encima del alféizar de la ventana y los aromas me inundan la nariz como si de una música se tratara, alertando a los demás sentidos. ¡Una música! ¿Se puede añorar una emoción hasta tal punto, sentir el roce de la melancolía sobre la piel? Incluso al principio, cuando este sentimiento todavía no era mío, vibraba con los sonidos acompasados de la naturaleza, con los violines maltrechos de los feriantes, con los estribillos de las canciones de mi madre. No obstante, de entre todas estas sensaciones, ninguna más intensa que la que me había proporcionado el órgano. Habría resultado demasiado doloroso imaginar la proximidad de un instrumento así. Me habría levantado de la cama, por más que me flaquearan las fuerzas, y habría andado hasta el fondo de la estancia para sentarme al teclado. Desde el lecho, muy atento a las reacciones que me provoca la enfermedad, mientras la tos va abriéndose paso y noto el sabor ferruginoso de la sangre muy cerca de la garganta, solo puedo soñar a ratos. Y, a pesar de ello, todavía me permito desmenuzar momentos e imaginar a lo lejos, más allá de los portones, la primera línea de los árboles que rodean la ciudad de Vichy. Quizás alguien la esté recorriendo ahora, tal vez camine arriba y abajo sin atreverse a traspasarla, para buscar uno de los frutos carnosos que, tal como descubrí el único día que me vi con fuerzas, crecen en las arboledas. Sí, debe de recorrerla alguien como aquella Margot de entonces, joven y dispuesta, con la piel suave de aquellos que, a pesar de arrostrar sus cuitas, saben qué es la felicidad. ¡Cuánto tiempo hace de aquello! Haciendo memoria, la risa que me provoca este recuerdo, una risa amortiguada y contenida para evitar que vuelva la tos, tiene un regusto amargo. El mejor momento del día era cuando le tocaba los párpados, siguiendo el contorno de su sonrisa hasta que su intento de morderme estallaba en el aire, incapaz de adelantarse a mi reacción. —No lo entiendo —decía, expresando su sorpresa con un suspiro—. No entiendo cómo puedes ser tan rápido; siempre llego tarde. Ahora poco me queda de aquel vigor. Algunos días ni siquiera logro incorporarme. Intento reunir la tensión muscular necesaria para levantarme a media mañana, tomar las aguas y comer algo antes de volver totalmente agotado a la casita que hemos alquilado muy cerca del balneario. También agradezco mucho la ayuda de Gabriel. Sin su complicidad me habría sido imposible platearme esta estancia, y mucho menos si no me hubiera apaciguado la conciencia asegurándome que él mismo se ocuparía de mis alumnos. Tantos años de trabajo no pueden... No tendrían que desaparecer así, a pesar de que la prudencia me aconseja mantenerme lejos de las humedades y los olores pútridos del viejo París. Así lo han querido los médicos, pero quizá yo no habría aceptado si ella no me hubiera prometido acompañarme. Eso sí, bajo ningún concepto le he consentido que cogiera una habitación conjunta, ni que renunciara a los paseos que tanto le gustan. Margot es como un pájaro, libre, enjaularla sería cortarle las alas. Poco a poco la alegría que la hace dar saltitos, ir y venir, daría paso a un gesto domesticado y, entonces, me tiraría de los pelos. No me sirven de gran cosa sus palabras arguyendo que mi tarea tiene un valor superior al de cualquier gesto que ella fuera capaz de imaginar. Es cierto que solo he sido el conductor que ha sabido guiar el carruaje sin estrellarlo, pero son otros quienes pusieron la carga necesaria para el viaje; ellos consiguieron que las rodadas quedaran marcadas en el barro. Tendría que sentirme vivo, es cierto, pero resulta difícil aceptar las limitaciones que nos impone la proximidad de la muerte. Hay momentos en que desearía levantarme e ir hasta la mesa donde he dispuesto los libros y papeles, continuar mi tarea hasta el último aliento. A veces lo hago, aunque suponga adentrarme en territorios de cansancio y de tristeza de los que tanto cuesta regresar. Pero, en otras ocasiones, ni siquiera lo pienso. El tiempo se escurre en una especie de vigilia llena de recuerdos o de sueños, como si la vida ya solo fuera posible a través de los episodios del pasado. Y estos, incluso en mi niñez, a pesar de mi aceptación de lo que había sucedido, no siempre puedo explicarlos desde la alegría... EL ENEMIGO EN CASA Coupvray, 1814 Después de aquel primer soldado vinieron muchos otros. Rusos, prusianos, bávaros y más rusos. Durante el tiempo que duró la ocupación, Silou fue marcando con muescas en la viga más cercana a su lecho el paso de aquellos hombres por la casa. Dos años más tarde ya tendría ocasión de contarlas en voz alta... —¡Sesenta y cuatro marcas! Mientras tanto, el hijo mayor del guarnicionero compartía el desván con la mayoría de los extranjeros. Casi siempre lo hacía con gesto enfurruñado, pero, a veces, las noches en que el sueño lo esquivaba, observaba los rostros desconocidos. Tendrían más o menos su edad, y las concesiones hacían añicos el rencor que pudiera sentir. Por las noches los veía despertar bañados en sudor, con expresión de súplica o de pánico. No era necesario conocer su idioma para deducir que, a pesar de pertenecer al bando de los vencedores, ellos también se habían convertido en víctimas. Observaba los movimientos de las órbitas de sus ojos bajo los párpados cerrados y le resultaba familiar ver cómo sus facciones se desencajaban. A veces agitaban pies y manos bajo el peso de un enemigo imaginario. En algunas ocasiones se apiadaba de alguno de aquellos soldados y los despertaba. Al tomar conciencia de la realidad, cesaba la pesadilla. Justo en ese instante, empezaba la de Silou. Por eso, no había cabida para el enternecimiento. Convenía no olvidar todo el daño que estaban infligiendo a su pueblo, a su gente y a él mismo, desbaratando los planes que había trazado y que volvían a aplazarse de forma indefinida. Estos pensamientos espoleaban al hijo mayor del guarnicionero a avivar el odio, un odio que era fruto de la guerra y las consecuencias que de ella se derivaban, así como los demás odios pequeños que aprovechaban el caos de la situación para aflorar. Silou martilleaba el cuero una y otra vez con este pensamiento en mente. Con cada martilleo, apretaba los dientes y se le encendían los ojos. Su padre que, como él, reparaba los arreos de los soldados bajo su supervisión, lo miraba de soslayo. Hacía demasiado tiempo que trabajaban para el adversario, que estaban a merced de sus amenazas; demasiado tiempo que ni uno solo de sus antiguos clientes se acercaba al taller. En consecuencia, padre e hijo no obtenían más retribución por su trabajo que conservar la vida, la propia y la de los suyos. Se alimentaban de las migajas que dejaban los soldados, como quienes lanzan comida a los cerdos. Ante la escasez de medios y las continuas exigencias de los opresores, los Braille tuvieron que buscarse la vida. El verano de 1814 fue más inclemente que de costumbre. La lluvia se mostraba esquiva y los campos se presentaban agrietados y resecos. Ninguna plegaria fue capaz de ablandar los caballones, ni la súplica más ferviente conmovió al cielo, que continuaba mostrando su azul implacable día tras día. Monique y Marie Céline habían plantado maíz en un pedacito de tierra arrebatado a los zarzales. Tenían la esperanza de ver crecer el fruto, pero necesitaban agua. Ese domingo la acarrearon desde el pozo a la pequeña parcela; una y otra vez, sin descanso. François trabajaba en el horno de sol a sol, y Louis se había quedado en casa, con Catherine y su pequeña. En la estancia principal, la luz entraba tamizada por las cortinas, que cubrían las dos ventanas, e incidía sobre la mesa. Louis sentía la calidez de la madera bajo los dedos y seguía con el dedo las rugosidades de la superficie otorgándoles significado. Desde que los soldados habían arrojado al fuego gran parte de sus mapas, se esforzaba por repasar mentalmente los recorridos de los itinerarios, para conservarlos en la memoria. Mientras realizaba este ejercicio diario, la puerta se abrió y dio paso a una corriente de aire casi imperceptible. Ninguna voz acompañó aquel gesto y el niño aguzó el oído. El ruido de unas botas militares anunció de quién se trataba. Dio cuatro pasos. Había nueve hasta la mesa. Los dos permanecieron inmóviles durante unos segundos y un silencio pesado se adueñó de la sala. Al cabo de unos instantes, el hombre se dirigió a las escaleras. Uno, dos, tres... Catorce peldaños en total. «No ha llegado al desván», pensó Louis. Los peores pronósticos se hicieron realidad: se había detenido en el piso de arriba. El crujir de la madera vieja se amortiguó bajo una estera gruesa y polvorienta que recorría el pasillo. En la habitación del fondo, Catherine amamantaba a su hija. A Louis se le erizó el vello del cuerpo y, sin pensar, gritó a pleno pulmón el nombre de su hermana. Quería alertarla de aquella presencia que no podía acarrear más que desgracias. Al captar el chirrido de las bisagras, el niño se levantó con la intención de pedir ayuda. Los mapas mentales que intentaba recuperar para orientarse se desvanecieron bajo la presión de la sangre en las sienes. Después todo sucedió con gran rapidez. Los llantos de la criatura, los gritos de Catherine pidiendo auxilio y un golpe seco. Louis se levantó, pero sus pies no obedecían la orden de ponerse en marcha. El terror lo paralizó hasta que su hermana mayor volvió a implorar con voz lastimosa. Entonces él cogió el atizador del fuego y recorrió el mismo camino que había seguido el soldado. Situado a poca distancia de donde transcurría la acción, levantó el brazo con el hierro apuntando al techo. —Déjala en paz. ¡No la toques! —espetó, dirigiendo la mirada hacia el lugar de donde provenían los bufidos. Una sonora carcajada resonó en la estancia y a Louis le pareció que le rebotaba encima después de chocar contra las paredes. —¡Vaya, vaya! ¡Mira quién ha venido a salvar a su hermana mayor! ¡El pobre cieguito! Yo que tú soltaría eso que tienes en las manos. Podrías hacerte daño, o incluso hacérselo a tu sobrinita Joséphine. Se llama así, ¿verdad? —preguntó el soldado y, sin esperar respuesta, prosiguió—: He tenido mucho tiempo para observaros, demasiado incluso. Me la he meneado un montón de veces pensando en esta moza... —¡Cállese, cállese, por favor! —rogó Louis con voz trémula y el brazo todavía en alto. —¡Pero qué educadito es el crío! ¡Ni favores ni hostias, inútil! Voy demasiado caliente para aguantar tus sandeces. Te aseguro que tengo pocas manías. Tampoco le habría hecho ascos a tu madre, todavía está de buen ver y... —¡Le he dicho que se calle! —insistió el niño, con la voz rota por los sollozos y por un jadeo cada vez más descontrolado. —¡Serás zoquete! ¿No te das cuenta de que eres una criatura patética? ¡Patética! —insistió el joven soldado paladeando cada sílaba y pronunciándola tan cerca del rostro del chiquillo que le humedeció la mejilla de saliva. —¡Louis, vete! —ordenó Catherine desde su rincón, aferrada a su hija y hecha un ovillo. —¡Ya has oído a tu hermana! Queremos estar a solas, o sea que ya te estás largando. Al comprobar que sus palabras no hacían retroceder al niño, el soldado arrancó al bebé de los brazos de su madre y lo colocó encima del intruso. Louis dejó caer el atizador al suelo y tanteó el aire con las manos mientras el hombre le hacía hacer burradas, pero el juego duró poco. En uno de los movimientos, los deditos rosados de Joséphine se enredaron en un mechón de cabello de su tío. Las manos del hombre y las del niño se encontraron sobre el cuerpo de la niña y las más fuertes dieron un tirón que provocó el llanto de la pequeña. Catherine se levantó para recuperar a su hija, pero el hombre la empujó con violencia. La mujer cayó de bruces sobre la jofaina y uno de los fragmentos de la jarra se le clavó en las rodillas. A pesar de ello, la mayor de los Braille solo profirió un único gemido. —¿Por qué no colaboráis un poco, joder? No vaya a ser que esta mocosa acabe malparada —dijo, agarrándola por el tobillo y sujetándola boca abajo, como si de un conejo se tratara. —¡Por favor, por favor, no le haga daño! ¡Haremos lo que diga! ¡Louis, vete! —imploró la mujer, uniendo las manos en posición como si rezara. —Basta ya de palabrería, aquí quien da las órdenes soy yo. Ya hemos perdido demasiado tiempo y no me fío... ¿Quieres a tu sobrina? ¿La quieres? ¡Hablo contigo, ciego de mierda! —Sí —murmulló Louis. —Señor. ¡Sí, señor! ¿O es que no soy lo bastante bueno para merecer tu respeto? ¡Dime! —Sí, señor —repitió el niño, limpiándose los mocos con la manga. —Esto ya es otra cosa —dijo, revolviéndole el pelo y entregándole a Joséphine—: Ya ves que con buena voluntad podemos entendernos. Incluso nos resultarás útil, ¡fíjate tú! —Deje que se marche y que se lleve a la niña. —¿Me tomas por tonto? Será una niñera excelente y, de paso, quizás aprenda algo. —No es más que un crío, todavía no ha cumplido los seis años. Por favor... —No hagas que se me acabe la paciencia o... —¡Haga lo que le plazca! —exclamó Catherine, lo cual detuvo el gesto del soldado, que miraba a su hija con los ojos abiertos como platos. Louis recibió el cuerpecito sudado de Joséphine, que no dejaba de llorar. —¡Hazla callar! ¿Cómo quieres que me tire a tu hermana con estos chillidos? ¡Que se calle, te digo! El hombre uniformado parecía fuera de sí. Catherine, impotente y con la sangre deslizándosele por la pierna, miraba a su hermano, que mecía a la niña mientras tarareaba la canción de un tal Jacques. Después cerró los ojos y se dejó hacer concentrándose en aquella melodía tenue que también ella había cantado tantas veces, hasta que un puntapié violento abrió la puerta de par en par. —¡Grisha! Te estaba buscando. Pero ¿qué es esto? No está nada bien eso de montar una fiesta y no invitar a tu compañero. Vaya, vaya, ¡pero si el cieguito también está aquí! ¡Lástima que no lo puedas ver, chaval! Tu hermana es un pedazo de hembra. ¡Sí, señor! Y este bicho que gruñe es... —¡Es mi hija! —exclamó Catherine—. ¡Por el amor de Dios, no le hagáis nada! —Me parece que tu Dios no está para tonterías y, en todo caso, ya hace mucho que os dejó en la estacada. El soldado que hablaba llevaba una botella en las manos. El aliento le apestaba a alcohol y cada vez que abría la boca dejaba un rastro que Louis podía seguir con facilidad. —Te aseguro que me sumaría a la orgía encantado, pero pintan bastos y el capitán nos ha convocado con urgencia. Parece que hay nuevas órdenes. —¡No jodas, Alekséi! ¡No me puedes hacer esto! Ve y dile que no me has encontrado, no tardo más de... —¡Ni hablar! Está de muy mal humor y, además, ¡o mojamos todos o vas al establo y te tiras a la cabra, como los demás! —exclamó aquel joven rubio y corpulento de mirada obscena. Renegando en su idioma, Grisha recogió la ropa que apenas unos instantes antes había esparcido por el suelo y estrelló la bota contra un espejo redondo que colgaba de la pared. La superficie se hizo añicos reproduciendo una realidad deformada. Una realidad que, desgraciadamente, iba más allá de lo que era capaz de captar el viejo azogue. Antes de marcharse, Grisha tuvo tiempo de manosear a la mujer y, agarrándola por el cabello, le dijo al oído... —No llores, zorra. No sabrás lo que es un hombre hasta que no tengas la verga de un ruso en el coño. Cuando los dos soldados abandonaron la estancia, Catherine fue al encuentro de los dos niños y los estrechó con fuerza. Louis notó la desnudez de su hermana y, como un gorrioncillo caído del nido, se acurrucó buscando la calidez que le ofrecía aquella piel tibia y amada. Temblaba de pies a cabeza y tenía las perneras de los pantalones mojadas. Dio la impresión de que habían hecho un pacto de silencio. Pero, a pesar de que no había sido así, ninguno de los dos hermanos Braille dijo ni media palabra de lo acontecido aquella tarde. Tampoco fueron capaces de engullir la tortilla que Monique había preparado para la cena. Louis se excusó arguyendo un dolor de estómago repentino y su hermana mayor se ofreció para prepararle una infusión y quedarse un rato con él hasta que conciliara el sueño. —No le des más vueltas, ¿vale? Procura olvidar lo que no has podido ver. La imaginación puede hacer mucho daño. Has sido muy valiente y no ha pasado nada, Louis. Estamos bien, ¡los tres estamos bien! No hace falta que nadie lo sepa. Diremos que ha entrado una serpiente y que al intentar matarla hemos causado todo este estropicio. Quizá también que estaba en la cuna de Joséphine y que me he asustado de veras. Ahora duerme, pequeño. Duerme, que yo te canto. DESHACIENDO NUDOS: EL ABAD PALLUY Y LA LLEGADA DEL MAESTRO Coupvray, verano de 1816 El pueblo de Coupvray al completo estaba alerta. Molin, el alcalde-notario y adjunto de la ciudad, se hallaba presente en la plaza en compañía de un nutrido grupo de hombres. Los había altos y bajos, calvos y greñudos, jóvenes y viejos, pero ninguno de ellos tenía ni una onza de grasa en el cuerpo. Los dos últimos años habían resultado especialmente duros. El hambre, la impotencia y la humillación de vivir sometidos habían enmagrecido los cuerpos y, con demasiada frecuencia, habían conseguido doblegar el espíritu. Esa tarde de julio se ponía punto final a la ocupación y, ante la mirada atenta de los congregados, los últimos soldados rusos abandonaban la población definitivamente. Lo hacían a pie, sin el peso de la pólvora en los fusiles y con una bolsa de víveres al hombro. Llevaban las botas relucientes y se habían hecho lavar las casacas. Marchaban con la cabeza alta y con sus grandes sombreros encasquetados. Sombreros ideados para engañar al enemigo y hacerle dudar sobre la altura del contrincante. Sin embargo, bajo el sol de Coupvray, ya no eran más que unas formas malditas que fueron menguando hasta desaparecer. Simon Braille, su hijo mayor y su yerno fueron de los últimos en abandonar la atalaya desde donde observaron la partida. No hubo fiesta para celebrar el acontecimiento. Los habitantes de Coupvray se sentían demasiado cansados, demasiado dolidos y heridos en su amor propio. Las llagas todavía abiertas, en carne viva, así como la desconfianza. Ante situaciones extremas, la supervivencia no siempre iba de la mano de un beau geste y cada cual cargaba con sus propias miserias. Tras intercambiar abrazos y lanzar unas cuantas maldiciones al invasor, todos volvieron a casa con la vista puesta en las viñas verdes, ufanas, como una señal del futuro que tenían por delante. A pesar de que los graneros y las despensas estaban vacíos, todavía contaban con las manos para labrar la tierra, para levantar las paredes que se habían caído y para derribar los muros que los dividían. Les quedaba el recuerdo de haber vivido en paz y estaban dispuestos a perpetuarlo. Se propusieron hacerlo como perros de caza, husmeando cada huella de lo que fueron antes de prostituirse ante el enemigo. Además, estaban convencidos de que recuperarían la esencia que los dignificaría de nuevo. Poco a poco fueron deshaciendo nudos y recuperando del olvido retazos de alegría, que parecían recién estrenados después de tanto tiempo sin que nadie los usara. Así pues, las mujeres volvieron a sacar la silla a la puerta para hilar y se reunieron para contarse historias de cuando eran mozas. Un día, incluso se atrevieron a canturrear de nuevo y andar con desenvoltura, sin necesidad de cubrirse los hombros. Los bribonzuelos llenaron de nuevo las calles de juegos y griterío. Mientras tanto, el viejo maestro, M. Petit, fue reemplazado por un profesor joven y entusiasta llamado Antoine Bécheret. Era su primer trabajo y, si bien es cierto que al comienzo le resultó extraño conciliar sus tareas académicas con el trabajo en la iglesia, como tocar al Ángelus, dar cuerda al reloj y llevar el agua bendita a las casas todos los domingos, enseguida se ganó el aprecio y el respeto de todo el mundo. Aquel año la fiesta de la vendimia fue muy especial. Durante una semana, el pueblo se comportó como una sola familia. Entre unos y otros consiguieron tres asnos y una mula para cargar las aportaderas que los hombres llenaban de uva. Cuando ya no quedó ni un racimo colgando de las vides, todos se arremangaron los pantalones para pisarlos y reír embriagados. Después de un pregón espléndido, las mujeres sacaron las mesas a la calle y todos comieron y bebieron a sus anchas. La fiesta se prolongó hasta la noche, con desfiles y el tan esperado baile. El benjamín de los Braille movía los pies al ritmo que imponía el violín, y no calló ni un solo momento. Tenía siete años y quería saberlo todo. El abad Palluy, que había vuelto hacía nueve meses a la población después de pasar un tiempo llevando el Evangelio a las tropas, hablaba a menudo con la familia y no dejaba ninguna pregunta sin respuesta. —¿Puedo pedirle un favor, padre abad? —Dime. ¿Qué necesitas? —¿Podría hablar con mis padres, hoy que están contentos? —¡Tú sí que eres listo! —exclamó el religioso, pellizcándole la mejilla con gesto amable—. ¿Qué te ronda por la cabeza, Louis? —Quiero ir a la escuela. ¡Quiero ir a la escuela como todos los niños! El abad carraspeó antes de dar respuesta a la petición del pequeño. —No sé si es un buen momento, hijo. Con todo este jaleo de música y risas nos será difícil entendernos, pero te prometo que mañana retomaremos esta conversación con toda la seriedad que merece. —Pero... —Louis, lo hablamos mañana. Te lo prometo. —De acuerdo —dijo el chiquillo con cierta resignación. Dos minutos más tarde, volvía a interrogar a su interlocutor—. Abad Palluy, dígame cómo lo hacen para sacar este chirrido del violín. No consigo hacerme a la idea; a veces parece que ríe, y otras llora igual que Joséphine cuando no quiere dormir. El abad sonrió; Louis siempre acababa sorprendiéndolo. A primera vista era él quien, con sus observaciones y comentarios, mientras describía el mundo que no era visible a los ojos del niño, aportaba conocimientos a aquel pequeño ciego. Sin embargo, la realidad era muy distinta. El chiquillo, con sus continuas apreciaciones, le incitaba a profundizar en muchos aspectos que le pasaban desapercibidos. Y este ejercicio, que a menudo se trataba de un trabajo de introspección profundo y cuidadoso, le producía un goce muy especial. —¿Abad Palluy? ¿Me está escuchando? —preguntó Louis con la cabeza inclinada hacia un lado y buscando el brazo del religioso para reclamar su atención. —¡Sí, sí! Es que no es tan fácil... A ver si logro explicarme bien. Tienen un arco de madera redondo con el que sujetan las cerdas... —¿Qué son las cerdas? —Son pelos de cola de caballo con los que hacen vibrar las cuerdas del instrumento. —¿Cree usted que, más tarde, podría pedir que me lo dejaran repasar con el dedo? —¡Por supuesto! Louis hizo el ejercicio propuesto y se empapó de todas las sensaciones nuevas que le llegaban antes de guardarlas cuidadosamente en cajoncitos de la memoria. Esperaba la ocasión de abrirlos uno por uno, a medida que algún adulto tuviera tiempo y paciencia suficientes para ayudarlo a ponerles palabras. —Abad, cuando hablan de un sonido grave, ¿se refieren a un ruido parecido al gruñir de las tripas cuando tenemos hambre? ¿O se asemeja más a la risa del padrino André? ¿Y el agudo? ¿Agudo como el canto de la alondra o como el ruido que hace el viento cuando pasa temblando entre las piedras del muro? El abad se las veía y deseaba para resolver los retos que Louis le planteaba a diario. Mientras tanto, se planteaba la manera de exponer a sus padres y al maestro de Coupvray el deseo de Louis de asistir a la escuela. Palluy estaba convencido de la inteligencia del niño. El interés que mostraba por aprender era muy superior al de todos sus compañeros juntos, pero sin duda había escollos insalvables. ¿Cómo podía tener acceso a la cultura si no podía leer ni escribir? Su padre, viendo que el método de las tachuelas le había ayudado a trazar recorridos y dibujar mapas mentales, aprovechó el sistema para enseñarle las letras. Sobre una madera clavó clavos con las formas de las vocales y, mientras él trabajaba en el taller reparando bridas o fabricando arneses y bolsas, el niño se quedaba a su lado repasando lo que había aprendido y pidiéndole que completara el abecedario. Louis siempre llevaba bajo el brazo aquel listón con las formas de las letras y aprovechaba cualquier momento para memorizarlas. Era lo primero que hacía al despertarse y lo último antes de acostarse. Sin embargo, con el tiempo, ya no necesitó ese apoyo y podía reproducir los caracteres sobre cualquier superficie. No tardó en leer palabras y su interés desmedido por aprender acrecentó el deseo de ir a la escuela con sus amigos. El abad planteó la idea al maestro Bécheret. —Usted sabe que me gustaría ayudar al pequeño Louis, pero no sabría qué hacer con él en clase. No estoy preparado para enseñar a un niño ciego. No puede seguir los libros, ni estudiar, ni tomar notas... En mi opinión, sería preferible que le enseñaran un oficio. Parece espabilado. —Estimado Antoine, ¡estamos hablando de un niño que acaba de cumplir siete años! No es que parezca espabilado, es que es muy listo y tiene hambre de conocimiento. ¡No me parece justo que le neguemos este derecho! Tiene buena memoria, puede escuchar las clases y yo estoy dispuesto a dedicar un tiempo a leerle lo que usted considere más importante. Marie Céline también puede encontrar algún rato y... —De acuerdo, de acuerdo, no se hable más. Que venga unos días, como prueba. ¡Pero no puedo prometerle que su plan llegue a buen puerto! Sigo pensando que es una responsabilidad demasiado... —Tómeselo como una obra de caridad. ¡No me cabe la menor duda de que Dios le premiará! —exclamó el abad como último recurso, dispuesto a no abandonar la conversación sin la respuesta esperada. El día que Louis fue a la escuela por primera vez, en casa de los Braille todo el mundo sentía un hormigueo en el estómago. Incluso su hermana Catherine se presentó de buena mañana para desearle suerte. Ya hacía casi un año que habían retomado la vida donde la habían dejado y vivía con su marido y la pequeña Joséphine, que ya había cumplido dos años, en Chessy, un pueblecito cercano a Coupvray. La chica miró a su hermanito con ternura y Louis le descubrió un rastro húmedo en la mejilla. Desde el lamentable suceso con el soldado, se había estrechado el vínculo que los unía. El pequeño había sabido guardar bien el secreto. —Estos rizos no hay quien los peine —dijo la madre, atusando el cabello de Louis—. ¿No quieres que tu padre o yo te acompañemos? —Ya os he dicho un montón de veces que puedo ir solo, me sé el camino de memoria, pero de todas formas Gustave pasará a buscarme e iremos juntos. —¿Gustave? ¿El hijo de la partera? —preguntó Catherine de repente. —¡No, mujer, no! ¡Los hijos de Marguerite Parivel ya tienen edad para ganarse la vida! Gustave es el benjamín de los Simonnets, los que viven en la rue Maupas, en lo alto del pueblo. —¡Cómo pasa el tiempo! —exclamó la joven. Louis, sentado en el banco, dio un brinco. Acto seguido cogió la bolsa de cuero que le había hecho su padre y se dirigió a la puerta sin vacilar, pues había reconocido el andar alegre, casi danzarín de su amigo. El muchacho todavía no había llamado, pero Louis siempre se adelantaba a los acontecimientos. Hasta que los dos chicos no desaparecieron tras la curva, Monique no entró en la casa. Tampoco lo hicieron sus hermanos, ni su padre, quien observó la escena a hurtadillas con emoción contenida. DIGO QUE ME MARCHO. ESO ES LO QUE DIGO Coupvray, 1818 Como todos los días después de los rezos del rosario, el abad Palluy salió de la iglesia y se encaminó sin prisa a las afueras del pueblo. El religioso no se cruzó ni con un alma hasta llegar a la última casa, la del guarnicionero. A las siete de la tarde de finales de octubre casi todos los habitantes de Coupvray se encontraban a cobijo. Detrás de cada ventana, se sucedían pequeños retazos de intimidad que no le eran en absoluto ajenos. Al amparo del secreto de confesión, muchos de aquellos hombres y mujeres buscaban el sosiego que les permitiera liberarse de las culpas, la mezquindad o, sencillamente, de la soledad. Renée Coquelet, que ya pasaba de la cincuentena, acababa de cerrar los portones de su pequeña tienda de comestibles y ya subía por el callejón lateral, que la llevaría hasta una barraca habilitada después del incendio en el que lo perdió todo. Palluy se compadeció de aquella mujer a quien la vida había tratado con tanta crueldad. Después de enterrar a dos hijos y a su esposo, a nadie podía pedírsele que mantuviera el juicio intacto, ni tampoco la fe. Mientras murmuraba una plegaria por ella, el hombre siguió su camino. A la altura de los lavaderos, levantó la mano para saludar al menor de los Molin, que tenía la nariz pegada al cristal y jugaba a hacer dibujos con el vaho. Aquel chiquillo, por el que nadie habría dado ni un céntimo y a quien tanto le había costado aprender a andar, había cumplido tres años y era la alegría de la casa. Su destino estaba cerca. Antes de acometer el último repecho, el abad se detuvo para tomar aire. Un aroma de pan recién horneado le llenó las narinas y lo reconfortó. La misión que lo llevaba a casa del guarnicionero no se limitaba a leerle la lección de ciencias naturales al benjamín. Ese día era Silou quien había solicitado su ayuda y el abad no se la había podido negar. Lo asaltó el olor a cuero, anticipándole la llegada. De hecho, el olor que emanaba del taller no procedía solo del cuero curtido de los animales. En él se mezclaban pigmentos, aceites y esencias con barniz, serrín y óxido, y, envolviéndolo todo, el tabaco de pipa. El abad sonrió al pensar que Louis siempre le decía: «Lo conozco por el olor.» Tal vez el aroma que él mismo desprendía también fuera una amalgama de cera, incienso y un poco de todo el que se le iba impregnando en los hogares cuando los recorría para llevar el agua bendita o visitar a los enfermos. —¡Abad Palluy! —¡Qué susto me has dado! ¿Qué haces a oscuras, Louis? —¿A oscuras, dice? —¡Ay, disculpa! ¡Qué tonterías digo! No me lo tengas en cuenta. —¡Qué va! —exclamó el niño con una sonrisa en la voz. Louis estaba en el exterior, sentado en el peldaño de la entrada. Llevaba una manta sobre los hombros y se abrazaba a un paquete protegido por un paño. Era muy difícil adivinar la expresión de su rostro, pero, a juzgar por la forma de proteger el fardo, solo podía tratarse de algo bueno. —¿Te han hecho un regalo, quizá? —¡Pues sí, y muy valioso! ¿Quiere verlo? —Si no se trata de algo demasiado privado... El benjamín de los Braille retiró el lienzo y, ufano, le mostró lo que ocultaba. —Lo siento, Louis... No veo nada. Deja que entre en la casa y pida un candil. El niño asintió, pero antes de que Palluy pudiera conseguir su objetivo, lo paró tirándole de la sotana. —¡Espere! Tengo una idea. Siéntese conmigo. ¡Ahora nos encontramos a la par! —¿Qué quieres decir, Louis? —¡Yo no veo y usted tampoco! —dijo risueño. Después, añadió—: Traiga la mano y atienda. Le cogió el dedo índice de la mano derecha y, despacio, lo guio por encima de los relieves que emergían de la madera. —¿Qué es? Dame alguna pista. No sé de qué se trata... —De acuerdo. Primero palpe toda la superficie para hacerse una idea. Ahora iremos por partes. ¿Está preparado? —¡Vamos allá! —respondió el abad, enderezando la espalda y cambiando su mirada seria por una expresión medio pícara. —¡Pues bien, sepa que tiene bajo los dedos todo el relieve de Francia! Louis pronunció estas palabras con solemnidad y voz dichosa. —¿Cómo dices? —¿Recuerda que la semana pasada Silou se quedó con nosotros mientras repasábamos la lección? —Sí, de hecho después quiso hablar conmigo. —Pues se le ocurrió una idea y se puso manos a la obra; esto que está usted tocando es el resultado. Es muy fácil, ya casi me lo sé de memoria. Mire, ahora estamos aquí, muy cerca de París. —Mientras Louis iba desgranando su discurso, guiaba con seguridad el dedo del abad que, embobado, se dejaba orientar—. Si bajamos prácticamente en línea recta nos situamos en el macizo Central. ¡Todo el relieve de nuestro país se organiza a su alrededor! ¿Lo nota? —Sí, sí... —Al este están las montañas alpinas. Hacia el otro lado tenemos las llanuras del oeste y otros macizos al norte. ¡Ahora entiendo lo que explicaba el profesor! ¡A medida que él vaya añadiendo elementos, nosotros podremos incorporarlos al tablero! El abad Palluy, satisfecho, seguía las indicaciones de Louis mientras repasaba con el dedo las cuencas sedimentarias de París y Aquitania, y luego las cordilleras de los Alpes. Algunos desniveles estaban representados con tachuelas, superpuestas a veces para dar más volumen, pero también había cuerdas finas para representar los ríos... —Este es el Isère y este otro el Loira. ¡Ah! Y estos recortes de cuero, situados más hacia el este, ¡son los acantilados de la costa provenzal! ¿Lo nota? —¡Ya lo creo! —Más al sur encontramos los Pirineos, que sirven de frontera con España. Louis estaba emocionado. Con los dedos palpaba la superficie y sus ojos parpadeaban nerviosos en la oscuridad. —Es como tener los ojos en la yema de los dedos —dijo el niño, rebajando la tensión con la que había hablado hacía unos momentos. Palluy captó en aquella melodía una dosis de esperanza que no sabía muy bien si debía alimentar. Mientras seguían con el ejercicio, Monique abrió la puerta y los invitó a pasar al interior. —No está el tiempo como para quedarse tanto rato al raso. Me ha dicho Silou que hoy cenaría con nosotros. —Si no es molestia... —¡Qué va! Esta siempre será su casa. Nunca podremos agradecerle lo suficiente todo lo que hace por nuestro hijo. Pero no nos entretengamos, que la cena ya está en la mesa. Venga, Louis, por hoy ya basta de estudio. ¡Si abusas del abad, no querrá venir más! —No es ningún abuso, se lo aseguro. No sé quién de los dos lo pasa mejor; este muchacho es como una esponja. —¡Nunca tiene bastante! —añadió Marie Céline, alborotándole el cabello. El matrimonio y los tres hijos se sentaron a la mesa, el abad Palluy bendijo los alimentos y, cuando Monique acabó de servir la sopa de cebolla, volvió a tomar la palabra: —Silou me ha pedido que interceda por él —dijo escuetamene. —¿Y eso? ¿Qué pasa? —preguntó el padre de familia, soltando la cuchara y alternando la mirada entre su hijo y el religioso, a la espera de una respuesta. —He decidido marcharme, padre. —¿Cómo dices? —Digo que me marcho. Eso es lo que digo. —¿De qué estás hablando? Los reunidos alrededor de la mesa no hicieron ningún gesto, aparte de tragar el líquido que ya tenían en la boca. Tan solo los ojos de Monique descendieron hasta el plato; los otros se clavaron en la figura paterna. Sin embargo, todos contuvieron la respiración. Con un movimiento afirmativo de la cabeza, el abad animó al chico a seguir explicándose, y este lo hizo como quien recita una oración o un discurso largamente ensayado. —Ya hace mucho tiempo que quería ir a mi aire, pero las cosas se fueron complicando... —explicó el joven, mirando a su hermano pequeño—. La cuestión es que ha llegado el momento de planteármelo en serio. Usted sabe que nunca he sido muy diestro en este oficio, padre. Me he esforzado, pero no es esto lo que quiero. Tengo otros planes... —¿Otros planes, dices? ¿Acaso has conocido a una chica? —No, no se trata de eso. —Entonces, ¡no lo entiendo! ¿No te das cuenta de la suerte que tienes? Este taller lo abrió tu bisabuelo. ¿Tienes idea del sudor que ha empapado el suelo que pisamos? ¿Sabes cuántos jóvenes del pueblo matarían por tener un futuro como el tuyo? —Lo siento. Tiene razón y no quiero parecer desagradecido, pero la decisión ya está tomada. Sé que no era lo que esperaba de mí, pero... —¿Y para decirme esto has hecho venir al abad? —preguntó el guarnicionero, tensando la musculatura. —Cálmate, Simon —rogó Monique. —Tú ya sabías algo de todo esto, ¿verdad? La mujer negó con un movimiento casi imperceptible y miró a su primogénito con el amor que siempre le había profesado. El abad aprovechó aquella pequeña pausa para intervenir... —Entiendo su enfado, Simon. A mis padres tampoco les hizo la menor gracia que su único hijo se marchara de casa para ir al seminario. Pensaban que formaría una familia, que en mi mujer encontrarían a la hija que nunca tuvieron y que envejecerían rodeados de nietos. —¡Pero esto es diferente! Usted tenía una vocación... —Y él también. Admito que no es exactamente lo mismo, pero todos nosotros hemos venido al mundo para cumplir un cometido, y Silou siente que el suyo no está aquí. —¿Y dónde está, pues? ¿Qué puede haber más importante y noble que el trabajo, la familia y la gratitud a tus antepasados? ¡Si mi Louis viera! —añadió en voz más baja después de una breve pausa. Las últimas palabras quebraron la voz poderosa y siempre bien timbrada de Simon. Marie Céline no apartaba la vista de los puños cerrados de su padre, como si temiera que, en cualquier momento, pudieran liberar la rabia que retenían. Sin embargo, no fue así. Louis posó la mano encima de las de su padre y, poco a poco, el hombre se fue relajando. —¿Qué planes tienes? Cuéntame —dijo el guarnicionero, y, mientras las palabras todavía flotaban en el aire de la estancia, una bocanada de gratitud erizó la piel de Monique y deshinchó el pecho del abad. La vibración del suspiro de Marie Céline recorrió la estancia. El hijo mayor de los Braille les habló de los contactos que había establecido y de los dos amigos con quienes pondría en marcha el negocio de la elaboración de brie. Cuanto más ahondaba en sus explicaciones, más seguro se mostraba. Quizá fue entonces cuando su padre empezó a admirarlo por primera vez. Y mientras el joven relataba cómo había ahorrado desde la primera propina, la manera en que habían conseguido las dos vacas, o la forma en que se llevaría a cabo la cadena de producción de queso, se le iban iluminando los ojos. A decir verdad, parecía otro. —¿Y la tata Catherine, también trabajará con vosotros? ¡Ella sabe un montón sobre cómo hacer brie! —preguntó Louis, consciente de la estrecha relación que mantenían sus dos hermanos mayores. Silou lo admitió, complacido. Nadie se quejó de que la sopa de cebolla se hubiera enfriado en el plato, y la conversación fue derivando a temas como la situación política del país. En los siguientes días tendrían lugar las elecciones, que se celebrarían en dos vueltas, la primera el 25 de septiembre y la segunda el 4 de octubre. Solo los ciudadanos que pagaban los impuestos tenían derecho a voto, de modo que en Coupvray una parte de la población quedaría excluida de los comicios. GRANDES ESPERANZAS Coupvray, otoño de 1818 Semanas más tarde, el abad Palluy se encontraba sentado en otro banco, este de dimensiones más reducidas, y unido a una mesa con rastros de tinta seca. A esa hora, el resto de los pupitres estaban vacíos. Antoine Bécheret, el joven maestro, le había pedido que lo esperara mientras atendía una visita imprevista. Por los comentarios que le llegaban de la estancia contigua era fácil adivinar que en la escuela quedaría otro asiento vacío. Nunca había manos suficientes para trabajar la tierra, y al mayor de los seis hermanos Poudrier ya le había llegado la hora. Apenas acababa de cumplir catorce años. El profesor sabía que nada de lo que pudiera decir iba a cambiar la decisión de los padres. Las circunstancias se imponían, y se limitó a escucharles y tomar nota de la baja. Cuando los Poudrier se marcharon, el abad estaba delante de la pizarra leyendo las reglas de formación del femenino. En el ángulo superior, un dibujo hecho a tiza ilustraba las partes de una planta. —Buenas tardes, discúlpeme que le haya hecho esperar. —No pasa nada, Antoine. He aprovechado para decir mis oraciones. —Y ponerse al día en gramática, por lo que veo —dijo el maestro guiñándole el ojo. —¡Sí! Pero no solo eso. Este dibujo me ha dado ideas. De camino, arrancaré alguna hierba y se la daré a Marie Céline, para que se la muestre a Louis y vaya diciéndole los nombres: las raíces, el tallo... —Ya debe de imaginarse que quería hablarle de él, precisamente. —Pues usted dirá. —De hecho, acordamos que le concederíamos un tiempo de prueba, ¿recuerda? —¡Sí, y creo que habrá superado todas las expectativas! ¿Qué le pareció el tablero que le hizo Silou? Un buen invento, ¿verdad? —Ha sido precisamente eso lo que me ha hecho reflexionar más en serio. El abad seguía expectante las explicaciones del maestro. Aunque no parecía que hubiera ningún motivo para preocuparse, una sensación de desasosiego le hacía fruncir el ceño, como si, en cualquier momento, pudiera dictarse una sentencia desfavorable para Louis. —Le he estado dando muchas vueltas —prosiguió el maestro. —¿Acaso hay algún problema? —preguntó el abad al ver que el joven hacía una pausa, como quien busca las palabras menos dolorosas para anunciar una mala noticia. —Verá, Louis es un niño brillante con una gran capacidad de deducción. No escatima esfuerzos para ponerse al día. Sé que recibe ayuda fuera de la escuela. —¡Cierto! Todos los días voy a verlo un rato, y su hermana... —Marie Céline ya tiene novio y, tarde o temprano, hará su vida. Como antes hizo Catherine, como acaban haciendo todos. ¿No es cierto? —Sí, pero yo no pienso irme a ninguna parte. Ya he tomado mi decisión y ayudar a este niño es uno de mis propósitos. —Por supuesto que sí, pero hay muchas frustraciones que no podremos evitarle. Quiero decir que, por mucho que pongamos de nuestra parte, su realidad siempre nos superará, y no sé si eso le resulta positivo. —¡No me cabe la menor duda! ¡Es ciego, no corto de entendederas! —No se altere, que a mí no tiene que convencerme. —Perdone, me he dejado llevar... He visto infinidad de veces a muchachos como él mendigando en las escaleras de las iglesias, he constatado que son objeto de burla o, en el mejor de los casos, de lástima. Querría... —Sé lo que querría y yo también lo quiero. Me resulta muy duro pedir a los niños que miren a la pizarra y darme cuenta de que él obedece la consigna dirigiendo las pupilas empañadas de blanco en la dirección que marca el contacto de la tiza sobre la superficie. Como si siguiendo el rastro sonoro pudiera adivinar el trazado de las letras. Se me hace muy difícil no interrumpir la clase cada vez que él pone cara de no tener suficientes elementos para seguirla. Pero, si me detengo, los demás alumnos salen perjudicados... Por esto he pedido información. —No sé qué insinúa... —He hecho unas consultas; tengo amigos en la capital. Ahora ya lo sé con certeza: en París hay un instituto para niños ciegos, donde utilizan un método especial para enseñarles a leer. ¿Se lo imagina? —Suponiendo que así fuera... Los Braille no pueden costearse un lugar como ese. ¡Las penurias de estos años nos han afectado a todos! Hay muchas necesidades en la comunidad, y nuestra parroquia, aunque quisiera, tampoco podría hacerse cargo... —No me habría atrevido a exponer la situación sin tener ningún as en la manga —reconoció el maestro mientras sus ojos rasgados y pequeños crecían hasta mostrarse más redondos, como si fueran el doble de grandes. El abad iba acercándose al maestro. Con la vista levantada hacia Bécheret y una expresión de sorpresa en el rostro, lo animó a seguir. —He ido de visita al castillo de los marqueses de Orvilliers. Entonces fue el religioso quien abrió los ojos como platos. Sin embargo, no quiso interrumpir al joven, que se regocijaba de poder transmitirle los resultados de sus consultas. —Usted sabe mejor que nadie que más de una vez han ayudado a personas necesitadas. Cuando se produjo la inundación... —Sí, sí, lo recuerdo perfectamente. Pero, por favor, no me tenga sobre ascuas. ¿Cómo ha ido? ¿Qué le han dicho? —Hemos convenido en que usted los visitaría y acabarían de hablar del tema, pero los he visto muy predispuestos a ayudar. No han tenido tratos directos con la familia, pero estaban al corriente del caso. Se habló mucho del accidente del pequeño Louis y la señora marquesa dice que lo conoce de verlo en misa. —¡Alabado sea Dios! —Todavía no he terminado, abad Palluy —añadió el maestro en tono enigmático. —Dígame, dígame —instó el religioso, visiblemente emocionado. —Se ve que en una de sus estancias en Versalles, el marqués fue testigo de una demostración increíble que lo emocionó. Un tal Haüy convenció a todo el mundo de que los ciegos son perfectamente capaces de acceder al conocimiento. —¿Y eso? No es ninguna novedad, no hay más que fijarse en Louis. —Déjeme acabar. Parece que el tal Haüy ha inventado un método para enseñarles a leer, y un grupo de ciegos lo demostró ante una sala llena de personalidades. —¡Esto es fantástico! —Por lo que me han dicho, en la sala había algunos escépticos que murmuraban que quizá se tratase de un truco. Existía la posibilidad de que los ciegos se hubieran aprendido el texto de memoria, claro está. Entonces Haüy le pidió a uno de aquellos tipejos que escribiera una frase. Después de repujar las letras sobre las gruesas hojas de papel y darles el tamaño correspondiente, los ciegos las leyeron sin dificultad. ¿Se imagina? Antes de que el abad tuviera la oportunidad de responder, Bécheret añadió: —¡No vaya usted a pensar que Haüy es un charlatán o un iluminado! Incluso el Journal de Paris se hizo eco del reconocimiento que le otorgó la Academia de las Ciencias por su labor a favor de este colectivo. ¡Y de eso ya hace treinta y dos años! —El Instituto del que me habla, ese de París... Entonces, ¿fue él quien lo fundó? —Él sembró la semilla. En 1786 fundó la primera escuela, que luego dio paso al instituto. El marqués no sabía mucho más, pero me ha asegurado que se informará al respecto. Está dispuesto a asumir los gastos de la beca y escribir a la dirección para solicitar la admisión de Louis. —¡Bendito sea! —exclamó el abad, abrazándolo y tragándose las lágrimas. —Nos queda una cuestión, que dejaré en sus manos. —¿De qué se trata? —Sin la autorización de los padres no podemos mover ningún hilo. —Yo hablaré con ellos. Es una gran oportunidad, no creo que pongan ninguna objeción. El abad volvió a su casa con el corazón desbocado. Esta vez no se entretuvo cavilando en las historias que se urdían detrás de las ventanas. Solo podía pensar en Louis; se imaginaba dándole la noticia y visitándolo en París, cuando ya se hubiera convertido en un hombre culto. De repente, refrenó sus pensamientos. Bécheret tenía razón; no convenía adelantarse a los acontecimientos. Habían encontrado la buena dirección, y harían las cosas bien. A pesar de su talante siempre optimista, aquella noche el abad no logró conciliar el sueño. UNA EDUCACIÓN Coupvray, finales de 1818 Las primeras nieves llegaron puntuales a Coupvray. Noviembre apenas había asomado la nariz cuando los rastros de verde quedaron ocultos bajo la blanca sábana que se había apoderado del paisaje, terca y silenciosamente, y se extendía por todas partes, cubriendo el pueblo y los campos, los caminos y las fuentes. Quince días antes había enharinado los suaves cerros donde pacían los rebaños, pero desde media tarde caía sobre techos y calles mientras Monique miraba desde la ventana y ponía voz al espectáculo. Louis quería saber todos los detalles. Sentado en su mecedora esperaba impaciente, con la mirada vuelta hacia la luz. Faltaban un par de meses para su décimo aniversario y, a pesar de que era un muchacho de facciones dulces y agradables, su rostro había perdido la expresividad que tenía de niño. Antoine Bécheret había hablado largo y tendido del tema con el abad Palluy. Quizá después de leerlo en Voltaire o en su querido Diderot; tal vez como resultado de sus lecturas, de la mezcla que se formaba después de cruzarlas con las opiniones propias. El maestro opinaba que los seres humanos se alimentaban del gesto, que imitaban actitudes sin darse cuenta. Así, ensayaban gestos y ademanes, o copiaban la forma en que los demás se apartaban los cabellos de la cara o movían las manos, siempre atendiendo al comportamiento de las personas de su entorno más inmediato. Louis se miraba a menudo en un espejo estéril, cuyo azogue no le devolvía ninguna imagen. Poco a poco fue olvidando que el mero hecho de fruncir la frente podía suscitar desconfianza, y lo letal que podía ser para el alma una simple mirada. Lo que nunca abandonó a Louis fue el enorme interés que tenía por las cosas. Una curiosidad que no paró de crecer. —¿La cumbrera del campanario ya está blanca, madre? —No, aún no. La nieve se desliza y se va depositando en la parte de abajo. —¿Y las ramas de los árboles? —¡Ya lo creo! Incluso alguna ramita ha cedido a su peso. —Explíqueme otra vez cómo brilla la nieve. —Lo hace cuando el sol la arrulla. Entonces luce tanto que deslumbra, como si fuera un río de luz. —Entonces, ¿te deja ciega? —Sí, no te deja ver. —Recuerdo la sensación, aunque pierdo la imagen por momentos. Y eso que me gustaría retenerla, pero se me desvanece sin remedio. Ayer, en clase, monsieur Bécheret explicaba la circunferencia, algo sobre los puntos más alejados. Yo entendí que siempre acabarían encontrándose. Supongo que debe de pasar algo muy parecido con eso que me cuenta. La oscuridad no es tan diferente a la luz; las dos cosas pueden resultar cegadoras. Monique escuchó a su hijo con devoción; el muchacho siempre la sorprendía con sus reflexiones. Sin embargo, a menudo la desarmaba. No supo qué decir, el dolor anidaba en su pecho. Louis oyó que su madre tragaba saliva y lo registró en su conciencia. Al benjamín de los Braille nada le pasaba desapercibido. Y, si bien era cierto que el tacto era la principal fuente de información de que disponía, los sonidos y los olores empezaban a completar aquel universo particular que se iba forjando día a día. Eran muchos los ratos que compartía con el abad. De sus lecciones, Louis rescataba un color para iluminar la paleta de grises que ocupaba sus párpados. Bebía cada detalle, cada matiz intuido; necesitaba poner nombre a cada una de las texturas para zurcir los pedazos de memoria, por la que aún se deslizaban algunas imágenes nítidas y claras. Mientras el niño se abandonaba a los recuerdos, la mujer del guarnicionero observaba la transformación del entorno. Ya no era posible distinguir los círculos de piedras que ribeteaban el jardín, ni tampoco el estrecho sendero que se perdía en la curva, justo donde empezaba el bosque. La nieve había cubierto la superficie hasta dejarla uniforme. Había rellenado grietas en las paredes y el suelo. La vida se adormilaba bajo su gélida caricia. Monique pensó que a ella le ocurría algo similar, pero ya no esperaba que ninguna primavera la despertara. A medida que su cabello también se vestía de invierno, el pequeño círculo se iba estrechando. Simon se mostraba más hosco desde la partida de su hijo mayor. No había accedido a admitir ningún ayudante y se pasaba el día en el taller. En cuestión de meses, Marie Céline también abandonaría el hogar. No obstante, aquel día, el guarnicionero pidió a su mujer que lo acompañara. —¿Ocurre algo? —preguntó Monique con semblante grave. —No quería comentártelo delante del niño. —¡Por el amor de Dios, habla! ¿Silou está bien? —Cálmate, no se trata de nuestro hijo mayor. Verás, hace unas semanas el abad me dijo que había ido con el maestro Bécheret a hablar con el marqués. —¿Y eso? —preguntó la mujer ante las constantes vacilaciones de su marido—. ¿Qué tiene que ver con nosotros? —Se trata de Louis. —¿De Louis, dices? No te entiendo. ¿Qué pasa con Louis? —Parece ser que en París hay una institución para niños ciegos y... —No sé adónde quieres ir a parar, pero nadie me separará de mi hijo —lo interrumpió Monique, apretando los puños. —¡No te pongas así, mujer! ¡Si ni siquiera me has dejado hablar! ¿Lo ves? ¡Después te enfadas porque no te cuento nada! —No lo permitiré, Simon —declaró Monique, dando media vuelta. El guarnicionero la sujetó del brazo para detenerla en su ascenso hacia la sala, que había abandonado apenas unos minutos antes. —Han recibido una carta. Nos esperan en el castillo, así que arréglate. —Por muy abad que sea, ni él ni el maestro, ni mucho menos el marqués, tienen ningún derecho a decidir qué es lo mejor para nuestro hijo. No es más que un niño y nos necesita. ¡No me hagas esto, Simon! —¡Necesita aprender un oficio!, ¿no te das cuenta? Nosotros ya no somos jóvenes y no siempre estaremos aquí para protegerlo. ¿Sabes qué destino les espera a los ciegos? ¿Lo sabes? ¡Si no hacemos nada al respecto, se convertirá en un paria de la sociedad! ¿Es eso lo que quieres para él? Monique se tapó las orejas con las manos. Por supuesto que lo sabía. Excepto los que pertenecían a una familia rica, los ciegos y tullidos solían acabar pidiendo limosna a las puertas de las iglesias o exhibiendo sus llagas y miserias para suscitar la compasión de la gente. Pero su Louis era inteligente y sus hermanas nunca permitirían que le ocurriera eso. Ya encontrarían algo para que pudiera ganarse la vida. Aquella fue, tras veintiséis años de matrimonio, la primera vez que Monique desoyó las órdenes de su marido. Simon pensó que lograría convencerla y aplazó la reunión para el día siguiente, pero al final le resultó imposible vencer la resistencia de su mujer y tuvo que ir solo. Entró en el castillo en compañía del maestro y el abad. A medida que se adentraba en la mansión y transitaba por pasillos alfombrados, el corazón le latía con más fuerza. Ninguno de los tres conocía el contenido de la carta y, en su fuero interno, se preguntaban si habían obrado bien al intervenir en el destino natural de Louis. Un sirviente los condujo hasta una estancia de techo alto y vigas anchas con tres paredes revestidas de tapices y cuadros. Los personajes retratados en los lienzos aparecían exquisitamente ataviados y con ademán satisfecho. En la pared del fondo, ocupada por una ancha chimenea, solo colgaba un enorme escudo de armas. La temperatura era muy agradable y al guarnicionero le resultaba extraño ver el paisaje cubierto de nieve con la zamarra en las manos. A una indicación del sirviente, a quien Simon conocía por haber hecho con él tratos comerciales, ocuparon las regias sillas, que parecían pequeños tronos dispuestos alrededor de la mesa. Sin embargo, al otro lado, un asiento principal mucho más lujoso esperaba al marqués. Los ojos de los tres hombres apenas habían tenido tiempo de recorrer aquel espacio tan diferente de aquel al que estaban acostumbrados cuando la puerta se abrió de nuevo. Para sorpresa de todos, era la marquesa quien, seguida de su esposo, se dirigía hacia ellos con una amplia sonrisa y gesto amable. Después de rogar que se sentaran de nuevo y olvidaran los cumplidos, extrajo de una bolsa de satén que llevaba colgada de la cintura lo que suponían era la esperada respuesta del director de la institución. El lacre estaba roto. —Esperaba que lo acompañara la señora Braille —dijo la marquesa, dirigiéndose al guarnicionero. —Me ha pedido que la disculpe, no se encontraba muy bien. —Entiendo su malestar, quizá más adelante... Hágale llegar mis respetos. Y ahora, imagino que estarán deseando saber el contenido de esta carta, ¿verdad? —preguntó, acercándoles el papel que sujetaba entre el pulgar y el índice. Cualquiera de las tres figuras habría podido responder afirmativamente, pero tenían la garganta seca, la boca pastosa y la respiración agitada. Un gesto de la cabeza bastó para iniciar la lectura... Distinguido señor marqués de Orvilliers: Acerca de la petición que hemos recibido de S. Ilma. intercediendo por su protegido Louis Braille, le comunicamos que la Junta Escolar ha decidido admitirlo como alumno en la institución que a día de hoy dirijo. No puedo sino agradecerle la generosa aportación con la que ha dotado al Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos y que revertirá, no le quepa la menor duda, en la renovación de las instalaciones para mejor aprovechamiento de los alumnos. Así pues, habiendo concedido a Louis Braille, de Coupvray, la beca solicitada, esperamos su ingreso el día 2 de enero de 1819. Quedo a su disposición, esperando la oportunidad de poder saludarlo personalmente. Dr. SÉBASTIEN GUILLIÉ París, noviembre de 1818 Monsieur Bécheret y el abad Palluy se abrazaron mientras se deshacían en alabanzas y muestras de gratitud hacia sus benefactores, al tiempo que Simon Braille imitaba torpemente el gesto de sus acompañantes. A pesar de que, ante su mujer, había defendido con convencimiento y empeño que aquella era una gran oportunidad para Louis, el corazón lo traicionaba y un sudor frío le empapó todo el cuerpo. Se estrecharon las manos y deshicieron el camino hasta el pueblo, no sin comprometerse a informar puntualmente de todo lo relativo al caso. Monique se ocupaba de los fogones cuando Louis anunció el regreso de su padre. —Noto el trote de Tauris bajo los pies. ¡Ya toman la curva! Aquel tipo de advertencias ya no sorprendían a la mujer del guarnicionero. Su hijo lo hacía tan a menudo que ella ni siquiera se molestaba en confirmar la noticia. Al cabo de unos instantes, se oyó el relincho del caballo a unos metros de la entrada. Monique soltó el perol y clavó los ojos en la puerta, con un nudo en la garganta que casi le impedía respirar. Había pasado buena parte de la mañana acompañando con rezos todas y cada una de las labores del hogar. Mientras tanto, imploraba que la respuesta de la institución que pretendía arrebatarle a su pequeño hubiera sido negativa. Sin embargo, la mirada de Simon confirmó el peor de sus temores. Con desazón, casi con desespero, buscó en el rostro de su esposo alguna señal que le insinuara lo contrario, pero fue en vano. —Mírame, Simon —rogó con voz queda. El guarnicionero desoyó su súplica y solo le dedicó un centelleo furtivo y huidizo. A pesar de que en ningún momento perdió la altivez del gesto, Monique habría jurado que su marido tenía los ojos enrojecidos bajo los párpados hinchados. —¿Alguien me puede explicar qué pasa? —preguntó el niño, ya sentado a la mesa. —¡Calla, Louis! —respondió Marie Céline. La joven ignoraba qué se llevaban sus padres entre manos, pero estaba segura de que en algún momento les estallaría en las narices. —¿Por qué tengo que callar? No creo haber dicho nada que pueda molestar. Me ocultáis algo y no acierto a saber de qué se trata. ¿Joséphine se encuentra bien? ¿Le ha pasado algo a... —¡Todos están bien! ¿Por qué no iban a estarlo? Ya te lo he dicho antes, Louis —insistió la hermana, dándole un codazo. El silencio también debe de tener un peso específico, si uno se detiene el tiempo suficiente para sopesarlo, o quizá también se pueda percibir a través de la piel, como la densidad de la niebla o el olor del miedo que muchos animales husmean en sus víctimas. Sea como fuere, bastaba con escuchar el ritmo de las cucharas al volver al plato de barro para recoger el caldo; no era el habitual, ni siquiera en alguien que siempre estaba tan hambriento como Louis. La sinfonía agrietada del choque de la madera contra el barro revelaba que algo no iba bien. —No hay nada de qué preocuparse. Louis tiene razón, he de daros una noticia. Una gran e inesperada noticia con la que Dios Nuestro Señor ha venido a... —No metas a Dios en esto —lo interrumpió Monique con una especie de cuchicheo. Acto seguido guardó silencio ante la mirada admonitoria de su marido. —Louis —prosiguió el guarnicionero—. Solo unos pocos privilegiados tienen la oportunidad de estudiar, si son ciegos, claro. —Lo sé, padre, y le estoy muy agradecido. Me esfuerzo al máximo para recordar las clases del maestro Bécheret y soy capaz de leer algunas palabras cortas al tacto. ¡Nunca olvidaré que fue usted quien me construyó el primer abecedario con tachuelas! —No hablo de aprender las letras como un niño pequeño o retrasado. Tampoco de entender cuatro cifras garabateadas. Me refiero a leer de verdad. A leer libros y saber de números. Tener la oportunidad de aprender un oficio que te permita valerte por ti mismo. Marie Céline abrió unos ojos como platos y una expresión de felicidad le transformó el rostro. —¿Volverá a ver? ¿Quiere decir que lo pueden curar, padre? Monique se tapó la cara con las manos al escuchar lo que ya hacía tiempo que ni siquiera se le pasaba por la cabeza. Sabía a ciencia cierta que su marido no se refería a eso y también que no podía mostrarse en contra para no acosar con dudas el entendimiento del niño. —Los señores marqueses de Orvilliers se han hecho cargo de tu educación, hijo. Ellos serán quienes afronten los gastos de tus estudios en París. —¿Se lo llevan a la capital? —preguntó Marie Céline, con los brazos flexionados y las palmas de las manos hacia arriba. —¡No, por supuesto que no! Ellos no se lo llevan a ningún sitio. Hay un instituto... —¿Un instituto en París? ¿Allí hay más ciegos como yo, padre? —¡Por supuesto! Hay muchos niños y jóvenes como tú, y me han dicho que todos aprenden a leer. Se ve que tienen libros especiales, ya te lo explicará monsieur Bécheret. —Pero, un momento. ¡Quiero saber cómo ha ido todo! Por favor, cuéntemelo desde el principio. Simon Braille fue comentando todo lo que había podido asimilar de lo que hombres más preparados que él habían mencionado. A medida que alguno de sus dos hijos intervenía, la conversación iba tomando un aire más festivo y el guarnicionero inventaba sobre la marcha aquello que quería creer, aunque no pudiera asegurarlo. Los tres iban dibujando un futuro glorioso para Louis y se pasearon por un París inexistente, aquel al que se referían las canciones de amor. Marie Céline le repetía una y otra vez que envidiaba su suerte y que no dudara ni un instante de que irían a visitarlo a menudo. —¡La gente del pueblo se morirá de envidia, madre! Tendré un hermano estudiando en un instituto de París. ¡Que Dios bendiga a los marqueses de Orvilliers! —Y a nosotros, que no nos abandone —respondió Monique entre dientes. —No esté triste, madre —dijo Louis, orientando hacia ella sus ojos vacíos. —La fecha prevista para que te presentes en el Instituto está cerca —intervino Simon. —¿Cómo? La voz de Monique sonó más segura al lanzar la pregunta. Su marido no respondió de inmediato, pero la tensión era incómoda y al final soltó... —El dos de enero. Está todo preparado. —¡Pero si es en plenas fiestas de Navidad! Esto no puede ser, de ninguna de las maneras, Simon. ¡Tienes que posponerlo! No vendrá de dos semanas ni de tres, supongo... —La voz de Monique iba perdiendo aplomo a medida que su marido negaba sutilmente con la cabeza, sin hacer concesiones—. Por lo menos, deja que celebremos su cumpleaños en casa. ¡Dos días no desbaratarán ningún plan! Si es necesario, ya hablaré yo con los marqueses. La conversación que Monique proponía no tuvo lugar y, a pesar de que poner impedimentos cuando el futuro te sonríe no parecía lo más sensato, monsieur Bécheret lo entendió. Para una madre resultaba cruel una separación tan inminente sin tener la oportunidad de una despedida serena. Así pues, el quince de febrero fue la nueva, y definitiva, fecha de ingreso de Louis en la Institución. A partir de ese momento, el tiempo pareció transcurrir de otro modo. Pasaron las Navidades todos juntos. Silou, a quien el negocio del brie le iba cada vez mejor, obsequió a su hermano con un queso de excelente calidad. —No creo que te hagan pasar hambre, pero nunca está de más tener algo para obsequiar a tus amigos o ganarte algún pequeño favor —añadió con picardía. A excepción de su madre, todos le rieron la gracia. Simon se mostraba mucho más relajado con su hijo mayor. La manera y el tono en que se dirigía a él eran muy diferentes de los que utilizaba cuando trabajaban juntos. Había un poso de admiración y reconocimiento que se convirtió en el mejor antídoto al dolor que oprimía el corazón de Monique. La pequeña Joséphine, que ya hablaba por los codos y no parecía tenerle miedo a nada, fue motivo constante de risas. La madre de la pequeña y Marie Céline intercambiaban confidencias acerca de la boda que iba a celebrarse en menos de cuatro meses. —Te dejarán venir, ¿verdad? —preguntó la futura esposa. Louis no supo qué responder. Su padre se apresuró a desviar la conversación y, con un gesto, dejó claro que aquel no era un tema apropiado. Sin objetar nada, nadie volvió a mencionar la cuestión. Cuando llegó la noche, Louis no pudo conciliar el sueño. Tampoco era su deseo hacerlo. Como un avaro, atesoraba momentos, fragancias, voces y ruidos para invocarlos cuando sintiera nostalgia de ellos. Concentrado en sentir, se empapaba del ambiente que rodeaba la vida familiar. Antes incluso de desprenderse de él, ya empezaba a echarlo de menos. La habitación que ocupaba tenía una salida al exterior, una especie de balcón con un pequeño huertecillo que aprovechaba el desnivel del terreno. Louis se calzó y se cubrió con la manta; el frío le abofeteó la piel clara y pecosa, y el niño dirigió sus ojos ciegos hacia el cielo. No podía saber si lucía la luna. La luz pálida del astro nocturno no dejaba ningún rastro que seguir, ninguna impronta en la piel. Dos lágrimas se le deslizaron por las mejillas. El invierno le parecía la estación más silente de todas. Ningún cricrí de los grillos y un solo gorjeo de pájaro, que le llegaba como un débil lamento. El resto era silencio. El rumor habitual de hojas y ramas también había enmudecido con la desnudez de la copa de los árboles convertidos en esqueletos. Los días y semanas siguientes no fueron sino un preludio de su partida. Louis se iba despidiendo del mundo que lo había visto crecer pero, a la vez, todos querían pasar con él el máximo tiempo posible. También quienes lo habían tratado con condescendencia mostraban ahora una actitud entre respetuosa e interesada con el niño. Gustave, su mejor amigo, lo acompañaba a todas horas. —Te escribiré a menudo. Seguro que alguno de los profesores os leerá las cartas, y también habrá alguien que pueda escribir al dictado, ¿verdad? —¡Ojalá! ¿Puedo pedirte un favor, Gustave? —¡Lo que quieras! —¿Podrías venir de vez en cuando a hacer compañía a mi madre? Mi hermana ya no estará y se sentirá muy sola. —¡Descuida! —Intenta animarla. ¡Yo vendré en verano, de vacaciones! ¡Y entonces tendré muchas cosas que contarte! —Te echaré mucho de menos. UN RASTRO DE NIEBLA Coupvray, 15 de febrero de 1819 El día de su partida el cielo presagiaba lluvia. Monique se levantó muy temprano para calentar la estancia, hornear el pan e ir a ordeñar las cabras. Después preparó los buñuelos preferidos de su hijo, dispuso la mesa con el mantel de lino, que reservaba para las ocasiones especiales, y puso la leche a hervir. Más tarde, como todos los días y a la misma hora, se dirigió a la habitación de Louis para despertarlo. Sin embargo, esta vez no lo hizo enseguida. Veló su sueño durante un rato y recorrió con la mirada a aquel chiquillo que estaba a punto de abandonar la infancia. Acarició los rizos del color del trigo maduro en un gesto que parecía repetido, pero que de algún modo resultaba nuevo, y le cuchicheó «buenos días» al oído. Antes de que el niño apoyara los pies en el suelo, Marie Céline ya había saltado sobre la cama y los dos se reían a mandíbula batiente. Monique los dejó solos. Al volver a la sala principal, el olor del tabaco de pipa le anunció que Simon ya estaba allí. El guarnicionero se encontraba sentado en el banco con la cabeza gacha y no alzó la vista del suelo al advertir su presencia. A un palmo del hombre descansaba una pequeña maleta de cuero que él mismo había cortado, cosido y ribeteado. Unas tachuelas relucientes decoraban la parte frontal. En ellas se leía «Louis Braille». Era preciosa. Desayunaron sin entablar ninguna conversación seria y, media hora antes de que las manecillas del reloj adoptaran la forma de un ave en vuelo, se pusieron en camino. La diligencia que iba a París hacía una de sus paradas a pocos minutos de donde vivían. Gustave lo esperaba en la esquina, y también salieron a su encuentro el alcalde y el abad, acompañados de un nutrido grupo de vecinos que se acercaron para decirles unas palabras y desearle suerte. Monsieur Bécheret no quiso perdérselo y permitió que sus alumnos acabaran la clase antes de tiempo. Todos los reunidos vitoreaban el nombre del benjamín de los Braille. Louis estaba emocionado y los iba saludando de la mano de su madre a medida que avanzaba y el ajetreo le permitía reconocer las voces. La diligencia llegó con una puntualidad poco habitual, pero el cielo seguía cubierto de negros nubarrones por los que de vez en cuando se filtraba un tímido rayo de sol que no alcanzaba a calentar los campos. El cochero, un hombre entrado en carnes de mediana edad, se protegía la boca con una bufanda. Las greñas que le sobresalían por debajo estaban húmedas, le moqueaba la nariz y desprendía una vaharada gélida con cada aliento. —¡Hace un frío de mil demonios! Son dos pasajeros, ¿verdad? —preguntó al ver el gentío que se había congregado en el cruce de caminos. —Sí, yo viajo con mi hijo —respondió Simon mientras ayudaba al cochero a colocar el equipaje en el tejadillo, donde había otros paquetes, fardos y una saca de correos. Una vez colocado, volvieron a cubrirlo todo con una lona. Louis, obedeciendo la voz de su padre, no se entretuvo con las despedidas. Monique observó el interior del vehículo desde una distancia prudencial. No estaba del todo segura, pero le pareció que la mujer que viajaba sentada junto a una monja era un ama de cría que, tiempo atrás, también había residido en el pueblo. Un anciano y un oficial del ejército eran los otros ocupantes. La puerta se cerró con celeridad para impedir que el frío invadiera el pequeño habitáculo, aunque fue imposible evitar que se instalara en el corazón de Monique. La mujer permaneció erguida, mirando el carruaje, durante un buen rato. Si alguien le dirigió la palabra, ni siquiera lo oyó. Se concentró en cómo las rodadas de la diligencia trazaban caminos nuevos en la nieve virgen, y en las crines de los cuatro caballos blancos que se fundían con el paisaje. Un rastro de niebla confundió los contornos a lo lejos, o quizá fue una lágrima que permanecía, trémula, en sus ojos la que le desenfocó los perfiles. MARGOT París, 15 de febrero de 1819 Margot Demezière pisó otro de los charcos pestilentes que plagaban el mercado de la place Maubert. A continuación se miró los pies y el dobladillo del vestido, completamente embadurnados, como si toda la materia viva que la rodeaba se hubiera propuesto impedirle el paso. Se levantó un poco la falda y avanzó de puntillas, no sin antes maldecir a su madre, que no le permitía llevar pantalones pero la enviaba a comprar mientras ella hacía la colada de algunas casas importantes de la rue Saint-Victor para sacarse un sobresueldo. El mercado no solo era uno de los lugares más sucios del quinto distrito, sino que allí también se concentraban todo tipo de malhechores, lo cual impedía que uno se fijara en los obstáculos que quedaban a ras de suelo; si no se andaba con ojo, podía llevarse un golpe inesperado o un susto aún peor. Y por eso Margot siempre acababa pisando los charcos; valoraba su vida y no era fácil conservarla en aquella parte de la ciudad, refugio de ladrones y viejos revolucionarios, escenario de conflictos sin causa, territorio de soldados en busca de rameras baratas. Cuando encontró una franja de suelo más limpio que la condujera hasta el puesto de la carne, se le acercaron tres niños que, a juzgar por la apariencia de su ropa, no daban la menor importancia a la suciedad que invadía el mercado. La chica los conocía bien; no era la primera vez que se unía al grupo para cometer alguna fechoría, que a menudo era idea de ella. Los demás la respetaban, incluso deseaban que saliera del Instituto de Jóvenes Ciegos de la rue Saint-Victor para poder tenerla como compañera de correrías. —¡Debes de parecerle muy sabrosa! Canard, el más espabilado de los chicos, rio a carcajadas cuando un perro con la piel cubierta de postillas se acercó a Margot para lamerle los bajos del vestido. Los otros dos, Pierre y Thomas, no eran tan descarados y se mantuvieron un tanto apartados. —Acompañadme si queréis, pero sin tonterías. Tengo que hacer un recado para el director del Instituto —respondió ella, después de hacer un amago de golpe en dirección a Canard. En aquella parte de la ciudad, el hedor era tan intenso que lo notó como una bofetada, como si hubiera decidido entrar por todos los poros e instalarse a vivir en su interior. Olía a pescado podrido, a excrementos de asno, a sudores acumulados durante toda una existencia. Margot intentaba no rozarse con nadie, procuraba evitar a las viejas desdentadas que salían al paso con la intención de vender cualquier cosa y a los borrachos que tendían el brazo por si alcanzaban a tocar la carne fresca del cuerpo de una chica. A pesar de que la suciedad y las moscas vejaban los alimentos que se ofrecían, los puestos estaban repletos de gente que hacía cola y, al menor desliz, se marchaban con la compra escondida entre la ropa, sin haber satisfecho su valor. El alguacil tenía mucho trabajo, pero a los tenderos no les resultaba fácil distinguir entre la multitud a quienes les habían robado. A esas horas de la mañana había tantos clientes que para averiguar hacia dónde se dirigían los descuideros había que observarlos un buen rato. —Hoy vendrá un nuevo alumno al Instituto, uno con muy buenas recomendaciones, me parece. Es el protegido de un marqués... —Vaya, otro de esos que no ve tres en un burro —dijo Canard, siempre provocador—. Un día te contagiarás y tú también te quedarás ciega. Te traeremos con una cuerda, a lo mejor así nos caen muchas limosnas... —¡Repítelo si te atreves! Margot estaba acostumbrada a las salidas de tono del chico y ni siquiera lo miró. Cuando llegaron ante el puesto de la carne, el vendedor los recibió como si fueran los mejores clientes de París. Le gustaba Margot y, a pesar de que era una chica más bien delgada y esmirriada, a veces, como por ejemplo ese mismo día, intentaba tocarla mientras le hacía insinuaciones. En esos casos ella le preguntaba si quería que el doctor Guillié cambiara de proveedor, y el hombre se hacía el despistado mientras se prodigaba en elogios hacia el Instituto de Jóvenes Ciegos. —Seguro que se trata de una broma —comentó con una risa nerviosa—. ¿Dónde encontraría monsieur Guillié tan buen material como en mi carnicería? —Vete a saber, seguramente en cualquier otro sitio —respondió Canard, interviniendo en la conversación y esquivando el pescozón que le caía encima. Margot desestimó la propuesta de los tres muchachos, que querían llegarse al Sena para intentar capturar alguno de los barbos que sobrevivían en sus aguas oscuras. Por nada del mundo iba a perderse la llegada de aquel nuevo alumno tan bien recomendado. Canard, decepcionado, se volvió a guardar el sedal en el bolsillo. —No sé por qué quieres pescar esos monstruos. Luego no hay quien se los coma, saben a mil demonios... Por toda respuesta, el chico se encogió de hombros, hizo un gesto con la mano a sus compañeros de correrías y los tres se alejaron ante la mirada de Margot. Con frecuencia la joven se temía que el día menos pensado no volvería a verlos, que los detendría algún policía y los llevaría al hospicio. Ninguno de ellos tenía la menor idea de quiénes eran sus padres y dormían cada noche en un lugar diferente, en los aledaños del mercado, expuestos a los que raptaban indigentes para venderlos después a la facultad de Medicina. En todo caso, eso decían las malas lenguas. Abandonó la place Maubert y enseguida se plantó en la rue Saint-Victor. Como tenía las piernas largas, abarcaba muchos adoquines a cada paso, lo cual la enorgullecía, igual que el cabello corto, la única concesión que había conseguido de su madre, debido a que en las calles menudeaban cada vez más las desapariciones de chicas con el pelo rizado. La rue Saint-Victor no era de las más estrechas del barrio, pero con los tenderos que sacaban los artículos a la calle y los artesanos que disponían en ella sus enseres, se hacía muy difícil andar. Muy de vez en cuando pasaba algún carruaje traqueteando, y entonces el espectáculo consistía en contemplar cómo esquivaba los obstáculos o, en el peor de los casos, las discusiones de los tenderos con los guardias que salían de la nada en el último momento. Margot se detuvo unos instantes ante el portal del Instituto y miró a ambos lados. Nada indicaba que la llegada del nuevo alumno fuera inminente; ni su padre, que trabajaba de conserje, había abandonado su puesto. Con un martillo en la mano y clavos grandes que le sobresalían de la boca, el hombre intentaba reparar algunas camas rotas, pero los clavos penetraban en la madera podrida como si los hundiera en harina y fueran a desprenderse con tremenda facilidad. —Tu madre te estaba buscando —dijo el bedel del Instituto con la mano sobrante en la nuca, como si buscara una solución a todas luces imposible. Los clavos que sujetaba entre los labios hacían difícil entenderlo—. ¿Ya quenes el encago que teguecho? —Ya tengo el encargo, sí. Pero no parece que la carne sea muy fresca. —Da igual, que tu madre haga la sopa más picante. El doctor Guillié solo la quiere para impresionar al padre del nuevo alumno y quedar bien con el marqués —respondió el bedel. Había dejado los clavos y el martillo a un lado, pero continuaba mirando los largueros de la cama con expresión dubitativa. —Quizá si pusieras tablones nuevos encima de los largueros, buscando las partes menos castigadas... —Sí, ya pensaba hacerlo, hija —dijo el bedel, distraído. Margot atravesó el patio interior mientras miraba las pequeñas ventanas que daban al mismo, pero ningún rostro la recibió. En horas de clase estaba prohibido deambular por el edificio. Detrás de una puerta tan baja que incluso ella tenía que agacharse para entrar estaban los dos aposentos donde vivía con sus padres; al lado, una mancha negra y ascendente delataba la única salida de humos. Cuando la madre cocinaba era muy difícil ver más allá de un palmo y la chica pensaba que eso los equiparaba a los alumnos ciegos que vivían en el Instituto. Por orden del director, la puerta del patio debía permanecer siempre cerrada. La disciplina era un asunto importante para el buen funcionamiento del centro, decía siempre, bajo cualquier pretexto. Debido a esta exigencia, Margot no se enteró del momento exacto en que Louis Braille llegó al edificio en compañía de su padre. Vichy, julio de 1848 Cuando ella no está conmigo todo resulta mucho más difícil. Escogimos esta estancia porque se encuentra muy cerca del lugar donde las aguas brotan con libertad desde tiempos inmemoriales. A saber lo que cuesta sufragar los gastos, pero no parece que eso suponga un problema. El dinero, o la falta del mismo, ha condicionado mi vida; sobre todo la de quienes me rodeaban. Yo me conformaba con poco. Si no podía comer carne, mondaba patas de pollo y me quitaba el hambre con borrajas y patatas hervidas. Si no podía permitirme un buen abrigo, me contentaba con una vieja manta que me ayudaba a entrar en calor. Lo que me importaba era mi método, los alumnos, el objetivo que siempre me ha impulsado a seguir adelante sin tener en cuenta las dificultades físicas o materiales. El resto quedaba en manos de la providencia. Y la providencia volvió a manifestarse hace unos meses en forma de mujer, cuando más la necesitaba. En este momento, no puedo por menos que admitir que esta estancia en Vichy me hace cada vez más feliz. Cuando le robo un poco de paz a la enfermedad, ratos sin toser, sin dolor, experimento algo cercano a la dicha. Quizá se trate solo de una falsa impresión, pero hoy me siento menos desvalido y he llegado a pensar que con el tiempo... quién sabe. Esta idea me anima y me ayuda a tener más seguridad en mí mismo. De alguna manera, me reconcilia con una juventud que siento que ha pasado de largo injustamente. Con esta confianza, he hecho acopio de todas mis fuerzas para salir del espacio que hoy se me presenta como una madriguera. He bajado las escaleras calculando la altura de cada peldaño, he cruzado la calle para andar los pasos que me separan de mi destino por la acera de enfrente, siempre menos concurrida. Es el camino que me he aprendido. Tan solo necesito sortear la tienda de ultramarinos, el carro que sale a veces del segundo portal e invade la calle. Cuando oigo las voces quebradas de los enfermos que aguardan su turno, sé que he llegado a mi destino. Sin embargo, muchos de ellos cambian el tono al ver que un ciego entra sin más en el edificio y que quienes trabajan allí se apresuran a ayudarlo. Sin duda, el dolor intensifica la envidia, y cuando alguien se ve obligado a esperar, los privilegios ajenos se contemplan como un insulto. Los jueves tengo vía libre hasta los baños donde toman las aguas los que pueden costeárselo. Quizá los vapores de estas aguas no obren ningún milagro, pero alivian los síntomas de mi afección. Cuando me sumerjo en ellas, siempre acabo pensando que la curación es posible, que la sensación de ahogo desaparecerá de una vez por todas, que hay un futuro en que se me permitirá vivir sin dolor. —¿Necesita algo más? ¡Soy Pierre! —¿Está cómodo? ¡Soy Antoine! Esto es lo que me preguntan los chicos que se encargan de mí. Saben que hay una señora acaudalada que me avala, que los recompensará más tarde si hablo bien de sus atenciones, lo cual hago a menudo, aunque solo sea porque me siento satisfecho. Más tarde, cuando mi cuerpo empieza a pensar que permanecer entre los vapores de estas aguas es una especie de paraíso que se me ha concedido, alguien me saca de la balsa, me seca, me viste. Apenas puedo reaccionar ante tantas atenciones. Me pregunto si me he quedado dormido por el calor y solo presto atención para escuchar las palabras deseadas... El hecho de saber que ha vuelto consigue sacarme de la modorra y me esfuerzo por acompañar con gestos útiles las maniobras de mi ayudante. Después, levanto la barbilla y, con toda la desenvoltura de que soy capaz, llego a la sala con una sonrisa. —¡Bienvenida! —Bienhallado. Ella me responde con la misma picardía con la que yo he formulado el saludo. Por la forma de modular la voz, intuyo que sus palabras han ido acompañadas de una leve reverencia. Divertida, me dice que hago trampas y yo sonrío de nuevo. —¡Me muero de ganas de saber cosas de París! ¿Te han ido bien todos tus negocios? —Siempre van mejor de lo que creo y es que, aunque viva cien años, no alcanzaré a explicarme cómo se han ido sucediendo los acontecimientos que me han traído a... Pero háblame de ti. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué tal el baño? ¿Te ha aliviado? —¡Considerablemente! ¡Pero yo he preguntado primero, no te vayas por las ramas! ¿Se ha calmado un poco la situación en la ciudad? Por favor, no me trates como a un niño. Me gustaría tener noticias de los amigos, del Instituto... —Esta vez no he tenido tiempo de averiguarlo. Lo cierto es que no quería dejarte solo otro día. —Lo sé. —No te preocupes, si hubiera pasado algo importante en el Instituto, seguro que nos habríamos enterado. Por otro lado, parece que la situación política ha cambiado un poco. Mucho me temo que no es para bien, pero... —¡Cuenta! —Las noticias son contradictorias, Louis. Donde algunos ven peligro, otros hablan de esperanza. Ayer, muy cerca de casa, una familia vino a ocupar un edificio que llevaba siete u ocho años deshabitado. Tenían miedo. ¿Recuerdas que a finales de abril, apenas unos días antes de venir a Vichy, todo el mundo hablaba del desfile de las tropas? —Algo oí decir, pero yo no estaba en mi mejor momento... —Pues, al parecer, ¡fue impresionante! —Pero, con el clima de inseguridad que ya había, ¿no resultaba arriesgado? —En ese momento la esperanza todavía se mantenía intacta. Por lo visto, estaba pensado como una celebración a la fraternidad. ¡Construyeron una tarima en la place de l’Étoile, en el Arco de Triunfo, desde donde el gobierno provisional fue testigo del paso de más de trescientos cincuenta mil fusiles y sables! —¡Eso son muchos soldados! —Sí, sí, eso mismo le he dicho yo a una mujer con la que he hablado del tema para informarme, pero ella se ha sacado del bolsillo un recorte de periódico y en el titular aparecía esta cifra, o sea que ha de ser cierta. De todos modos, lo que conmovió a esa mujer, hasta el punto de que me hablaba con lágrimas en los ojos, fue la forma en que se llevó a cabo. —No escatimes ningún detalle. Necesito mucha información para poder construir escenas a partir de palabras. ¡A mi manera, claro! La cosa es que si el lenguaje escasea, tengo que alimentarme de migajas. No sé si me entiendes... Ella dice que sí, buscamos un lugar a la sombra para disfrutar de un buen rato de conversación y, entonces, empieza a compartir conmigo lo que le contaron el día anterior, sin saltarse nada. Quizá pasado por su propio tamiz, tal vez poniendo de su cosecha, de manera más o menos consciente, o pronunciando las palabras que más me llaman la atención para recrearse en la experiencia, vete a saber... —Según me dijeron, el sol de la primavera iluminaba la inmensa avenida que va desde el Arco de Napoleón hasta el Palais des Tuilleries, reflejándose en los cañones, los cascos, las corazas y bayonetas de la Guardia Nacional y de las tropas colocadas por baterías. Sin duda, debía de resultar impresionante ver los escuadrones ocupando los Champs-Élysées y la place de la Concorde. Las noticias hacían referencia a dos columnas; una se extendía hasta Berci y la otra por los bulevares hasta la Bastilla. —¿Y los parisinos? —Al choque de las armas y al relincho de los caballos se sumaban manifestaciones de alegría. Se respiraba el entusiasmo y el bienestar de un orden social reconquistado. La sensación era que el pueblo había llegado a ser ejército y el ejército, pueblo. —No es difícil imaginar a la masa contagiada del nervio que imprimen los tambores o las marchas militares. —¡Cierto! Y cuando los gobernantes, de pie, saludaban a las legiones, les distribuían las nuevas banderas de la república. Pero de lo que más hablaba aquella mujer, absolutamente cautivada por lo que había visto, era de cómo los árboles y los jardines de las proximidades de París se quedaron sin ramas ni lilas. —¿Cómo dices? ¿Qué tiene eso que ver? —Las usaron para adornar los fusiles y los cañones. ¡Las bayonetas llevaban guirnaldas de flores! ¿Te imaginas? Y, cuando llegaban a la tarima donde se encontraban los miembros del Gobierno, las mujeres, los niños y los soldados sacaban los ornamentos de los cañones y de los fusiles y se los lanzaban como una lluvia de flores. El pueblo clamaba a favor de la República. También vitoreaban a Lamartine. —¡Lamartine! Gracias a él dejamos de caer como ratas. Sin su favor nunca se habría conseguido el traslado al nuevo edificio del boulevard des Invalides. —Detrás de los batallones marchaba una multitud de viejos y de mujeres con sus hijos en brazos; también se veían carros cargados con enfermos y pobres de los pueblos de los alrededores. El desfile con antorchas se prolongó hasta las once de la noche y el día siguiente continuaron. El titular de Le Figaro rezaba: «El pueblo de París ha vuelto a casa convencido de la resurrección de la patria y de la sociedad.» —Después de todo lo que me cuentas, ¿cómo ha podido liarse todo de este modo? —Yo, de política, no entiendo nada. Pero, por desgracia, conozco la bajeza humana, la ambición... Al final, el rey Luis Felipe tuvo que huir. ¿Puedes creerte que, para hacerlo, asaltó un coche lleno de mujeres? —¿Asaltar, dices? —¡Hizo que bajaran del coche para subir él y salió por patas! Madame De Joinville estuvo allí y me ha dejado de piedra con su relato. —No sabía que conocías a la De Joinville. ¡Qué amistades! —Si quiero que funcione la fábrica de cerámica... Bueno, digamos que tengo que hacer vida social. —No te lo reprocho. Cada cual escoge sus compañías. —Como yo en este preciso instante. —Touché! —Hace un sol radiante. ¿Quieres regresar a casa o andamos un poco? —Si es a tu lado, seguro que Dios me da fuerzas. Y, de paso, pondré los dientes largos a quienes querrían estar en mi piel. Le he mentido, claro está. Ya ni Dios es capaz de dármelas. Ahora que se ha marchado y me he quedado solo en la estancia puedo decirlo, mientras voy avanzando en este relato que se extiende más de lo que desearía. No sé si en algún momento tendrá que leer estas páginas. Creo que me sentiría humillado si supiera de mi debilidad, que de nada servirían a sus ojos los avances que estoy haciendo en la notación musical, ni tampoco el aprecio hacia ella que exuda cada frase. Solo espero vivir el tiempo suficiente para terminar este tipo de memorias fragmentadas que me he propuesto escribir. No para hablar de mi vida, sino para alabar a todos aquellos con quienes la he compartido. Si ese es el propósito, los años de adolescencia que pasé en el Instituto, los esfuerzos para encontrar la manera de comunicar mis ideas al mundo, fueron los más importantes. Y, entonces, casi de repente, el mundo quedó prácticamente circunscrito a las paredes desconchadas del edificio de la rue Saint-Victor... RUE SAINT-VICTOR París, 15 de febrero de 1819 El coche correo los dejó en la place du Trône, pero tan lejos de la rue Saint-Victor que Simon y su hijo tuvieron que realizar varias indagaciones antes de pisar el quinto distrito. Este recorrido les mostró una ciudad que había ido a más durante los últimos años, sobre todo a raíz del reinado de Luis XVIII, y donde las diferencias sociales se extremaban con cada día que pasaba. Si en un primer momento vieron a gente ociosa y elegante, en cuanto cruzaron el Sena el ambiente cambió de forma radical. Los barrios antiguos de París aparecían repletos de personas de muy distinta condición; las casas viejas y la colada que ondeaba con el viento del oeste, los tenderos agresivos y los ladronzuelos apostados en las esquinas, al acecho de la primera oportunidad, hicieron que Simon aguzara todos los sentidos para proteger la integridad de su hijo. Mientras aferraba la mano de Louis con toda la firmeza de la que era capaz, pensaba que Monique se habría sorprendido favorablemente ante el París de los bulevares, pero que al llegar al barrio donde se encontraba el Instituto de Jóvenes Ciegos habría puesto el grito en el cielo, y no solo porque los zapatos y los calcetines de su hijo, escogidos con tanto esmero, ya no fueran más que una amalgama de barro, nieve pisada y otras sustancias de imposible descripción. El mismo Simon, que había vivido en Meaux durante su juventud y no era una persona remilgada, estaba asustado ante la representación del infierno humano que se mostraba frente a sus ojos. Los perros se peleaban por lo que no eran más que restos de materia, pero los niños, indistinguibles de los animales por los colores de su ropa y las costras de la piel, no guardaban las distancias si pensaban que el bocado valía la pena. Louis se cubría la nariz con la manga ante el olor pútrido que se extendía a sus pies, como si anduvieran sobre una alfombra hecha de miserias. Alguien les dijo que estaban muy cerca de su destino y Simon respiró hondo, a pesar de que había evitado hacerlo desde la salida de Coupvray. La rue Saint-Victor no parecía muy distinta de las que habían visto a lo largo del trayecto y se le encogió el corazón. Sortearon carretas y puestos hasta encontrar el edificio, cerrado a cal y canto. Destacaba entre las casas destartaladas que lo rodeaban, aunque un poco más allá se adivinaban otras más regias. Cuando Simon acercó la mano a la aldaba, oyó un ruido procedente del interior y alguien abrió apenas una rendija sin decir nada. Al cabo de pocos segundos, padre e hijo entraron en el edificio. La primera impresión fue de oscuridad, y un olor a humedad sustituyó al de la calle. No era la humedad limpia y fresca de los campos de Coupvray; Louis lo advirtió enseguida. Se mezclaba con olores que no era capaz de reconocer, quizá como en aquel refugio subterráneo al que había ido una vez en compañía de su amigo Gustave. Les salió al paso un hombre que llevaba un martillo en las manos. Se sacó los clavos de la boca y les dijo que el doctor Guillié los estaba esperando; a continuación los guio por una puerta lateral y un pasillo muy largo que se abría a una estancia espaciosa y bien iluminada. En el extremo opuesto de la habitación había una mesa y un estante lleno de libros y papeles, algunos de los cuales se derramaban en cascada sobre el suelo. El hombre del martillo les indicó otra mesa de mayor tamaño con cuatro sillas y preparada para la comida con que se quería agasajar a los invitados. De entre las sillas, vulgares y con el asiento de paja, destacaba una con el respaldo de madera tallada; Simon Braille asoció enseguida que se trataba de la que habitualmente acompañaba el puesto de trabajo. Los candiles eran suficientes para iluminar el espacio, pero quedaban demasiado lejos de la mesa principal. En cuanto el conserje los dejó sentados, asegurándose de que Simon ocupara la silla principal, salió del aposento. Padre e hijo se quedaron un buen rato esperando mientras intentaban no pensar en el alivio que sentirían si decidían abandonar aquel edificio y regresar a Coupvray. Todavía estaban a tiempo de regresar juntos en el coche de la tarde. La presencia de dos hombres los pilló por sorpresa, como si los hubieran despertado de un sueño. Uno de ellos, alto y delgado, llevaba un bastón en las manos, pero cuando el guarnicionero se fijó con más detenimiento descubrió que no era más que una vara, y parecía de abedul. El otro era más bien grueso, y su altura quedaba por debajo del respaldo de la silla principal. —Entiendo que es usted monsieur Braille, y este debe de ser su vástago, el pequeño Louis —dijo el hombre grueso mientras Simon se levantaba con dificultad debido al peso de la silla. —Sí, en efecto, y usted es... —El doctor Guillié, director de esta institución —respondió el hombre alto con ironía manifiesta, como si el dato resultara evidente—. Y yo soy Pierre-Armand Dufau, profesor y tutor de su hijo. —Pero siéntense, por favor —intervino Guillié—. Enseguida nos traerán la comida, ¡a estas horas deben de tener el estómago en los pies! No está servida porque no sabíamos cuándo llegarían. Con estas diligencias de provincias es imposible prever nada. El director dio ejemplo y se sentó junto a Louis poco antes de acariciarle el cabello. Lo hizo de manera superficial, como en un gesto de obligada cortesía. Acto seguido, se presentó una mujer de aspecto acalorado y con manchas de hollín en la cara. Depositó sobre la mesa una bandeja con patatas hervidas y otra con carne condimentada con especias. —Espero que quede satisfecho —dijo el doctor Guillié, sin precisar si se refería a la elección del Instituto o a la comida que había dejado la sirvienta. Pierre-Armand Dufau hizo ademán de servirse, pero el director lo fulminó con una mirada que lo dejó clavado en el asiento. El guarnicionero había captado el mensaje y el plato de Louis fue el primero que quedó a rebosar de tubérculos y carne; al niño se le hizo la boca agua, a pesar de que algo le decía que el apetitoso aroma era engañoso, tal y como su padre no tardó en comprobar. La labia de Guillié impidió que padre e hijo pensaran demasiado. —La elección del señor marqués ha sido la correcta —continuó el director—. Nuestra institución no tiene parangón en Francia, brinda a los alumnos una oportunidad ante el terrible destino físico y moral que comporta la ceguera... —Louis es un muchacho muy inteligente —se vio obligado a replicar el guarnicionero—. Conoce los rudimentos de las letras, y su maestro, monsieur Bécheret, asegura que aprovechaba al máximo los conocimientos que se impartían en clase. —¡Ay, amigo Braille! Tendría que ver cuántos de nuestros alumnos entraron enarbolando estas características, pero no salieron airosos en su aprendizaje. De todos modos, no dude de que, si realmente este muchacho sigue con atención las enseñanzas de sus profesores, al final podrá aprender un oficio con el que ganarse la vida con modestia. —No se trata solo de eso, espero —dijo Simon, nervioso ante unas palabras tan poco alentadoras—. Mi hijo tiene posibilidades, y no lo creo solo yo, sino también su maestro y el abad Palluy. —Ojalá, ojalá, amigo mío. Ya le habrán dicho que tenemos una biblioteca muy especial y técnicas específicas para que puedan aprender a leer. Pero, desgraciadamente, son pocos los espíritus inquietos que sobreviven a su desgracia. Se necesita esfuerzo y constancia, además de una mente clara, y la mayoría son unos vagos acostumbrados a remolonear. Sabe a qué me refiero, ¿verdad? —Sí, desde luego. Simon Braille había dado la razón a ese hombre por mera educación, pero en ese momento se planteaba muy en serio coger a su hijo y marcharse de aquel lugar para siempre. Pero ¿qué diría a su mujer? ¿Y al maestro y al abad, que tanto se habían esforzado para que Louis tuviera una oportunidad? El marqués, por otro lado, se mostraría de lo más ofendido si rechazaba su ayuda; quizás incluso retiraría el apoyo que brindaba a otras personas necesitadas del pueblo, y acabarían pagando justos por pecadores. Miró a su hijo con una sonrisa, como si temiera que este fuera capaz de captar lo que pensaba realmente. Louis tampoco se había acabado la carne, pero su expresión era la viva imagen de la esperanza. Saldría airoso. Por muy dura y lóbrega que fuera aquella institución. Si había alguna posibilidad, sería capaz de sobreponerse y sacarle provecho, tal y como había pasado hasta entonces con todos los intentos que tanto él como sus padres, sus hermanos, monsieur Bécheret o el abad Palluy habían llevado a cabo, siempre con éxito. LA MALETA, EL HATILLO Y UN AMIGO PARA SIEMPRE La puerta del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos se cerró tras Simon Braille, y su hijo, al otro lado, se estremeció de pies a cabeza. Aquel ruido de la barra metálica al chocar contra la madera fue realmente como el de la hoja de una guillotina que hubiese caído a plomo. El cordón umbilical se había cortado definitivamente y un sabor agrio le subió hasta la boca. Louis necesitaba, más que nunca, una mano amiga que lo guiara. Se habría conformado con un poco de calidez para no sentirse tan huérfano de repente. Pero nadie podía responder a un grito de auxilio que enmudeció antes de ser pronunciado. Con la espalda apoyada en la pared del pasillo, palpaba el vacío con dedos trémulos. No quería perder el contacto con su maleta, ni con el hatillo que su madre le había preparado. —¿Doctor Guillié? —llamó repetidas veces sin obtener ninguna respuesta. Con cada nuevo intento, la voz se le quebraba sin poderlo evitar. A fin de no perder el control, respiró hondo un par de veces, recordando las indicaciones que Marie Céline le daba cuando era pequeño y estaba asustado. Sin embargo, no se atrevió a moverse. Hacía mucho tiempo que el miedo no lo entumecía de aquel modo. Se preguntaba dónde estaba aquel hombre que, apenas hacía unos momentos, había prometido a su padre que se haría cargo de él. ¿Qué asunto lo había entretenido, o qué habría podido pasar para que lo hubiese abandonado a su suerte? Seguro que todo aquello tenía una explicación, se dijo, y continuó esperando. En pocos minutos quedó aterido y se encogió de hombros. Captaba ruido de pasos procedentes de distintas direcciones; también carrerillas por encima de su cabeza. Más lejos distinguió el batir de una puerta y el chirrido de bisagras. Louis intentaba hacerse una idea del lugar al que había ido a parar cuando alguien lo empujó... —¡Apártate, chico! ¡He de vaciar el carro y no tengo todo el día! —Perdone. ¿Podría decirle al doctor Guillié que lo estoy esperando? —¿Te refieres a monsieur Guillié, el director? —Sí —respondió Louis con timidez. —¡No me hagas reír! A mí no me está permitido hablar con nadie que no sea el conserje. Y tú tampoco tendrías que intentarlo; a no ser que quieras que te tachen de insolente y te apliquen un castigo, claro. ¡Esta gente no se anda con chiquitas, créeme! —Pero es que yo le conozco. Hemos comido juntos, con mi padre... —En tal caso no tengo nada que decir. Veo que llevas una maleta muy bonita... —Sí. Son mis cosas. Soy nuevo y estoy esperando que me acompañen a mi habitación. Si usted fuera tan amable de preguntar... Me llamo Louis Braille. Al chico le pareció que al hombre se le escapaba la risa, pero quería creer que el motivo no eran sus palabras, sino algo invisible a sus ojos. —Disculpe, ¿me ayudará? El desconocido no abrió la boca y Louis insistió en su ruego sin obtener ninguna respuesta. —¡Señor! ¿Sigue aquí? El choque de cajas y sacos tomó el relevo. La polvareda le hizo toser, pero enseguida un bulto topó contra sus pies y le hizo perder el equilibrio. Quiso recuperar su maleta a cuatro patas, pero fue en vano. Desorientado, con el hatillo en el regazo, se echó a llorar como un bebé. —¿Se puede saber qué haces aquí? —preguntó una voz que Louis identificó de inmediato como la del hombre que había acompañado al director en la mesa. —¿Monsieur Dufau? ¡Gracias a Dios! ¡No sabía adónde tenía que ir! El director... —¡El director tiene asuntos más importantes que hacer de niñera! —Perdone, monsieur Dufau —irrumpió el conserje—. Ahora mismo iba a acompañar al chico a su clase, tal y como me habían ordenado. Lo siento, me he entretenido terminando de preparar la cama donde tiene que dormir y pagando unos recibos. Se me ha hecho tarde... —No pasa nada, Demezière. Deje de lamentarse, que ya me encargo yo. El conserje dio media vuelta y el profesor, con gesto enérgico, invitó a Louis a seguirlo, depositando la mano del niño sobre su brazo flexionado. —Antes tengo que encontrar mi maleta, monsieur Dufau. Estaba aquí hace unos instantes —replicó el muchacho mientras movía los brazos en círculos. —No veo ninguna maleta. Quizá la hayas dejado en el comedor, seguro que la encontramos... —¡No me la he dejado, estaba aquí! ¡Estoy completamente seguro! —interrumpió Louis—. Es de cuero y lleva mi nombre. Me la hizo mi padre, no puede estar muy lejos. —Ya te he dicho que por aquí no hay ninguna maleta. Venga, que no tengo todo el día. Soy el responsable de los alumnos de segundo y los he dejado solos para venir a buscarte. Ya me has hecho perder suficiente tiempo, ¿no te parece? —Pero... Todo lo que tengo está dentro de esta maleta, la ropa, los quesos... ¡Pregúntele al hombre que descargaba el carro! ¡Él ha tenido que verla, a la fuerza! —¡Podrías haber empezado por ahí! ¡Mira que eres pardillo! ¡En París, quien no corre, vuela! Ya lo irás descubriendo. Dufau resopló con impaciencia. No le cabía la menor duda de que las pertenencias de Louis ya habían cambiado de mano. —¿Quiere decir que...? —Ni más ni menos. Louis no se lo podía creer. Caminaba en compañía de su nuevo profesor y dudaba de si lo que estaba viviendo era real. Todo resultaba muy diferente a como lo había imaginado, pero lo cierto era que ya no podía dar marcha atrás. Pensó que le convenía centrarse en el camino que debía recorrer, aprenderse los pasos hasta la clase... Todo ocurría demasiado deprisa y, de repente, deseó que llegara la noche para poder disfrutar de algún sueño esbozado por sus recuerdos, donde el mundo adoptara una presencia más amable. Imposible memorizar el camino. Daba la impresión de hacer eses, pero cuando el profesor le indicó que estaban delante de una escalera decidió contar los peldaños. Después del decimoséptimo escalón, su acompañante giró a la izquierda. El rellano se prolongaba ocho pasos más... —Ya hemos llegado. Por la manera en que la voz del profesor resonó en las paredes, Louis dedujo que se encontraban en un pasillo. Tragó saliva y esperó, aguzando todos los sentidos. Cuando Pierre-Armand Dufau abrió la puerta, el alboroto que reinaba dentro del aula resultó más evidente. Al cabo de unos instantes, una vara hendió el aire antes de emitir tres chasquidos consecutivos contra la mesa. Alguna carrerilla corta presidió un silencio denso. El profesor tomó la palabra... —Creo haberos dicho que no quería oír nada cuando volviera, pero ya veo que no os quedó claro. Vuestra conducta no es el mejor ejemplo para el nuevo compañero. ¿No os parece? Quince rostros titubeantes sondearon el espacio a la espera de alguna pista que les hiciera saber la posición que ocupaba el recién llegado. Aguzaban el oído, husmeaban. Un muchacho muy alto, sentado en la última fila, entornaba los párpados en un intento de adivinar una silueta a contraluz. Su rostro, contraído, se había convertido en una mueca grotesca que iba modificando los contornos sin conseguir su objetivo. —Una panda de inútiles, pero serán tus compañeros de clase, Louis. Espero que no acabes convirtiéndote en un burro más. Este es tu sitio. Una presión en la espalda condujo al chico hasta el pupitre situado en la segunda fila, al lado de la pared. Al sentarse, comprobó que compartía asiento con alguien a quien saludó con un tímido «hola», pero no recibió respuesta alguna. Como no había tenido tiempo de tomar medidas ni de familiarizarse con su nueva ubicación, se movió con torpeza y el hatillo que llevaba entre las manos rodó por el suelo. Antes de recogerlo, contuvo la respiración. El temor a que la vara lo golpease lo mantuvo inmóvil durante unos segundos. Después, consciente de que toda la atención se concentraba en él, dijo con voz queda: —Perdón. —A partir de ahora Louis Braille ocupará el lugar que dejó André Bracq. Espero que su estancia entre nosotros sea menos accidentada —dijo el profesor sin evitar un deje burlón—. Bueno, chicos, no me gustaría tener que lamentar la decisión de cubrir la plaza vacante. Necesitaré que alguno de vosotros se haga cargo del nuevo al acabar las clases. Louis volvió la cabeza hacia su compañero de pupitre, hasta entonces desconocido, pero el chico siguió sin abrir la boca. Al cabo de unos segundos, alguien que, según calculó Louis, estaba situado a cinco o seis metros de distancia, respondió... —Yo mismo, señor. —Muy bien, Gabriel. Que le den el uniforme y que ocupe la cama de Bracq. Ya sabes el procedimiento... Sin añadir nada más, monsieur Dufau retomó la lección donde la había dejado. Los nombres de los ríos de Francia no eran ninguna novedad para Louis, pero se guardó mucho de manifestarlo o de intentar alguna intervención que delatara sus conocimientos. Cuando la campana marcó el fin de las clases, se sintió rodeado por una muchedumbre de cuerpos. Preguntaban a coro y tenían diferentes timbres de voz, pero compartían un olor corporal rancio. Louis intentó responder aleatoriamente. Les dijo su procedencia y que acababa de cumplir diez años. También se refirió a su padre como un guarnicionero muy importante de Coupvray y alrededores y reiteró su preocupación por haber perdido la maleta que Simon Braille le había hecho expresamente. Cuando explicó las circunstancias de la desaparición, más de un chico se carcajeó. Mientras tanto, los demás pedían silencio para no perderse nada de lo que decía el recién llegado. —No te preocupes, ya nos encargaremos de que el viejo Jules te devuelva lo que te ha quitado —dijo alguien sin mucho convencimiento. —¿Habláis del hombre del carro? ¿Se llama así? —Sí, y los que lo han visto dicen que da miedo de verdad, que tiene la cara cubierta de pelo para ocultar las cicatrices que le dejó la viruela y vete a saber qué más. —No estoy seguro de que fuera él quien... Las palabras de Louis quedaron engullidas por la algarabía del grupo, que ya había dictado sentencia. Algunos pedían noticias del exterior, si conocía a este o a aquel otro de algún pueblo vecino. Él se esforzaba por encontrar respuestas mientras aceptaba con paciencia que manos desconocidas le exploraran el rostro o le palparan el cuerpo para calcular su altura y corpulencia, quizá para averiguar a quién tendrían que tratar. Louis no se atrevió a hacer lo mismo. —Será mejor que nos vayamos yendo. Era Gabriel Gauthier, que intentaba rescatarlo abriéndose paso a través de la barrera que lo tenía acorralado. No fue fácil librarse de aquellos compañeros curiosos, pero le pareció que el tal Gauthier sabía cómo lidiar con la situación. Louis se agarró a su brazo y enseguida supo que era un poco más alto que él, y también más fuerte. —Al principio seguramente te costará moverte por este edificio, pero todo es cuestión de práctica, ya lo verás —dijo el chico mientras conducía a Louis por pasillos que serpenteaban alrededor de lo que parecía un patio central. —Muchas gracias. —No tienes por qué agradecerme nada. Yo también encontré a alguien que hizo que mis primeros días aquí fueran más llevaderos. —¿Hace mucho tiempo que estás aquí? —Pronto hará dos años. Y, te lo aseguro, hay momentos en que todavía me cuesta hacerme a la idea. —¿Siempre habías vivido con tus padres? —Yo no nací ciego. Podría decirse que fue un accidente, no hace ni tres años. —¿Puedo preguntarte cuántos tienes ahora? —Trece, pero no se lo digas a nadie. Finjo ser mayor —añadió Gabriel en tono divertido. Fueron juntos hasta el lugar que denominaban enfermería, pero donde se hacía de todo, desde cortar el pelo a empapar la cabeza con alcohol cuando los piojos se convertían en una plaga. También servía para atar a quienes no acataban las normas. —Madame Zélie te buscará un uniforme que te vaya bien, y también unos zapatos —dijo Gabriel al llegar a la estancia. —Me gustaría conservar los míos. —Yo no protestaría. Normalmente no está de buen humor, y le dan mucho coraje los caprichosos. Pero allá tú. Louis tuvo suerte. Los dos pares que pusieron a su disposición no eran de su talla. Por lo que comentó la mujer, él era uno de los más pequeños de los más de sesenta muchachos que había en la institución. —Gabriel —dijo Louis, parándose. —Dime. —La madame de la enfermería me ha dicho que si no me ponía otra vez los zapatos que llevaba, tendría que conformarme con unos de niña. No sabía que también había niñas aquí. —Son menos, un grupo de veinticinco o treinta, eso he oído decir. Pero nunca hacemos nada juntos, las tienen al otro lado del edificio y ya está todo organizado para que no coincidamos, ni en el comedor ni en el patio. Cuando entré yo había mucho revuelo al respecto. Parece ser que, en el mismo lugar de donde venimos, en la enfermería, se atendió a una niña a la que se había practicado un aborto. Circuló el rumor de que era de uno de los chicos, pero yo siempre he pensado que algún profesor... —¿Cómo dices...? —¡No me hagas caso! No sé por qué te cuento todo esto. Mi madre siempre decía que era un deslenguado, y por lo visto tenía razón —dijo, intentando añadir un toque de humor. Llegar al dormitorio fue toda una odisea. Aunque Louis mantuvo la concentración durante los primeros momentos, después del relato de su compañero y algún que otro tropezón, perdió el sentido de la orientación por completo. —¿Dónde estamos, Gabriel? —En el tercer piso. Hay dos dormitorios, uno junto al otro. En teoría nos corresponde el de los pequeños. Dicen que a los dieciséis años te pasan al otro, pero, por lo que he podido comprobar, los profesores no cumplen ninguna de sus normas, y hacen lo que les da la gana. Si alguien de nuestro grupo no se porta bien, lo pasan a la otra habitación y viceversa. —¿Dormimos todos juntos? —Ya te lo he dicho, en dos habitaciones grandes. Unas treinta o treinta y cinco camas, depende. —No sé cómo me las apañaré... La voz de Louis desveló una fragilidad que conmovió a Gabriel. Con gesto protector, le pasó el brazo por los hombros y lo condujo hasta la cama de hierro que le habían asignado. —Ya te irás acostumbrando, como hemos hecho todos. Los primeros días no son fáciles. No te agobies, porque entonces estarás perdido. Ahora deja aquí tus cosas y vamos a cenar. —No tengo hambre, me duele la barriga y no sé si tengo fuerzas para deshacer el camino... —Intenta sobreponerte, Louis. En la selva, donde solo viven animales, los más fuertes dominan a los más débiles. Este tiene que ser el punto de partida si quieres sobrevivir. Tienes que conocer bien tus fortalezas y, mientras tanto, procura no llamar la atención y haz lo que se te pida. Louis asintió con la cabeza. Bajar las escaleras hasta llegar al comedor fue todavía más pesado. Ningún tramo guardaba proporciones ni simetrías. Aquel edificio parecía hecho a parches y era imposible predecir la altura de los escalones, ni la distancia entre ellos. —Procura no resbalar y no te alejes de mí —dijo Gabriel en tono muy serio. Durante las comidas, el suelo del refectorio se convertía en un charco que resultaba muy peligroso transitar. Lo habitual era que los ciegos tropezaran entre ellos y se derramaran el contenido del plato encima de la ropa, lo cual era motivo de peleas. Un par de supervisores se paseaban por el comedor poniendo orden, controlando a los más gamberros y también a los que tenían las manos largas, que aprovechaban cualquier descuido para afanar lo que podían. Raro era el día en que los vigilantes no tenían que intervenir en altercados de cierta importancia. Louis percibió dos veces el aroma a hervido que entraba por alguna ventana. Era un olor rancio, que no se parecía en nada al que desprendía la cocina de su madre. Anduvieron en línea recta mientras asimilaba la sensación; podía tocar las paredes de ambos lados si extendía los brazos. Cuando llegaron a la mesa, hizo caso omiso de los consejos de su nuevo amigo y engulló la sopa. Al cabo de unos instantes tuvo que contener las arcadas que le devolvían el líquido a la boca. Confuso, y ante la insistencia de un muchacho, cedió a este su ración de pan. Gabriel Gauthier no se separó de él en ningún momento y le iba dando las indicaciones oportunas. En el dormitorio no los habían puesto juntos; Louis ocupaba el lugar que había dejado libre el tal André Bracq, mientras que su nuevo amigo dormía en el otro extremo de la habitación. —¿Estarás bien? —preguntó Gabriel antes de ir a su cama. —Sí —respondió Louis con sequedad. —Intenta descansar y no le des demasiadas vueltas a la situación. Nos levantamos temprano. El hijo del guarnicionero no pudo pegar ojo. Tenía frío y miedo, además de añoranza. No podía imaginarse ni un solo día más en aquel lugar, ¡pero todo indicaba que tendría que pasar allí a saber cuántos años! Sentía aquellas presencias que acompañaban su soledad como una amenaza más que otra cosa. Su piel había perdido el rastro del olor de espliego con el que su madre lo perfumaba, y no se veía capaz de soportar el hedor de aquella sala, donde los bufidos y los ronquidos se mezclaban con algún que otro lamento. Louis lloró con la cabeza bajo la almohada. Recordaba su cama de sábanas limpias, a su madre preparando el horno para cocer el pan con la pequeña Joséphine correteando por la casa. Pensaba en su amigo Gustave, ¿qué le explicaría cuando volviera al pueblo? Intentó dejar la mente en blanco, pero lo asaltaron un sinfín de preguntas: ¿qué le había pasado al chico que ocupaba su cama antes que él? ¿Quién era su silencioso compañero de pupitre? ¿Qué habría hecho con su maleta el tal Jules? Quizás alguien la viera en un mercadillo y la devolviera a su dueño. Tal vez la comprara algún conocido. Quizá su hermano Silou también vendiera los quesos por aquellas comarcas. En el exterior, la niebla se cernía sobre los tejados de los edificios, envolviendo las claraboyas y las veletas; escondía muy cerca, con su claridad engañosa, la oscuridad turbia de las aguas del Sena. Pero nada de esto afectaba ya el sueño inquieto del joven Louis Braille. FRÈRE JACQUES París, marzo de 1819 Al cabo de dos semanas, Louis ya estaba más familiarizado con los horarios y normas del Instituto. Había aprendido a ir del dormitorio al comedor y del patio al taller sin desviarse demasiado del camino correcto. Todavía necesitaba concentrarse y contar los pasos con detenimiento, pero su amigo Gabriel le aseguraba que no era más que cuestión de tiempo. —¡El cuerpo también tiene memoria, Louis! —le repetía a la menor ocasión. ¡Como si no lo supiera! En Coupvray había aprendido a moverse prescindiendo de los mapas en relieve que le había confeccionado Silou, pero aquello era diferente: el miedo jugaba en su contra. Por la noche seguía sintiendo añoranza al recordar a su familia, en especial a su madre, pero ya no era un sentimiento tan doloroso. Y si bien era cierto que todavía se le humedecían los ojos, cierta dosis de orgullo le permitía sobreponerse a las adversidades. Ir al taller de cestería le reconfortaba. El profesor, al que todos llamaban afectuosamente monsieur Tor, era un hombre de unos cincuenta años que, por la manera de hablar y moverse, con pasos muy cortos, le recordaba al abad Palluy. Aquel maestro artesano no tardó en darse cuenta de que Louis Braille tenía unas manos prodigiosas. Sus dedos se movían gráciles e imprimían un ritmo natural a los gestos más rudimentarios que los dotaba de cierta elegancia. El nuevo alumno aprendía rápido, y en pocos días ya era capaz de trenzar tres varas y entrelazarlas alrededor de los dieciséis cabos sin equivocarse ni una sola vez. Mientras tanto, Louis aprovechaba para hablar de los anocheceres en el taller de su padre, clasificando cueros o haciendo flecos y, después, de cómo su hermana detallaba de cabo a rabo la pericia de las mujeres del pueblo cuando confeccionaban los cestos para depositar la uva en la época de la vendimia. Después los vendían en el mercado o los intercambiaban por productos que no podían cultivar en sus tierras. Si había algo que a Louis le gustaba de verdad era preparar el mimbre. Pensar en ello lo reconfortaba y, a veces, cuando el hedor a sudor y a orines le asaltaba, evocaba el aroma que desprendía la piel desnuda de la mimbrera. Entonces, aislado del barullo del taller, mientras doblaba las varillas o practicaba incisiones con bisel para insertarlas en el entrelazado, revivía momentos felices en Coupvray, junto al Marne. Y volvía a sentir bajo los pies el mimbre en remojo, sumergido en las aguas del río. Sacarlo y esparcirlo siempre era una fiesta, igual que las meriendas de pan con miel, en compañía de su amigo Gustave, mientras esperaban que se secase. —¿Louis? —¿Sí? —Me temo que ya ha tocado la campana —dijo monsieur Tor mientras le apoyaba suavemente la mano sobre los hombros, como quien no se atreve a despertar a alguien de un sueño. —Lo siento. Me había distraído. —No me importa que te quedes un rato más, eres mi mejor alumno y me gusta tu compañía, pero no querría que tuvieras problemas. Ya me entiendes... —No, eso sí que no me conviene lo más mínimo. Gracias. Muchas gracias, hasta mañana. El profesor le dijo que al día siguiente no había clase, que era domingo, pero Louis ya no lo oyó. Tenía toda su atención puesta en perseguir una melodía que lo había asaltado por sorpresa al entornar la puerta del taller. No era fruto de su imaginación. El sonido le había llegado de manera limpia y clara, quién sabe si a través de una rendija de la pared o colándose por debajo de alguna puerta; imposible averiguarlo. Aquella voz juguetona que cantaba Frère Jacques lo trastornó por completo. Era una melodía muy especial, un tipo de código secreto que compartía con sus hermanas. Con Catherine, a raíz del horror vivido aquel desventurado día de verano en que el soldado ruso les hizo tanto daño, y con Marie Céline ya la habían establecido poco después de que él perdiera la vista, cuando vivía atemorizado en un pozo de oscuridad y fantasmas. Había empezado como un juego, como una complicidad más, pero con el tiempo se había convertido en algo muy valioso. Ella siempre tarareaba la canción como señal de alerta. Durante la época de la ocupación también había resultado útil y era el último mensaje que su hermana le había susurrado al oído, antes de que él subiera a la diligencia, el día de su partida. —Aguza mucho el oído, Louis —le había dicho Marie Céline a continuación—, porque yo seguiré siendo tu ángel de la guarda. Era totalmente imposible que su hermana se encontrara en el Instituto. ¿Acaso corría algún peligro y ella lo avisaba desde la distancia? Trece, catorce, quince escalones subidos a toda prisa, un instante de pausa para prestar atención en el descansillo, pero nada. Louis esperó inquieto la hora del recreo para contárselo a su amigo. Cuando hubo escuchado toda la historia, el muchacho estalló en una risa ruidosa. —Crees que me falta un tornillo, ¿verdad? —No te lo tomes tan a pecho, Louis —se justificó Gabriel haciendo un esfuerzo para controlar la risa. —Ya veo que me he equivocado, no tenía que habértelo contado... —¡Espera, hombre! ¡Deja que te lo explique! Es ella. Le gusta este juego. —¿Ella? ¿De quién hablas? —De Margot, la hija del conserje y de una de las cocineras. —¿Es ella quien canta? —Sí. Dicen que trepa como los gatos, es más lista que el hambre y que tiene voz de ángel. —¿Cómo sabes todo eso? —¡Lo sabe todo el mundo! Quien más quien menos la ha oído cantar o ha captado su presencia en el comedor. —Pero ¿es ciega? —No, no lo es. Ayuda a sus padres y, como ellos, vive en un cuchitril que da al patio. Dicen que se mueve entre nosotros con mucho sigilo. Alfred y Édouard comentan cosas... —Tú siempre dices que esos dos no son de fiar. —Ellos son los reyes del día, nosotros los de la noche. Así funcionan las cosas aquí. Lo más sensato sería quedarse al margen, pero no es posible. Los dos bandos compiten a muerte ante las dificultades. Los que aún tienen restos de visión y pueden distinguir contornos o alguna mancha de luz nos sacan ventaja hasta que cae la noche. ¡Entonces, somos los amos! —¿Y dices que ellos la han visto? —Eso aseguran, y vete a saber cuántas barbaridades más. ¡Venga hombre, no es más que una niña! Si no nos damos prisa, no nos dejarán entrar en el comedor, y tengo un hambre que me comería un buey. Durante aquella comida y las siguientes, Louis no habría podido decir si a la verdura le faltaba sal o si los huevos estaban demasiado hechos. Desde que ponía el pie en el comedor hasta que salía de él, aguzaba los sentidos para captar cualquier indicio de la presencia de Margot. El contacto más sutil disparaba las alarmas. Incluso intentó tararear la canción en el mismo sitio donde la había escuchado aquel día al salir del taller. Buscaba una respuesta para verificar que todo aquello no era fruto de su imaginación, y albergaba la esperanza de que un poco de alegría volviera a salirle al encuentro. Margot apareció en su vida de la manera más inesperada... Era jueves, un día que todos esperaban con ahínco porque salían de paseo, una ocasión para respirar más allá de los muros y escuchar una banda sonora diferente a la que marcaba la rutina de la institución. Su destino siempre era el mismo, el Jardin des Plantes, un jardín botánico de extensión considerable que Louis ardía en deseos de visitar en primavera. Decían que el gran naturalista Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, había sido su director. A principios de marzo, a pesar de que pocas especies dejaban huella en el olfato de los chicos, el paseo por el recinto era un bálsamo que los vivificaba. El recorrido hasta el jardín no ofrecía ninguna dificultad, porque se encontraba en la misma rue Saint-Victor, paralela al Sena, siguiéndola hacia el este. Iban en parejas, agarrados a una cuerda provista de nudos equidistantes. A menudo eran objeto de burla o de alguna broma de mal gusto, y la chiquillería gritaba a su paso... —¡Mirad, ya pasa la cadena! Lo único que los distinguía de los galeotes era que no iban custodiados por gendarmes y que no eran más que niños. Aquel día costaba avanzar. La nieve que había caído durante la noche se acumulaba en las calles y la gente estaba nerviosa. Algunos abrían caminos a golpe de pala hasta las tiendas donde vendían sus productos, otros maldecían al constatar que las ruedas de los carros se quedaban atascadas y tenían que aligerar la carga. La doble hilera de chicos ciegos también había sufrido algún que otro contratiempo. —¡Estúpido! ¡No pienso volver a ir contigo! ¿No te dije que levantaras los pies y tuvieras cuidado? ¡Esta noche ya te pondré yo las peras a cuarto! Alfred y tres chicos más, entre ellos Louis, habían ido a parar al suelo, arrastrados por Joseph. Este muchacho, el silencioso compañero de pupitre de Braille, era un poco contrahecho y, a pesar de tener una mente brillante, sus extremidades no siempre obedecían los dictados de su cerebro. Se armó una buena entre los detractores de uno y de otro. La gente que pasaba, al verlo, se quedaba haciendo apuestas sobre qué grupo resultaría ganador. Pero los equipos se disolvieron como la nieve bajo la lluvia. Nadie sabía a ciencia cierta a quién se enfrentaba; los chicos se agarraban antes y después de golpearse, pero la voz no siempre anticipaba el siguiente puñetazo. Al dispersarse y perder el contacto con la cuerda, el caos fue absoluto. Los transeúntes se inmiscuyeron y, como si asistieran a un espectáculo de circo, formaron un círculo intentando abarcarlos a todos en el interior. Si alguno de ellos avanzaba y chocaba con los espectadores, estos lo empujaban al centro animándole a seguir. A los dos profesores les faltaban manos para controlar a un grupo tan numeroso, a campo abierto y con el gentío que intervenía en su contra. Louis, acurrucado en el suelo y protegiéndose la cabeza con los brazos, llamaba a su amigo, pero no era fácil hacerse escuchar en medio de aquel guirigay. De repente, una mano desconocida lo ayudó a levantarse. En un primer momento, debido a la confusión, Louis ni siquiera le dirigió una palabra de agradecimiento. Poco después, cuando notó una pared en la espalda, intentó controlar el temblor de su cuerpo. De manera casi imperceptible, alzándose apenas por encima del ruido que imprimía la sangre que le golpeaba en las sienes, oyó de nuevo cantar su canción... Frère Jacques, frère Jacques, Dormez-vous? Dormez-vous? Sonnez les matines! Sonnez les matines! Ding, dang, dong. Ding, dang, dong. —¡Margot! ¿Eres tú? ¡Por favor! Sin embargo, fue la mano férrea de un gendarme, sujetándolo con fuerza por el brazo, la que, atendiendo a los ruegos de los profesores, lo llevó de nuevo con el grupo, ya bajo control. Louis se quedó tanteando el vacío con una única palabra en la boca. —¿Margot? ¿PUEDO? París, abril de 1819 Las represalias fueron generalizadas. Durante un tiempo no se repartieron las cartas de las familias ni hubo nadie para escribirlas al dictado. Se suspendieron las salidas de los jueves hasta nuevo aviso y se castigó a media ración de pan a los responsables del motín. Joseph no recibió la paliza con que lo habían amenazado, pero cayó enfermo. A pesar de que era un chico silencioso, su ausencia en clase entristeció a Louis, que hasta entonces no había sido consciente de lo cálida y acogedora que resultaba su presencia. Siempre que podía, se escabullía al dormitorio para hacerle un rato de compañía, pero el chico no parecía mejorar. Algunos pidieron que lo trasladaran a la enfermería, pero nadie les hizo caso... —Tenemos poco personal y no se trata de ninguna urgencia —fue la respuesta de Dufau, quien aplicaba con mano férrea sus prerrogativas como subalterno del doctor Guillié. Por intercesión del profesor Tor, Louis obtuvo un permiso especial para estar con el enfermo durante las comidas. —Si no comes, te irás debilitando, Joseph. Tienes que esforzarte. Abre la boca, venga. Louis había incorporado al enfermo y lo había apoyado en una especie de almohadón hecho con dos mantas que, dicho fuera de paso, no olían nada bien. El chico temblaba de pies a cabeza y ardía de fiebre. —Deja que te ayude —dijo una voz femenina salida de la nada. Louis se asustó. La voz sonaba muy cerca, justo detrás de él. Notó un aliento tibio en la nuca. ¿Cómo era posible que no la hubiera oído llegar? Tenía el oído muy fino y no solían sorprenderlo de esta forma. —¿Margot? —preguntó, entre airado y confuso. —Sí. —¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has llegado? ¿Cómo es posible que...? —¡Uy, uy, uy! ¡Cuántas preguntas haces! —lo interrumpió la chica. —Es que... —No hay ningún secreto. Quiero ayudarte, nada más. Entonces, mientras Louis se afanaba por no perderse ningún detalle de lo que allí ocurría, la joven fue colocando varios objetos en el suelo. De repente, un aroma a hierba fresca lo invadió por completo. —¡Este olor me recuerda a mi casa! ¿Qué es esto? —Si no paras de hacer preguntas, esto será el cuento de nunca acabar —respondió risueña, mientras seguía manipulando algo dentro de su bolsa. —Vale, vale. ¿Puedo ayudar? —¡Mmmm! No, si al final tú y yo acabaremos entendiéndonos —dijo Margot con desparpajo—. Quítale de encima esos andrajos y frotémosle el cuerpo con agua fría. Hay que bajarle la temperatura. Después lo pondremos sobre una sábana limpia que le he cogido a mi madre. Pero hay que devolverla cuando se ponga bien, ¿vale? Es que si se entera... —¡Sí, sí, no te preocupes! Louis y Margot trabajaron coordinados, como si en una reunión previa se hubiera determinado quién haría qué. Joseph cooperaba poco y su cuerpo, delgado y desmadejado, no oponía la más mínima resistencia, aunque a veces se le escapaba un gemido entre los labios resecos. Los dos estaban muy cerca y a menudo se rozaban cuando sus brazos se cruzaban. Louis pidió perdón la primera vez, después no fue capaz de controlar el rubor de sus mejillas, sonrojadas como si estuviera junto al fuego. Ella rio para sus adentros. —Tengo frío —murmuró el enfermo, mientras tosía y se convulsionaba con el torso desnudo. —Extiende las manos, Louis —indicó Margot con cierta urgencia. El chico obedeció y enseguida notó en las palmas una sustancia húmeda de intenso olor. —Ponte sobre él e intenta contenerlo sujetándole los brazos con las rodillas. Yo te ayudo —indicó Margot, esperando que Louis completara la operación con éxito—. Ahora, frótale bien el pecho con esta pomada. Es untura blanca. La hace mi madre con esencia de trementina, claras de huevo batidas, agua de lluvia y el ácido del vinagre. ¡Es milagrosa! Ya verás como le ayuda a respirar. Los dos chicos permanecieron en silencio mientras Joseph parecía relajarse gracias a aquel aroma. Antes de abandonarse a un sueño reparador, les dio las gracias con un hilo de voz. —Se ha dormido, ¿verdad? —preguntó Louis al percibir la rítmica respiración de su amigo. —Sí. Permanecieron el uno frente al otro durante un rato. Louis intuía los ojos de ella paseándose por los suyos y echó de menos, con una fuerza inusitada, poder hacer lo mismo. Entonces, haciendo acopio de todo el valor que fue capaz de reunir, le preguntó: —¿Me dejas que te toque el rostro? Margot tragó saliva un par de veces, sin decir nada. ¿Muda? ¿Ella sin una ocurrencia rápida e ingeniosa? ¿Qué diantres le estaba pasando? —¿Puedo? —insistió Louis. —Sí, sí. ¡Claro que sí! Un haz de luz cayó sobre las tres figuras. Era un sol tibio de comienzos de primavera que los acariciaba sin deslumbrar. Margot atribuyó a la calidez de esos tímidos rayos el escalofrío que le recorrió la espalda y que se perdió en su bajo vientre. EL MÉTODO BARBIER París, 1819 Muy lejos quedaba aquella conversación con el comandante Lepage, cuando años atrás le había pedido su apoyo para contactar con las altas instancias militares. También formaban parte del pasado los diversos inventos que Charles Barbier había llevado a cabo sin gran éxito durante los últimos años. La oportunidad que se le había presentado era extraordinaria y llevaba semanas concentrado en su correcta realización. Con este objetivo, había instruido a lectores y había intentado perfeccionar al máximo su escritura nocturna, convencido de que era una técnica que podía salvar muchas vidas. La posteridad le reservaría un lugar en sus panteones más gloriosos. A pesar de ello, esa noche Barbier había dormido mal y se había despertado varias veces con los puntos de su sistema rondándole la cabeza, como si, después de tan exhaustiva preparación, pudiera olvidársele algo que diera al traste con todas sus esperanzas. Nada más levantarse se dirigió a la mesa de su despacho para revisar todo el material que le ayudaría a mostrar su ingenio en Francia. Se concentró tanto en esta tarea que el teniente de infantería Marcel Duillon tuvo que llamar repetidas veces a la puerta de su casa antes de que Barbier abandonara sus cavilaciones. Incluso cuando estrechó la mano del teniente, Barbier tenía la cabeza en otra parte. Le preocupaban algunas críticas que había recibido, pero quería creer que las opiniones negativas acerca de la complejidad de su método se debían a la estrechez de miras que se manifestaba en todas las sociedades. La escritura nocturna suscitaría admiración entre los altos mandos que iban a reunirse en el Champ-de-Mars, y era buena señal que la demostración se hubiera incluido en los actos que se organizaban en las exposiciones industriales, tan influyentes en los últimos años para tomar el pulso a los avances científicos. El teniente Duillon era un personaje oscuro, sospechoso de un comportamiento poco claro en la batalla de París de 1814, cuando algunos lo habían tildado de desertor. Era también el oficial de mayor rango que se había ofrecido a ayudarlo en la demostración. No cabía duda de que Barbier poseía un gran sentido práctico, así como un intenso deseo de seguir adelante a pesar de las dificultades. —Pensaba que lo había olvidado —dijo el teniente en cuanto traspasó la puerta de la casa. Daba la impresión de que la espera lo había ofendido, pero Barbier ya conocía su carácter. —¿Cómo iba a olvidarlo? Será un día glorioso... También para usted, por su colaboración... —añadió mientras pedía con un gesto la casaca del recién llegado. El teniente dijo que, si no habían de tardar mucho en marcharse, prefería dejársela puesta, de modo que Barbier se apresuró con los papeles, los pañuelos de fieltro negro y las plantillas que llevaría en el acto. Había quedado también en el Champ-de-Mars con algunos amigos, dispuestos a examinar el método y hacer una lectura a ciegas. Sin embargo, en el fondo no confiaba mucho en ello; Duillon era el único que se había mostrado capaz de hacerlo sin problemas. Con todo el material bien protegido dentro de un maletín de cuero, los dos hombres tomaron un coche que Barbier ya había contratado el día anterior y se dirigieron al escenario de la presentación. Al llegar, se sintió decepcionado. El único general presente era Callois, que en realidad era un pariente lejano, y la presencia de varios comandantes y capitanes con los cuales había tenido contacto durante su época en el ejército no le pareció relevante. Algunos esperaban de pie, como si tuvieran el propósito de desaparecer a la menor ocasión. Barbier se deshizo en saludos con una apariencia sospechosamente implorante y, acto seguido, subió al escenario con su colaborador. Algunos de los demás lectores, no tantos como esperaba, se habían concentrado en las primeras filas y lo miraban con expectación. Había llegado el momento definitivo. Se dirigió a los presentes con el aplomo que, a pesar de los pesares, le caracterizaba... —Amigos, celebro vuestra presencia en esta demostración, pero quiero agradecer muy especialmente la fe y el interés que miembros destacados de nuestro ejército han depositado en mi método. He dedicado años a su desarrollo y a estas alturas puedo afirmar que lo considero terminado, a punto para convertirse en una ayuda estimable, decisiva quizá, para nuestros guerreros en el campo de batalla. Gran parte del público se removió en el asiento. No creían mucho en el lenguaje patriótico que usaba Barbier, ni tampoco en la vanidad que rezumaban las palabras del excapitán, pero estaban dispuestos a darle una oportunidad. Otros no tenían tanta fe como había apuntado su creador y se dedicaban a lanzar frases para que empezara el espectáculo que, según parecía, habían ido a presenciar. —¡Queremos que los magos salgan ya! —exclamó un hombre de repente, lo cual provocó las risas de algunos asistentes. Barbier entendió que no era cuestión de demorar demasiado la demostración y presentó al teniente Duillon deshaciéndose en halagos. A continuación llamó a un voluntario escogido entre el público para que certificara que los ojos del teniente se vendarían con una tela negra y opaca. —Durante muchos años, nuestros soldados han sufrido las dificultades que suponen las horas de oscuridad. La escritura que he inventado, a la que he querido denominar «nocturna», servirá para ahorrar miles de vidas y, en consecuencia, para ganar batallas. El capitán Barbier pidió al voluntario que le dijera una frase al oído, la anotó en un papel y la mostró al público. A continuación se afanó a transcribirla con su método y situó el papel ante el teniente Duillon. Este la leyó sin problemas, aunque los más cercanos notaron sus vacilaciones. —¿Quién sabe si todo esto no está preparado? Que cambien al voluntario —exclamó alguien mientras toda la sala se ofrecía para sustituir a la persona mencionada. El cambio se produjo ante la expectación de los asistentes y la misma operación se llevó a cabo con éxito. Todo el mundo guardó silencio durante unos instantes, pero después volvieron las opiniones favorables y contrarias en un conflicto que parecía no tener fin. Nadie se fijó en que, mezclada entre los alborotadores, había una figura pequeña y silenciosa, un hombre que no había participado en ese juego, más propio de un circo que de una reunión científica. Sentado en una silla lejos del escenario, Alexandre Pignier escuchaba y, sobre todo, reflexionaba acerca de lo que veía. En más de una ocasión había pedido a las personas que tenía cerca que fueran más respetuosas. Por último, al acabar la demostración, mientras Barbier luchaba contra aquella sensación agridulce, el hombre silencioso se acercó a la mesa. Ante los insultos que el teniente Duillon había recibido por parte de algunos de los presentes, este había desaparecido, y solo había otro hombre que esperaba que se calmara un poco la escena para hablar con el creador de la escritura nocturna, el general Callois. Sin embargo, Pignier fue el primero en decidirse... —¿Monsieur Barbier? —Sí, ¿qué se le ofrece? —respondió el capitán de forma rutinaria, agobiado por las circunstancias. —Quería felicitarle por este trabajo. Me ha parecido extraordinario, pero tengo una duda que quizá pueda resolverme. —Si está en mis manos, cuente con ello. —De repente decidió que aquel hombre menudo y de gafas redondas merecía más atención. —¿Cree posible adaptar esta escritura a las necesidades de las personas ciegas? —¿Cómo dice? ¿Los ciegos? La escritura nocturna está pensada para el combate, para ayudar a nuestro ejército cuando la cosa se pone fea, cuando la oscuridad se convierte en el gran aliado del enemigo. Barbier estaba convencido de sus palabras, pero, a pesar de su sueño, también era cierto que tiempo atrás había asistido a una demostración en la que varios alumnos ciegos leían un libro mastodóntico con letras en relieve, según el método de un tal Valentin Haüy. En aquella ocasión ya se le había ocurrido la posibilidad de adaptar su sistema para los invidentes. Alexandre Pignier respetó durante unos segundos el silencio ensimismado del capitán antes de continuar... —Tenga en cuenta la posibilidad de ayudar a los ciegos. No disponen de nada parecido, aparte del método Haüy, pero opino que el suyo sería mucho más viable; también menos costoso, algo de suma importancia en estos tiempos que corren. —Mentiría si le digo que no se me ha pasado por la cabeza esta cuestión, pero las personas con las que hablé del tema no estaban de acuerdo. —¿Le importaría decirme los motivos? —Me lanzaron acusaciones graves, como por ejemplo que intentaba apartar a los ciegos del resto de la sociedad. La escritura nocturna solo la conocerían ellos; sería como si los dejara al margen, como si creara una comunidad aparte, ajena a nuestras reglas. —¿Me permite decirle que exageran? —Se lo permito, y me complace... Uno de los ayudantes de Barbier se acercó para decirle al oído que el general pensaba marcharse si no le era posible hablar con él. El capitán se sintió entre dos fuegos y Pignier lo entendió. —Hoy es su día y tiene que prestar atención a mucha gente. No quiero molestarle más; cuando nos sea posible, volvamos a encontrarnos para discutir el asunto con mayor detenimiento. Charles Barbier iba a responder cuando su ayudante le tiró de la manga por segunda vez. El general se encaminaba ya a la salida y el capitán se dirigió a él dando grandes zancadas para retenerlo. —Será un instante. Me despido de monsieur Pignier y estoy con usted. —Muy bien, pero solo dispongo de unos minutos. Solo quería felicitarle en persona por su trabajo. —Sí, sí... Cuando el capitán Barbier volvió al interior de la sala ya no había ni rastro del hombre menudo. Por otra parte, el general Callois solo le ofreció promesas vagas, buenas intenciones de difícil cumplimiento. El inventor de la escritura nocturna se sintió decepcionado. Había imaginado su creación como un gran hito, a la altura de otros que se habían producido en el pasado y que habían visto la luz en aquel lugar privilegiado. De todos modos, antes de que tuviera tiempo de continuar con sus elucubraciones, apagaron las luces del escenario. Charles Barbier se lo tomó como una ofensa, a su método, a los años de investigación y esfuerzos, a la consideración que merecía. En aquel preciso instante alguien le puso una nota en las manos. Alexandre Pignier había dejado escrita su dirección y su cargo: profesor del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos de la ciudad de París. LA BIBLIOTECA DE LOS LIBROS EN RELIEVE —Gabriel, nunca me has contado cómo perdiste la vista. —Sí, ya lo sé —respondió escuetamente, sin dar muchas opciones a continuar con la conversación. —Si prefieres no hablar del tema, lo entenderé. Lo digo porque ya hace tiempo que nos conocemos; tú lo sabes casi todo de mí... —¿Qué es exactamente lo que quieres saber, Louis? El tono de voz rudo y nervioso con el que Gabriel Gauthier se dirigió a su amigo evidenciaba a todas luces su malestar. —No, dejemos el tema. No pretendía molestarte, en serio. —Tarde o temprano tendremos que hablar de ello, te lo debo. —¡Tú no me debes nada! Soy yo quien... —Sufrí un accidente y me di un golpe muy fuerte en la cabeza —interrumpió Gabriel Gauthier; acto seguido, guardó silencio unos instantes y carraspeó, como si trasladarse al pasado le resultara sumamente doloroso, pero enseguida tomó impulso—. Fue debido a una paliza que me dejó inconsciente durante cinco días. Cuando me desperté ya no veía. El médico dijo que había sufrido una hemorragia craneal, o algo parecido. De eso hará unos tres años. —¿Solo hace tres años que te quedaste ciego? —Sí, casi los mismos que llevo aquí, en el Instituto. —Lo siento. —Cuando llegué no soportaba que se pasaran el día preguntándome: «Explícanos cómo es esto o aquello. Tú que todavía recuerdas...» Me indignaba tener que reconocer mi condición. Durante meses, conservé la esperanza de recuperar la vista, no perdonaba a mis padres por haberme abandonado en un lugar como este... ¡Sentía tanta rabia en mi interior, Louis! —Me parece que te entiendo... —Pero ¿sabes una cosa? A pesar de todo, la disciplina y la crueldad con la que se vive aquí dentro eran más soportables que la compasión que me dispensaban fuera de estos muros. Nadie fue testigo de la lágrima que rodó por la mejilla de Louis. El relato de Gabriel lo conmovió profundamente. ¿Quién habría sido capaz de apalearlo de manera tan cruel? No obstante, algunas cuestiones pertenecen a la esfera privada, y él lo sabía, de modo que no hizo ninguna pregunta más. —No nos pongamos tristes —añadió Gabriel enseguida, dando una palmada en la espalda de su compañero—. ¡Hoy será un día especial! Hace tiempo que me preguntas por este lugar... —¡Es verdad! ¡Tengo muchas ganas! Gracias, amigo —añadió Louis con emoción—. ¡Venga! ¡Llévame ya a la biblioteca! Alexandre Pignier, el profesor de historia, se había propuesto acondicionar y dar nueva vida a un espacio que durante los últimos tiempos había caído en desuso. No era de fácil acceso. Había zonas del Instituto, entre el primero y el segundo piso, que parecían tierra de nadie. La biblioteca, si es que se la podía llamar así, ocupaba una estancia amplia, al final de un pasillo que primero giraba a la derecha y después tenía un desnivel de más de medio metro. Aparte de la puerta, no había ninguna otra salida al exterior, y en el suelo de la entrada había un candil. Además de los libros que usaban los profesores, también se guardaban catorce volúmenes de escritura en relieve, hechos según el método Haüy, que incluían sobre todo textos religiosos y gramáticas. Gabriel lo sabía porque a menudo iba allí a estudiar francés, a veces en compañía de profesores, sobre todo de Tor y Pignier. Este último era quien más se preocupaba por los alumnos; no se oponía a la memorización como método de estudio, pero consideraba que no era suficiente... «¡Si queréis aprender, tenéis que poner de vuestra parte para hacerlo! La lectura nos hace crecer y os hará más libres», repetía siempre bajo cualquier pretexto. Con este propósito, se había ocupado personalmente de instalar una estufa de leña en la biblioteca. «Por lo menos, que vengan buscando calor», argumentaba con voz risueña. Cuando Louis Braille pisó la biblioteca por primera vez, un olor acogedor le dio la bienvenida. Sin embargo, no podía imaginar que aquel hechizo, la mezcla olfativa de ropa vieja, tintas y humedad con la que él identificaba los libros, no haría más que aumentar, que el embrujo de la lectura lo perseguiría para siempre. Pignier los recibió con cierta sorpresa, pero enseguida puso uno de aquellos ejemplares al alcance de Louis. Cuando dejó el libro sobre la mesa, ante los dos chicos, produjo el mismo ruido que un saco de cebollas. Aquella gramática voluminosa y pesada era la que Gabriel consultaba siempre que tenía ocasión. Cada página estaba confeccionada con dos hojas con relieves pegadas entre ellas; las letras destacaban y las podían repasar sin gran dificultad. Era fundamental tener paciencia y memoria para recordar cuáles eran las letras anteriores e ir formando frases. —Pasa la yema del dedo por encima y ve trazando el recorrido, Louis —indicó Pignier mientras Gabriel atendía de cerca a las explicaciones—. Vendría a ser algo parecido al abecedario que te hizo tu padre. Funciona del mismo modo, ¡tú ya tienes práctica! —Pero ¿estas letras son iguales a las que lee usted? —Idénticas, lo único que cambia es la medida. El profesor Haüy ha dedicado años de su vida al estudio de este método y ha experimentado con muchos alumnos ciegos. Si las hacía de menor tamaño, era muy complicado identificarlas una por una. Desde el primer momento Louis sorprendió a Pignier por su capacidad de concentración. Repasaba las letras sin dificultad; la lectura le resultaba pesada, pero el milagro era posible. —¡Es fantástico! —exclamó el muchacho al palpar toda la superficie que se le ofrecía impresa—. ¿Por qué no tenemos libros como este en las clases? —No es tan sencillo como crees, hijo —respondió Pignier. —Pero, con esfuerzo... —Sin duda, los resultados mejoran con la práctica. De todos modos, hay que recordar una letra mientras identificas la siguiente y memorizarlas todas en orden hasta llegar a la última de la palabra. Es un proceso demasiado lento para basar todo el aprendizaje en él. —¿Hay también libros de literatura y de historia? —Esta es la otra cuestión que todavía lo dificulta más. La fabricación de los libros implica tiempo y dinero. Ten en cuenta que hay que colocar cada letra manualmente para componer la página y, después, poner una por una las hojas de papel húmedo en la prensa para imprimirlas. ¡Hacer copias de una sola página puede llevar varios días! Todas aquellas observaciones no desanimaron a Louis. Pidió al profesor que le ayudara a pasar la mano por el lomo de todos los ejemplares para saber qué materia contenían sus páginas. Era como descubrir que los límites del mundo se ensanchaban, que ya no eran una barrera infranqueable. Pensó de inmediato en ir a ver al profesor de cestería para que le escribiera una carta al dictado, ya que monsieur Tor se había ofrecido a hacerlo en más de una ocasión. Louis se moría de ganas de compartir aquel descubrimiento tan especial e inesperado con sus padres y con monsieur Bécheret, su estimado profesor de Coupvray. Antes de abandonar la biblioteca, que a partir de entonces consideró un espacio sagrado, hizo una última petición. —Joseph me dijo que había empezado a leer un libro. —Es cierto. —Me preguntaba si no podría llevárselo a la habitación. Pasa muchas horas solo y... —Lo siento, Louis. Las órdenes del director son muy claras en este sentido. —Pero... ¿no podríamos hacer una excepción? Joseph es muy responsable... —Este es un legado muy importante, Louis. Nuestra obligación es preservarlo, ¿entiendes? —Entonces, si no es posible llevarle el libro, quizá podrían trasladar a Joseph a la biblioteca. Las tardes se le hacen muy largas y... hace mucho frío en el dormitorio como para quedarse inmóvil durante tantas horas —añadió Louis con tono de súplica. —Veré qué puedo hacer, pero no te prometo nada. Nos han recortado las ayudas y no podemos permitirnos caldear este espacio para un solo alumno. —Si la biblioteca estuviera siempre abierta, vendríamos más —intervino Gabriel metiéndose entre los dos. El profesor seguía manteniendo sus reservas. Insistía en que los horarios eran sagrados, que el doctor Guillié era muy reacio a los cambios. Louis abandonó la biblioteca pesaroso. Pensaba en las conversaciones con el abad Palluy, para quien las cosas debían estar al servicio de las personas y del bienestar común. ¿De qué servían los libros si resultaba tan difícil acceder a ellos? Esa noche, cuando fue al dormitorio para llevarle la cena a Joseph, el enfermo le preguntó si había conseguido el libro. Louis no fue del todo sincero. No fue capaz. —El que tú leías está muy solicitado. Pero te he puesto en la lista de espera —le dijo atropelladamente, antes de dar por concluida la conversación. Joseph expulsó el aire por la nariz y asintió con la cabeza al comprender que, en realidad, le habían denegado el permiso. Sin embargo, no era necesario recurrir a la vista para interpretar lo que el enfermo había evitado decir, su silencio o el aire que había desplazado con un gesto. Bastaba con un poco de sensibilidad y escuchar abiertamente, facultades de las que Louis Braille andaba sobrado. PEREJIL BAJO LA ALMOHADA París, primavera de 1820 ¿El tiempo era un aliado o un enemigo? Louis se planteaba esta pregunta desde hacía semanas, tras comprender que había empezado a aceptar la vida que le había tocado vivir en el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos. Le había costado meses despertar cada mañana y no añorar de inmediato la voz y el tacto amoroso de Marie Céline, el olor a pan recién horneado o los ruidos procedentes del taller de su padre, que invadían la casa como un manto protector. No es que se encontrara totalmente solo. Gauthier se había convertido en un amigo distante y entrañable a la vez; siempre atento, pero celoso de su independencia, aunque con esta actitud confundiera a los demás. Los compañeros, escépticos al principio, iban apreciando la valía de Louis, sobre todo los más despiertos, con quienes había confraternizado. Sin embargo, otros lo consideraban un fraude, convencidos de que sus conocimientos y su capacidad de trabajo eran el resultado de una ayuda externa, por parte de los profesores o de otros internos que conservaban algún resto de visión. En los últimos tiempos, su principal inquietud no tenía tanto que ver con estos pequeños conflictos cotidianos como con la presencia casi evanescente de Margot Demezière. Desde el día en que le había oído cantar aquella canción, la chica entraba y salía de la vida de Louis a su antojo. Le decía hola al oído cuando menos se lo esperaba, le servía más patatas porque sabía que le gustaban, o se presentaba a la salida de las clases para decirle que necesitaba ayuda, la del joven Braille precisamente, para transportar unos sacos. Todo ello formaba parte del día a día, pero estaba convencido de que también era ella quien, algunas noches, le dejaba una ramita de perejil o de jazmín entre las toscas sábanas en las que dormía. Louis se cubría la cabeza para aislar aquel olor del que invadía el resto de la estancia y se dormía como si hubiera descubierto la manera de volver a la casa de sus padres en Coupvray. Aquel domingo, la relación entre ambos avanzó un paso más. No había clases y, según las normas, los residentes debían permanecer en el Instituto bajo la estricta vigilancia del conserje. Sin embargo, confiando en la incompetencia que atribuían a los internos, muchos profesores dejaban alguna puerta de acceso abierta. Si no era el caso, los alumnos tenían dos soluciones, comprar la ayuda de Margot, lo cual no resultaba especialmente difícil, o usar la llave maestra, un privilegio que se habían reservado los de mayor edad. Por lo general estas pequeñas rebeldías quedaban en nada. Se internaban unos pasos en el patio para tratar de adivinar cuál sería la comida del domingo, a la que Marie siempre añadía algún ingrediente sorpresa, o entraban en el despacho del director para tocar y oler los libros que allí se guardaban. En ocasiones, uno de los chicos, que todavía era capaz de ver con la ayuda de la gran lupa que guardaba Guillié en el primer cajón, les leía unas líneas que, pese a no entenderlas nunca del todo, les daban tema de conversación durante horas. Aquel día la hija del conserje tenía otros planes. Le gustaba la voz de Louis, su capacidad para opinar de una manera clara y concisa, el gesto de extrañeza que adoptaba cuando algo escapaba a su comprensión. Se había propuesto convertirlo en su compañero de juegos dentro del edificio, bromas y acercamientos que la divertían y que tenían pendientes a los alumnos, pero después de conseguir aquel objetivo se dio cuenta de que no le bastaba. Por eso cogió la mitad del queso que su madre guardaba en la despensa, no sin sacar antes los cuatro gusanos que campaban a sus anchas en él, y un trozo de pan de la hornada de la mañana. A continuación salió al patio central y se encaminó a la escalera que conducía a los pisos superiores. Su padre no le preocupaba. Muchas veces se quedaba dormido en el banco de la entrada o, si veía deambular a Margot por el edificio, pensaba que seguramente se debía a algún encargo que le había hecho Babette, que es como se llamaba su madre. Cuando entraba a hurtadillas en aquel espacio, la principal dificultad para Margot era la oscuridad; a nadie le importaba que no hubiera luces encendidas el día que los profesores no acudían al Instituto. Pero una vez que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, había un problema añadido que ella siempre atribuía a lo mismo... —¡Desorden! Aunque los alumnos procuraban mantener cada cosa en su sitio, ya que era la única forma de que sus otros sentidos les permitieran orientarse, quienes veían un poco dejaban sillas en medio de los pasillos o movían una mesa y la ponían como obstáculo. Margot sabía que de vez en cuando algún interno se pasaba un buen rato en una habitación, incapaz de encontrar la salida. La muchacha intentaba superar esta dificultad imitando las habilidades de los invidentes, pero algunas le resultaban muy complicadas, por mucho que hubiera procurado entrenarse. Una de las cosas que más le costaba era guardar silencio a fin de pasar desapercibida. No era como cuando se paseaba entre ellos para darles un susto o despertarles la sospecha de que había alguien más en la habitación. Al fin y al cabo, en esas ocasiones poco importaba si la descubrían. Recorrer los pasillos hasta la sala de estudio fue toda una odisea, pero enseguida localizó a quien andaba buscando, sentado en una silla baja, con un trozo de madera en las manos en el que había fijado varios fragmentos de menor tamaño que parecían formar un relieve. —¿Qué es? —preguntó Margot con voz queda, para no sobresaltarlo. —Un plano del Instituto; bueno, solo de la segunda planta. Si logro enseñar a los alumnos más pequeños cómo funciona, ya no tendrán miedo y se evitarán castigos por perderse entre el dormitorio y las letrinas. También podría servir de ayuda para los nuevos. Les daría seguridad; este edificio está lleno de trampas. Louis aceptó la aparición de la chica con toda naturalidad, acostumbrado ya a que se presentara sin previo aviso. A veces tenía la sensación de que no habían transcurrido horas o días entre las conversaciones y que continuaban las que habían dejado a medias. —Louis. —Dime —respondió el chico, distraído, ocupado en fijar uno de los trozos de madera con migas de pan que previamente había amasado con saliva. —¿No sería mejor que usaras agua? —El agua no tiene las mismas propiedades, y es más difícil que la miga se quede pegada una vez seca. —Pero, ¿esto lo has hecho alguna vez? —No. Me ha parecido que era buena idea. ¿A ti no? —Escúchame, Louis. —Te estoy escuchando. —¡Pues mírame! Bueno, disculpa. No quería decir... —Da igual, Margot, ya lo sabes. —Me gustaría que vinieras conmigo. El joven Braille alzó la cabeza unos instantes y la miró desde el vacío; la chica no pudo evitar que sus ojos se fijaran más allá, en la pared desconchada por efecto de la humedad. Pensó que quizá sería mejor dejarlo correr, pero después insistió: —Quiero que me acompañes, si es que sientes curiosidad por lo que hay más allá de estos muros, claro. —¿Ir contigo? ¿Salir del Instituto? Estás loca —respondió Louis, mientras esbozaba una sonrisa tan breve que ella no la percibió. —Pero eso ya lo sabías, y tú también estás un poco loco. Lo dicen tus compañeros, pero también los profesores y el mismo doctor Guillié. Comentan que te pasas el día ideando inventos que no llevan a ninguna parte... —Sí, tienen razón, pero necesitamos soluciones. Otros muchos se han devanado los sesos antes que yo. Mi profesor de Coupvray lo investigó a fondo. Imagínatelo... ¡En el siglo IV, un ciego de Alejandría, Dídimo, creó un sistema de piezas de marfil que representaban letras en relieve! ¡Y, no hace tanto, sesenta años como mucho, un músico llamado Vionville, también ciego, inventó un sistema de nudos sobre una cuerda! —¿Nudos, dices? —Es increíble, ¿verdad? Ibas pasando la cuerda como quien pasa el rosario. Los nudos no eran iguales, se diferenciaban por el grosor, la complejidad o por ir acompañados de un nudo más pequeño, delante o detrás del principal. Un día tengo que probarlo. ¿Te gustaría ayudarme? —Estas incursiones tuyas no parecen muy peligrosas —dijo Margot con voz queda y cierta sorna. Sin embargo, Louis se concentró de nuevo en el plano que estaba elaborando, como si no tuviera intención de atender la demanda de la chica. Al cabo de unos minutos, como quien no quiere la cosa, preguntó: —Y ¿a dónde iríamos? —Si quieres saberlo, tendrás que acompañarme. —Es peligroso. Si nos descubren... —Solo podría descubrirnos mi padre, y duerme a pierna suelta con una botella de vino al lado. El doctor ha salido a visitar a su familia y no volverá en todo el día; los profesores que viven en la planta baja tampoco están, y los celadores tienen el día libre. ¿Crees que un domingo que no hay salidas les dará por recorrer el Instituto para ver si encuentran al joven Braille, el inventor? —¡La verdad es que no! —Louis rio ahora de una manera más evidente—. Pero no sé si quiero salir. ¿Qué gano con ello? —¡Respirar aire puro! Te llevaré cerca del río y puedo presentarte a mis amigos. Si continúas encerrado en este edificio, acabarás enfermando, de hecho muchos de tus compañeros ya están enfermos. —Pues... —Bueno, si no te decides, me largo. —Vale, de acuerdo. ¿Puedo coger algo de abrigo? —¡Es primavera, Louis! ¿No has notado que los pájaros ya cantan en el patio? —También cantan en invierno, cuando buscan comida... —¡Eres el colmo! ¿Vienes o qué? —¿Me das la mano? Se la cogió y emprendieron juntos el trayecto que conducía al patio. No salieron por la puerta principal. Margot abrió la del despacho del director y la cerró después de que Louis la traspasara. Había otra puerta medio escondida detrás de unas cortinas y la chica tenía la llave. En unos instantes, París entero quedó ante ellos. UNA ESCAPADA AL RÍO Soplaba el viento, un viento que procedía del río, lo bastante intenso como para renovar los olores de la ciudad. Fue la primera sorpresa que se llevó Louis. Las veces que había ido con sus compañeros al Jardin des Plantes todo habían sido gritos, órdenes, empujones; no había notado una gran diferencia al salir del Instituto. Sin embargo, en esta ocasión el olor a humedad, a alimentos rancios, a sudores viejos que se mezclaban en los pasillos embarullados del edificio cedió el paso a sensaciones que no experimentaba desde hacía tiempo. Por otro lado, Margot lo acompañaba. Confiaba en ella. A veces creía que incluso en exceso. La chica sabía que, en aquella primavera acabada de estrenar, la luz de París ahuyentaba las sombras que durante el invierno se apoderaban de la rue Saint-Victor. Las casas eran más altas que en las calles adyacentes y algunos de los edificios, otrora habitados por gente importante, habían pasado a albergar hospitales o conventos, como era el caso del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos. Acerca de ellos se contaban historias que Margot Demezière prefería no recordar. Cuando los ojos se le acostumbraron a la claridad diurna, se volvió hacia su acompañante. La joven había avanzado unos pasos en dirección al río, pero Louis permanecía en el umbral de la puerta lateral por la que habían salido. El muchacho miraba hacia el cielo y sonreía ligeramente con las manos extendidas, como si la claridad lo molestara, preguntándose quizá si debía dar el siguiente paso. La chica comprendió que aquella primera impresión suya, de sorpresa y goce, era engañosa, porque él no podía compartirla. Se acercó y le obligó a volverse antes de pedirle que pusiera las palmas hacia ella. Después las cubrió con las suyas. —Ya hemos salido del Instituto, Louis. —¡Sí, lo sé! —Y aquí fuera todo cambia. Mira... —La joven golpeó las palmas contra las del chico—. Esto es lo que pasa cuando estamos dentro del edificio; a poco que te muevas chocas contra las paredes, son como muros... —Los muros también tienen rendijas, o se van formando con el tiempo. —Sí, es posible. Pero yo no quería hablar de los muros. —Y... —Louis esperaba una explicación, pero también le gustaba poner a su amiga en un aprieto. —Ya sé, tienes que mantener las manos quietas, y yo, mientras tanto... ¿Notas mis palmas? —Pues claro. ¿Cómo no? —Pues voy retirando las manos hacia los lados y las tuyas quedan libres, puedes avanzar a través de la luz. —Seguro que Marie Céline y tú congeniaríais. Aunque es evidente que estás muy delgada, mientras que ella es más bien rechoncha —dijo el chico, que en lugar de proyectar las manos hacia el vacío las dirigió hacia el rostro de Margot. No era la primera vez que lo hacía. La chica permitía que Louis le recorriera los ojos, los pómulos, la boca; no así a los demás alumnos. Después esperaba la frase que siempre iba a continuación, a menudo alguna queja: que estaba muy delgada, que se notaba que no había dormido bien... —Vámonos —instó la chica, consciente de que rompía el hechizo—. Quiero presentarte a unos amigos..., bueno, si conseguimos encontrarlos. —Yo creía que íbamos al río. —Confía en mí. Agárrate de mi brazo y vámonos. ¡Venga! Al principio Louis se sintió inseguro, pero cuando se acomodó al paso de Margot avanzaron muy rápidamente entre la gente que empezaba a llenar las calles. El quinto distrito no era un barrio donde se notaran los días de fiesta; todo el mundo tenía algún quehacer y procuraba llevarlo a cabo con eficacia. De no ser así, las posibilidades de sobrevivir eran muy escasas. Cortaron por la rue Colbert mientras Louis captaba los intensos efluvios procedentes del río. Los olores de París seguían sorprendiendo al joven muchacho de Coupvray, pero a menudo estaban tan mezclados que le costaba distinguirlos. Siempre le pasaba lo mismo cuando cruzaba el patio del edificio y la puerta principal estaba abierta por algún motivo. Pero la experiencia de enfrentarse a ellos de este modo, con toda la ciudad delante, solo la había tenido el día de su llegada. Margot dijo que estaban cerca: pronto la calle se abriría a los márgenes Sena y podría explicar a su amigo que la catedral de Notre Dame estaba en la orilla contraria; le describiría sus gárgolas y las torres altísimas que se perfilaban en el horizonte desde cualquier punto de la ciudad. Sin embargo, el chico recordaba que su padre se lo había comentado y fue el primero en hablar. —Entonces, ¿desde aquí se ve Notre Dame? —¿Cómo lo sabes? —exclamó Margot, a pesar de que ya iba acostumbrándose a este tipo de sorpresas. —Has dicho que seguiríamos la dirección del río... —Para ti todo es como un juego, ¿verdad? —No es mi intención, pero si se da el caso... —Ya, pero ahora tendrás que esperarme un rato, ¿vale? Tengo que ir a buscar a mis amigos. No es que no quiera que vengas, pero bajar es difícil y antes quiero comprobar que estén allí. —¿Vas a dejarme solo? —Bueno, un ratito. Si te sientas en este muro no va a pasarte nada, pero no te muevas. —De acuerdo. Margot anduvo hasta las escaleras que conducían al río y miró a Louis por última vez; a continuación bajó corriendo los peldaños, como si fuera a lanzarse de cabeza a las sucias aguas. En el último momento giró hacia la derecha y se introdujo en uno de los túneles que vertían los residuos de la ciudad. Muy cerca de la entrada había otro pasadizo que conducía hasta una sala subterránea. Allí era donde Canard y sus camaradas tenían su guarida. Poco después se sintió decepcionada. El cabecilla de los chicos le había advertido que, si no veía luz en el fondo, ni se le ocurriera entrar en la gran sala. Siempre dejaban trampas para que nadie pudiera descubrir su escondrijo. Plantada en medio del pasillo, decidió que no seguiría adelante, por muchas ganas que tuviera de llevar allí a Louis. Volvió junto a él. Daba la impresión de que el chico no se había movido ni un palmo. Algunas luces en la orilla opuesta indicaban que había barcas trajinando, quizá fueran trabajadores o contrabandistas, no había forma de saberlo. Le dio mucha rabia que Louis no lo pudiera ver. —No están —dijo de golpe mientras se sentaba a su lado. —Ya era hora de que hablaras. —¿Sabías que estaba aquí? —Has llegado hace un rato y te has quedado delante de mí como un pasmarote. —No te miraba a ti, sino al río. —Ya. ¿Y qué te llamaba tanto la atención? —Hay unas barcas, con luces... —¿Se reflejan en el agua? —Sí, pero ¿cómo lo sabes? —A veces iba hasta el río, con mi hermana. Ella me explicaba lo que veía. —Yo no soy tu hermana. —Venga, no te enfades. —¿Yo? ¿Es que no me conoces? —¿Y tus amigos? ¿Por qué no están? —¿Cómo voy a saberlo? —Bueno, bueno. No haré más preguntas... ¿Quieres que lancemos piedras al río? —¿Con tu hermana también jugabas a eso? —Margot... —Vayámonos, por favor. La chica anduvo en dirección a la ciudad, pero Louis se quedó donde estaba, con una sonrisa en los labios. Cuando ella se dio cuenta, volvió sobre sus pasos y lo cogió del brazo. —Va, se ha acabado el paseo. —¿Y si los esperamos? —Ni hablar, ¡vámonos! De camino al Instituto, Louis la obligó a parar unas cuantas veces, siempre en busca de algún olor que lo asaltaba de repente. Margot le hacía caso, pero era evidente que su actitud había cambiado. UNAS PALABRAS QUE LO CAMBIAN TODO Una semana antes había llegado un nuevo alumno, Albert. Lo había traído su padre el mismo día de su cumpleaños. En realidad habría querido hacerlo antes, incluso había donado al Instituto importantes sumas de dinero, pero alguien iba poniéndole impedimentos. Objetaban que la edad mínima para ser admitido eran los diez años y tuvo que esperar. Así pues, el tal Albert era hijo de alguien importante pero, al no disponer de más información, cada uno decía lo que le parecía en relación con el cargo que ocupaba el progenitor del recién llegado. Curiosamente, los profesores no mencionaban su apellido a la hora de pasar lista, ni siquiera el primer día. Todas estas circunstancias picaron la curiosidad de los alumnos que, en menos de veinticuatro horas, ya hacían apuestas. El grupo de Édouard y Alfred defendía que era hijo de un cónsul, pero los reyes de la noche aseguraban que era hijo de un general condecorado del ejército. De todos modos, al niño no le interesaba demasiado aclarar aquella cuestión que tan intrigados mantenía a sus compañeros. De hecho, ni aquella ni ninguna otra que no guardara relación con la forma de abandonar aquel lugar, que le resultaba insoportable y hostil. Albert estaba fuera de sí y, si alguien se acercaba a él para tranquilizarlo, provocaba efectos completamente opuestos a los deseados. Ya había mordido a uno de los celadores y, de resultas de ello, había salido con un ojo morado; aquel guardián que le sacaba más de una cabeza al más alto de los maestros no se andaba con chiquitas. El recién llegado, de complexión delgada y más bien enclenque, era un manojo de nervios y tenía una voz aguda capaz de romperle los tímpanos al más pintado. Los dos primeros días no dejó de llamar a su madre ni un solo instante. Pedía auxilio, que lo sacaran de allí, y se tiraba del pelo con ambas manos. En el patio, Alfred y dos de sus amigos convencieron a un nutrido grupo de chicos para convertirlo en el blanco de sus burlas y, así, divertirse un rato. Lo acorralaron como si fueran de cacería, le ladraban para provocar su ira y, cuando Alfred decía que el pequeño volvía a enseñar los dientes, todos aplaudían y reían a coro. —¡Es pequeño como un topo, feroz como una hiena y feo como un murciélago! —exclamaban los reyes del día. No todos estuvieron de acuerdo con aquel trato cruel, y se organizó una buena trifulca que no podía acabar bien. Se repartieron bastonazos y castigos de forma más o menos aleatoria mientras encerraban a Albert en la celda de aislamiento, la que se utilizaba para bajar los humos a los alumnos conflictivos. Al cabo de dos días, pasó a la enfermería y, cuando todo el mundo pensaba que aquel sería su último destino, lo devolvieron al dormitorio. Estaba hecho un saco de huesos y lloriqueaba como un gato abandonado. Por mucho que unos y otros se esforzaron, movidos por una mezcla de compasión y remordimiento, no consiguieron que comiera nada. Se encontraba tan débil que no era capaz de tenerse en pie. Louis ya no sabía qué hacer ni qué decirle. Incluso Joseph, recuperado de su enfermedad pero todavía débil, que siempre intentaba mantenerse al margen de cualquier cuestión, quiso que bebiera un poco de agua usando un trapo de algodón a modo de filtro. Pero el líquido le goteaba por la comisura de los labios sin que el muchacho hiciera ningún gesto para retenerlo en la boca. Al menos eso era lo que aseguraba Édouard, arrodillado a su lado y con la cara a medio palmo de la del niño: —Si sus padres no vienen pronto a por él, tendrán que sacarlo de aquí con los pies por delante —sentenció Gauthier. —Lo que pasa es que no tiene ganas de vivir —dijo Louis—. No entiendo por qué no se lo llevan al hospital. —¡Vete a saber! —respondió Édouard con el tono deslenguado que solía exhibir y que tanto lo identificaba. Aquella noche Louis no fue capaz de dormir más de diez minutos seguidos. Todo su cuerpo estaba alerta y, cuando aquel lamento desaparecía de repente bajo los bufidos de algunos de sus compañeros, un nudo en la garganta amenazaba con ahogarlo hasta que volvía a escuchar el quejido, cada vez más débil. En dos ocasiones fue de puntillas hasta la cama de Albert y aguzó el oído para captar su respiración extenuada. Rezó una oración arrodillado a su lado. A las siete de la mañana los despertaron anunciando que era el día destinado a la higiene y se montó un gran revuelo. Solo tenían ocasión de ducharse una vez al mes, lo cual, para la mayoría, era una fiesta. Resultaba liberador deshacerse de la mugre que se les adhería a la piel como una costra. Solo media docena de ellos se resistían, quizá por haber sido objeto de burlas por causas que no se atrevían a confesar a los profesores. Rodeado de aquel desorden, Louis llamó a Joseph. Era quien dormía más cerca de Albert. —Mira si respira —le pidió con un nudo en la garganta. —No lo sé, Louis. Con este jaleo no oigo nada. —¡Tócalo! —gritó Louis como si, de repente, la urgencia se hubiera apoderado de él. Al no obtener respuesta de su compañero, se levantó para dirigirse hasta la cama de Albert. La mano le temblaba como una hoja mientras buscaba la frente del niño, pero al notar la calidez de su piel soltó un suspiro de alivio. Entonces, uno de los celadores lanzó un ultimátum con todo tipo de amenazas para quien no estuviera ya en la fila, preparado, y con la ropa limpia en la mano. Louis obedeció las órdenes y bajó las escaleras con el grupo. Poco antes de llegar al último rellano oyó la canción. No cabía la menor duda de que Margot andaba por ahí. Él repitió la tonadilla, tal como habían acordado... —«Ding, dang, dong. Ding, dang, dong.» Después aguzó el oído. Habían acordado una contraseña para indicar que ella lo esperaba en los lavaderos: dos golpes consecutivos y luego tres más rápidos. Louis pidió permiso para subir a buscar los calcetines que se había olvidado en el dormitorio, una excusa para poder acudir a la cita. —Haberte fijado más —respondió el hombretón. —Por favor. No soportaría volver a ponerme esta cosa pringosa. Apestan... —De acuerdo, pero no me los restriegues por las narices. ¡Espabila! Si no vuelves a la hora, habrás perdido tu oportunidad y tendrás que esperar otro mes. —¡Gracias! Las cosas no fueron tal y como Louis había previsto. Cuando, pensando que ya no lo veían, se desvió por el pasillo que había de conducirlo hasta su objetivo, la voz del celador le ordenó que se detuviera. —O eres bobo y después de todo este tiempo todavía no te has aprendido el camino, o me tomas a mí por tonto, lo que es peor —añadió el hombre, que en dos zancadas recorrió el espacio que los separaba y lo cogió de una oreja. —¡Lo siento! ¡No sé en qué estaba pensando! —¡Venga, tira para arriba y no me hagas perder la paciencia! Louis no tuvo más remedio que volver al dormitorio. Desafiar a semejante personaje habría sido un acto suicida. El encuentro con Margot tendría que esperar; confiaba en que no se tratara de ningún asunto urgente. Absorto en estos pensamientos, y a pocos metros del dormitorio, se detuvo al captar unas voces procedentes del interior. Avanzando de puntillas, se arrimó a la pared e intentó entender qué decían. Louis dio un respingo al oí que el doctor Guillié se dirigía a un tal Jules. ¡Era el tipo del carro! El hombre que le había afanado la maleta en cuanto llegó al Instituto. Durante unos instantes estuvo tentado de abandonar su escondrijo y salir a reclamar lo que le pertenecía. ¡Lo había deseado tanto! Pero se contuvo, convencido de que tenía las de perder. El viejo parecía disfrutar del favor y la confianza del director, y Louis decidió que era mejor no complicarse la vida. Por otra parte, el sentido común le decía que aquella maleta y la ropa que contenía debían de haber desaparecido mucho tiempo atrás. Los ladrones se desprendían del cuerpo del delito en cuanto se les presentaba la ocasión. Descartó la posibilidad de intervenir, pero se quedó escuchando. Por la distancia entre él y las voces, Louis calculó que se encontraban en medio de la sala. Tampoco era difícil llegar a la conclusión de que estaban inquietos, ya que el discurso era entrecortado y tenso... —Monsieur, si quiere que lo traslade con el carro hasta su laboratorio, tendremos que hablar del precio. Tengo familia y... —¿Familia, dices? ¿A esa ramera la llamas familia? ¡Eres peor que las sanguijuelas! —No está siendo justo y lo sabe, doctor Guillié. Este trabajo es peligroso. Si me descubren, acabaré en la cárcel. Tengo que pensar en dejar dinero suficiente por si... —¡Calla! ¿Te crees que el oro me cae del cielo? ¡Las donaciones son cada día más escasas y ya no puedo reducir más el personal! —Doctor Guillié, que nos conocemos —dijo Jules con socarronería. —¡Eres un cochino ladrón! Te daré lo que pides, pero no me hagas perder más tiempo. Escúchame bien, porque no pienso repetírtelo. Pregunte quien pregunte, tú di que llevas al niño al hospital de la Pitié. Yo firmaré la autorización y dentro de media hora te quiero en la consulta con este mocoso. ¿Entendido? —Ningún problema. —¡Eso mismo me dijiste con André Bracq y por poco acabamos los dos en prisión! Louis no daba crédito a lo que oía. ¿Qué pretendía hacer el doctor Guillié con Albert, aquel desventurado que ya tenía un pie en el otro barrio? Fuera lo que fuese, no podía tratarse de nada bueno. Por otra parte, ya imaginaba cuáles podían ser las consecuencias si descubrían que él estaba al corriente del asunto. Incapaz de creer el significado implícito de las palabras que acababa de oír, permaneció inmóvil, escondido detrás de un montón de mantas y sábanas sucias. El corazón le latía con tanta fuerza que llegó a temer que su temblor incontrolado se propagara a aquel lío de ropa, lo dotara de vida y delatara su presencia. Louis estaba seguro de que el doctor Guillié había abandonado la escena. Pero ¿qué podía hacer para acercarse a su despacho? El pánico invadió todo su ser. Por mucho que se esforzara, ¿cómo iba a saber si aquel hombre lo veía? Intentando que estos pensamientos no le llevaran a cometer ningún disparate, ocultó la cabeza entre las rodillas flexionadas y, hecho un ovillo, se concentró en el recuerdo de la voz de Marie Céline y en el olor del pan recién salido del horno los domingos en el cercano, aunque tan lejano para él, pueblo de Coupvray. ¡Cualquier motivo que lo trasladara a otra realidad le habría servido! El director se plantó tan cerca de donde él se encontraba que Louis le habría podido tocar la pernera del pantalón con la mano. El niño sintió que le temblaban las aletas de la nariz y un calor le recorrió las piernas. Empapado de cintura para abajo, le faltó muy poco para dejarse vencer por el llanto. Sintió que las fuerzas lo abandonaban, pero Guillié siguió su camino. —Trece, catorce, quince... Louis contaba los escalones que descendía el director. Al oír que el sonido se iba amortiguando, pudo respirar con más tranquilidad. El taconeo sobre el pavimento desapareció de golpe en el último rellano, y Louis pensó que era el momento de abandonar su escondrijo. Le esperaba otra sorpresa. Jules seguía en el dormitorio; podía oler su aliento a alcohol barato. Por los sonidos que le llegaban, habría jurado que Albert ofrecía una leve resistencia, algún gemido débil que el viejo silenciaba de malas maneras. Entretenerse era muy peligroso y, asustado, inició una carrera a la desesperada. No tropezó hasta que el noveno escalón le jugó una mala pasada: aquel maldito peldaño más estrecho y alto que los demás, que parecía añadido adrede para que alguien perdiera el equilibrio. Justo antes de precipitarse y bajar rodando por las escaleras, lo agarraron por el brazo. Louis no estaba seguro de que aquello fuera una suerte para él. Lo primero que le vino a la cabeza fue que el director lo había descubierto y le había tendido una trampa. Cuando se sintió a su merced, empalideció; solo le quedaron fuerzas para articular una súplica... —Por favor... —Louis, pero ¿qué te pasa? —¡Margot! Exclamó su nombre como si fuera una palabra mágica capaz de liberarlo y se echó a sus brazos; la consideraba el único puerto seguro en el que atracar, aparte de su amigo Gauthier. La chica no sabía qué hacer y, sin atreverse a devolverle el abrazo, miró a derecha e izquierda, temiendo que los descubrieran. —Louis, no sé qué te pasa, pero tienes que calmarte —dijo, apartándolo con suavidad. Cuando el chico tomó conciencia de su estado, se avergonzó. Nervioso, se palpó la mancha de orina, que intuía bastante evidente. Sin saber cómo esconder su pudor, bajó la cabeza. —¡Eh! ¡No pasa nada! —exclamó ella—. ¡Si tú supieras la de veces que me ha pasado a mí! Lo importante es que estás bien. Me tenías preocupada, no aparecías por los lavaderos ni sabía dónde buscarte. —Margot, tengo que contarte una cosa terrible. —Ahora no es un buen momento, Louis, en serio. He visto que las duchas todavía están en funcionamiento. Intenta no llamar la atención. Buscaremos una manera segura de vernos, te lo prometo. Mi padre sospecha. Al cabo de unos minutos, Louis intentó incorporarse al último grupo de chicos que esperaban para entrar en el corredor estrecho y largo, donde un canalón perforado dejaba caer sobre sus cabezas el agua proveniente del Sena. —¡Salvado por la campana! —dijo el celador cuando lo vio aparecer y, dándole una colleja, lo empujó al interior del recinto. El baño al que por fin se entregó fue una bendición. Mientras el agua fría le caía encima, Louis se frotó el cuerpo de manera mecánica, librándose así de la suciedad. Pero su deseo más ferviente, el que sentía crecer y se apoderaba también de su espíritu, era deshacerse del horror y la humillación que acababa de experimentar. Con los dientes apretados y los puños cerrados contuvo un chillido; a pesar de que le oprimía el pecho, sacó fuerzas para jurarse que el descenso a ese infierno no sería en vano. Durante los minutos que le permitieron permanecer en la ducha, en el mundo no existió nada más que él, conectado a la fuerza de sus propósitos. Dejó de escuchar la algarabía que armaban los alumnos a su alrededor, los gritos de algunos oponiendo resistencia, las risas de los demás y las maldiciones del celador que intentaba poner orden. Quizá por primera vez en su vida fue consciente de que abandonarse a su suerte era morir con más o menos celeridad. Tenía que emplear su inteligencia para encontrar una salida digna, y no pensaba dejar su destino en manos de nadie. Sin saber cómo, mientras recibía aquella lluvia del agua del río recordó las palabras del abad Palluy, cuando le había explicado que el bautismo era como el comienzo de todo, y estas se convirtieron en un punto de partida, tal vez en una revelación. SOSPECHAS MÁS QUE RAZONABLES Margot y Louis tuvieron que esperar tres días antes de poder encontrarse en los lavaderos. Durante ese tiempo no hubo noticias de Albert. Se daba por hecho que lo habían llevado al hospital y los más optimistas pensaban que, con un poco de suerte, el chiquillo se habría salido con la suya. Algunos daban por sentado que estaba en casa, con sus padres. Ante la falta de noticias, la cama vacía de Albert dejó de ser tema de conversación. Solo Louis y su amigo Gauthier se mantenían expectantes. Margot se asustó al verlos llegar juntos. —¡Te has vuelto loco, Louis! Es peligroso que la gente sepa... —¿De qué gente me estás hablando? ¡Es Gabriel! —¡Ya sé quién es! —¿Entonces? Es mi mejor amigo y confío plenamente en él. Tú me querías presentar a los tuyos, ¿no? —Perdonad, chicos, pero ser testigo de una pelea de pareja no es precisamente... —Pero ¡qué dice este chalado! —exclamó Margot. —Me parece que todos estamos nerviosos y, la verdad, nos sobran los motivos. Louis tomó la palabra y compartió con la chica todo lo que había oído tres días antes. Por su parte, Gauthier afirmaba que el caso tenía muchas similitudes con lo que anteriormente se había comentado de André Bracq... —Ya sé que no hay que fiarse de los chismorreos —añadió Gabriel—, pero he oído cosas terribles sobre el viejo Jules. —Margot, ¡tienes que ayudarnos! —¿Yo? ¿Qué voy a hacer yo? —Tú puedes salir y alertar a tu pandilla, si es necesario. Podrían vigilar a Jules. Te juro que el doctor Guillié le pidió al viejo que llevara a Albert a su consulta, pero no lo hizo con naturalidad, hablaban como si compartieran un gran secreto. —El director no es santo de mi devoción, pero yo diría que exageráis. ¿Por qué es tan extraño que quisiera echarle un vistazo antes de ingresarlo? —¿Es que no me escuchas? Si no tienes nada que ocultar, ¿por qué decir una cosa por la otra? No sé qué se llevan entre manos, pero nos asusta lo que pueda pasarle a nuestro compañero. Mira, hagamos una cosa. Ve al hospital de la Pitié y pregunta por Albert. Si está allí y me aseguras que no ha sufrido ningún daño, no hablaremos más del tema. ¿Qué te parece? ¿Lo harás? —Tú lo ves todo muy fácil... —Yo no veo, Margot. —Quería decir... —Ya sé qué querías decir. Si no fuera ciego, si tuviera libertad para entrar y salir, no me vería obligado a pedírtelo. Pero... —Tranquilízate, Louis —intervino Gabriel, que hasta el momento se había mantenido al margen—. Seguro que nos ayuda. —No sabemos el apellido, ¿cómo quieres que lo busque? —dijo Margot de repente. —¡Seguro que ya se te ocurrirá algo! Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no te importa lo que haya podido pasarle a Albert? Margot no respondió. Louis estaba tan nervioso que había perdido la referencia espacial y, en lugar de situarse ante ella, hablaba hacia la pared. —Margot, ¿vas a contarme qué pasa? LA CARTA Coupvray, mayo de 1820 Estimado monsieur Bécheret: Tal y como me solicitó, me pongo en contacto con usted para hacerle saber que gozo de buena salud y que el aprendizaje que estoy llevando a cabo en el Instituto es altamente satisfactorio, o al menos eso opinan mis profesores. Monsieur Pierre-Armand Dufau, mi tutor y la persona que escribe al dictado esta carta y me ayuda en su redacción, me pide que tenga usted la amabilidad de transmitir su contenido a los señores marqueses. Su gesto de generosidad y el esfuerzo de mi familia se ven altamente recompensados. Que Dios los bendiga. Aquí en París la primavera no es tan generosa como en Coupvray, pero todos los jueves vamos al Jardin des Plantes y nos cuentan las transformaciones que esta estación ejerce sobre el paisaje. Nuestro guía dice que los sauces llorones ya se han vestido de verde y, bajo los tímidos rayos de sol, las estatuas, distribuidas por todas partes, parecen cobrar vida. Las clases que usted, con tanta paciencia y dedicación, me impartió me han permitido profundizar en los nuevos conocimientos y dotarlos de significado. Recuerdo especialmente las lecciones de geografía que, sin duda, me abrieron la mente a nuevas formas de ver la vida. Nunca me animé a decírselo, pero en aquellos momentos de oscuridad, fue muy importante para mí poder ir más allá de mi dolor y del de mis padres. En el Instituto disponemos de mapas en relieve en los que se representa todo el mundo con gran detalle. Por favor, transmítale a mi hermano Silou que nunca olvidaré el suyo y que, siguiendo su ejemplo y con materiales de desecho, yo también he confeccionado algunos para los más pequeños. Me llena de orgullo comunicarles que ya he aprendido a leer frases. Los libros que el doctor Haüy adaptó para que los ciegos pudiéramos tener acceso a la lectura son un auténtico tesoro. Dios quiera que, con el tiempo, se disponga de dinero para seguir su obra y hacer posible que nuestra instrucción no se quede en un simple sueño. Mis compañeros se sorprenden por mi facilidad para identificar los pájaros según su canto. Hace poco que gorriones, urracas y ruiseñores anuncian la llegada del buen tiempo y siempre que los oigo rezo por el abad Palluy. Sin su compañía y sabiduría nunca habría llegado a ser quien soy. Quisiera pedirle que comparta la lectura de estas líneas con mis padres. Los tengo presentes cada día en mis oraciones y espero verlos muy pronto durante las vacaciones de verano. Reciba un cordial saludo. LOUIS BRAILLE París, 7 de mayo de 1820 Después de la lectura de la carta, monsieur Bécheret guardó silencio unos segundos, durante los cuales no levantó la vista del papel. La estufa de leña de los Braille, que excepto en verano siempre ardía en cuanto se iba el sol, iluminó la ausencia del niño en la mecedora y, como respondiendo a una consigna, allí convergieron todas las miradas. Monique se tragó las lágrimas y Simon tomó la palabra con dificultad. —Mi esposa y yo le agradecemos mucho su visita y su amabilidad al leernos la carta de nuestro hijo. —No hay nada que agradecer, ya ven que lo he hecho por voluntad expresa de Louis. Todos nos sentimos muy orgullosos de él. Mañana iré a ver a los marqueses; si quisiera acompañarme... La invitación, que iba dirigida al guarnicionero, quedó flotando en el aire, antes de ser amablemente rechazada. Madame Braille obsequió al profesor con un poco de queso y vino y la conversación se diluyó sin profundizar en ninguno de los miedos o las dudas de los presentes. Cuando monsieur Bécheret dio por acabada la visita y se encaminó a la puerta, Monique le salió al encuentro. —Perdone. Ya sé que no tengo ningún derecho a... —No diga eso. Usted es su madre y tiene todo el derecho del mundo. ¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el profesor al ver cómo la pena asomaba a su cara. —Me da vergüenza, yo... —¿Qué te ocurre, Monique? —preguntó Simon, preocupado por la intervención de su mujer. —No reconozco a mi hijo en esas palabras. Sí, ya sé que su tutor le ha ayudado en la redacción de la carta, pero ¿cómo puedo tener la certeza de que se encuentra bien si él no puede decírmelo? —Lo ha dejado muy claro, ¿es que no has oído al profesor? —Dígame, monsieur Bécheret, ¿usted qué cree? —Louis es inteligente y muy avispado, seguro que habrá encontrado su lugar —respondió el profesor, intentando resultar lo más convincente posible. —Si usted supiera algo... —Se lo diría, estimada Monique. Quédese tranquila; no hay motivos para sospechar nada malo, más bien al contrario. ¡Y en un par de meses lo tendrá en casa de vacaciones! —¿Cuándo? ¿Cuándo le permitirán salir? —Ya lo has oído, está bien de salud y avanza en sus estudios —intervino Simon—. ¿Qué más quieres? Lo más importante es que harán de él un hombre. No lo puedes tener siempre bajo tus faldas. Si no viene en julio será en agosto. La madre de Louis no volvió a abrir la boca. Como todos los días, fue a los fogones para preparar la cena, pero su marido le dijo que había de terminar un encargo para la primera hora de la mañana, de modo que cenaría más tarde, quizá cuando ella ya se hubiera acostado. Monique fingió dar crédito a sus palabras y se limitó a asentir en silencio. Plantada en medio de la sala, vio que el hombre se dirigía a las escaleras que conducían al taller, el lugar donde había empezado la pesadilla. Su sombra, que el candil proyectaba sobre la pared, se movía con pesadez. Simon nunca mostraba su debilidad, pero desde el aciago suceso apenas se le había vuelto a oír tarareando una melodía. Además, Monique había descubierto hacía tiempo la existencia de una botella de aguardiente, escondida dentro de un capazo donde su marido amontonaba recortes de cuero. Ni siquiera eran las ocho de la tarde, pero con el cielo nublado ya había oscurecido. La mujer del guarnicionero removió las brasas para tener la compañía de una pequeña llama y se sentó en la mecedora que estaba orientada hacia la ventana. Más tarde, cuando las nubes dieron paso a un cielo limpio y sereno, se dio cuenta de que Arcturus brillaba con su luz anaranjada sobre los tejados humeantes de Coupvray. Siempre que Monique veía aquella estrella, los ojos se le llenaban de lágrimas. Aquel día estaba demasiado cansada para oponer resistencia y dejó que le rodaran por las mejillas. —Nunca más podrás verla, hijo. Con lo lejos que estás, no me queda ni el consuelo de pensar que coincidimos en este punto brillante que tanto te llamaba la atención de pequeño. Farfullabas su nombre y todos nos reíamos al oír una de las primeras palabras que Marie Céline te enseñó. Nunca me he atrevido a traerte este recuerdo a la memoria, Louis. No he vuelto a hablar de ello con nadie, pero, en las noches de insomnio, he sorprendido a tu padre buscando al guardián de la osa, tal como lo denominaba el viejo profesor, monsieur Petit. La esposa del guarnicionero siguió hilvanando palabras mientras se mecía con parsimonia, con los brazos cruzados sobre el vientre. Era la única manera que conocía de remendar su soledad. DE PROFUNDIS París, mayo de 1820 Los profesores más antiguos del Instituto no recordaban un mes de mayo tan tempestuoso como aquel. Día tras día, el cielo soltaba su lamento y, a menudo precedida de rayos y truenos, la lluvia lo inundaba todo. En las calles de París ya no se amontonaba la nieve, ni siquiera el barro. Las aguas turbias fluían libremente, buscaban las pendientes, bajaban desbocadas por las escaleras y arrastraban miserias hechas de madera, ropa o cartón. Las noches volvían a ser oscuras, impenetrables. Las nubes ocultaban una frágil luna menguante y la tormenta inutilizaba las farolas de aceite colgadas en las calles, a suficiente altura para que la gente no pudiera alcanzarlas y los carruajes circularan sin dificultad. Hacía días que el personal encargado del servicio de mantenimiento no podía bajarlas para sustituir las mechas o el aceite consumido. Y, como era de esperar, semejante situación se había aprovechado para perpetrar robos y fechorías. Tres meses después del asesinato del duque de Berry, sobrino del rey, París estaba sometida a unas medidas represivas inusitadas. La única esperanza de la dinastía era proporcionar un heredero varón para el trono. La gente vagaba por las calles descontenta, mientras el ruido de sus estómagos portaba noticias de la carencia de alimentos. Se hablaba de desgracias personales y bajos inundados. Pero, por encima de estos episodios que afectaban especialmente a los más desamparados y parias de la sociedad, todas las miradas estaban puestas en el Sena. El nivel de las aguas crecía peligrosamente y amenazaba con provocar inundaciones. Eran muchos los que se ganaban el sustento cerca del río y, dadas las circunstancias, desde barqueros a limpiadores y esquiladores de perros, pasando por adivinos o prostitutas, se habían quedado sin trabajo en aquella parte de la ciudad. Hacía días que las riberas, siempre ocultas por aglomeraciones de pequeños botes y gabarras, que se empleaban para transportar mercancías pesadas, se recortaban contra la piedra. Los más intrépidos o desesperados, aquellos hombres que abundaban a orillas del río a la espera de ser contratados para cargar bloques de piedra, fardajes o cualquier otro artículo hasta los muelles, ahora se jugaban la vida por unas monedas empujando las ruedas de las grúas y poniéndolas a salvo de la corriente. En Notre Dame se celebraban misas pidiendo la intercesión de la Virgen María y las velas ardían día y noche. Y en cualquiera de las iglesias de París, por pequeñas que fueran, se elevaban plegarias y se ofrecían novenas. Sin embargo, los ruegos no fueron escuchados. Como si se tratara de un castigo por los excesos que se habían cometido, las primeras tierras afectadas fueron las contiguas al Quai Saint-Bernard. El gran mercado y almacén de vinos y aguardientes, uno de los negocios más prósperos de la ciudad, corría el peligro de desaparecer bajo las aguas. Aquel lugar era de sobra conocido por todos los chicos y chicas del Instituto, puesto que pasaban por delante de él al dirigirse al Jardin des Plantes. Al hacerlo, una ficticia sensación de embriaguez los llevaba a hacer bromas al respecto. Era la cita de todos los jueves. El ajetreo en las inmediaciones del almacén era mayúsculo. En circunstancias normales, la exportación a gran escala de productos alcohólicos se llevaba a cabo por el río. Las dos barreras del puente de Bercy eran demasiado estrechas para el tránsito de los convoyes. En las calles aumentaban las dificultades y el producto continuaba en los muelles, por más que capataces y operarios buscaran una salida con desesperación. Más de cien mil botellas de vino, el trabajo de muchas familias y el suministro a la ciudad corrían peligro. Las inundaciones habían conseguido que el caos engullera los planes establecidos. En el edificio que ocupaba el Instituto de Jóvenes Ciegos las cosas tampoco iban mucho mejor. Aquella construcción destartalada, que arrastraba más de quinientos años de mala vida, se había llenado de goteras y humedades y, según decían, en el sótano había dos palmos de agua. El terreno donde estaba construido tampoco ayudaba nada. El desnivel respecto a la calle favorecía que las aguas feculentas, procedentes de un alcantarillado incapaz de tragárselas sin el correspondiente vómito, fueran a parar allí sin control. Emmanuel, la campana mayor de Notre Dame ubicada en la Torre Sur, y la única que se había salvado de ser destruida durante la Revolución, ya no se limitaba a marcar las horas del día. Su toque quejumbroso se sumaba a todas las demás para poner en alerta a la población. —La verdad, da mucho miedo —comentó Louis a monsieur Tor. Hacía un buen rato que los alumnos del taller de cestería habían abandonado el cáñamo y ayudaban a desalojar los locales más afectados por el agua. Pero es que resultaba muy difícil seguir con sus obligaciones ante tanto repicar. —Se lo había oído decir a mi padre cuando era pequeño —comentó el profesor—, pero nunca había tenido oportunidad de escuchar este toque de campanas en la iglesia de Saint-Severin. ¡Es impresionante! Intervienen todas ellas, una por una, de menor a mayor, poco a poco. ¿Las oyes? —Sí —respondió Louis—. Diría que siguen un patrón: dos veces cada una de las campanas más pequeñas, una vez la campana mayor. Y vuelta a empezar. —Cierto —dijo sin dejar de aguzar el oído ante aquel tintineo—. Pero, fíjate bien, hay otra... —¡Sí, tiene razón! ¡La oigo! —exclamó Louis, abducido por aquella melodía, tan hermosa como terrible—: Hay otra que parece acompañarlas de fondo, en la distancia. —Es una de las campanas más antiguas de París, ¡tiene cuatrocientos años! Es la campana consagrada y se deja oír de forma lenta, con un solo compás mientras las otras repican. Las siluetas de monsieur Tor y Louis Braille parecían no pertenecer a la escena principal. Mientras a su alrededor reinaba el descontrol, ellos permanecían abstraídos, extrañamente felices. Sin embargo, la realidad se impuso e hizo añicos el hechizo. Un relámpago rasgó el cielo, un espectáculo estremecedor para cuantos lo vieron. No fue el caso de los ciegos. Sin previo aviso, el retumbo de un trueno les heló la sangre en las venas. Aquel estrépito se prolongó en el ambiente y más de un chillido lo acompañó antes de desaparecer. Louis reaccionó con determinación. Ya no quedaba ni rastro de aquel niño asustadizo que meses atrás se acurrucaba en la cama como si quisiera desaparecer. Ahora tenía muy claras sus prioridades. Por un lado, debía asegurarse de que la biblioteca de los libros en relieve no sufriera ningún desperfecto y, con la misma urgencia, quería tener noticias de Margot. Desde la última conversación en los lavaderos, la chica había desaparecido del mapa. No obstante, ninguna de las dos cosas estaba a su alcance. Si ya era complicado desplazarse por aquel espacio embarullado, construido a trompicones, casi siempre fruto de la urgencia, el desbarajuste reinante lo hacía poco menos que intransitable. Algunos de los más pequeños y los recién llegados no se atrevían a moverse del dormitorio por temor a tropezar o a perderse; otros aseguraban haber oído los gritos de las chicas y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, habían echado a correr hacia las dependencias prohibidas. Los maestros y celadores se esforzaban por mantener cierto orden, pero había que poner las viandas del almacén a buen recaudo y echar una mano en las cocinas. Louis silbaba. Silbaba la canción de Frère Jacques y aguzaba el oído. Algunos de sus compañeros se burlaban de él, otros pensaban que se había vuelto loco, mientras que sus amigos le recomendaban que no perdiera el tiempo y que estuviera por la labor. El acceso a las cocinas resultaba impracticable y en conserjería no respondía nadie. Siete, ocho, nueve... quince pasos hasta llegar a la biblioteca, después de bajar nueve escalones y subir dos más en ángulo recto con respecto al pasillo. A Louis le pareció que había alguien en aquel espacio que consideraba sagrado. Empujó la puerta sin llamar y la hoja de madera cedió con docilidad. Una voz conocida lo recibió con alegría manifiesta... —Louis, ¡no podrías ser más oportuno! Ayúdame a poner estos volúmenes en el estante más alto del armario —pidió monsieur Pignier. —¿De verdad cree que esto puede ir a más? —Cosas más extrañas he visto. ¡Por nada del mundo querría poner en peligro el trabajo de toda una vida! Mover cualquiera de aquellos volúmenes suponía un arduo esfuerzo para una persona sola. Braille seguía las indicaciones de su profesor y manipulaba los libros con gran respeto. Un orgullo íntimo acompañaba cada uno de sus gestos. De alguna manera se sentía escogido y halagado. A su entender, los libros de Haüy eran la única puerta al conocimiento de que disponían los ciegos. Sin acceso a la lectura, el mundo quedaba reducido a su triste realidad. Tenía entre sus manos el camino que lo podía llevar a la cultura, el pensamiento y, precisamente por eso, a la libertad. —Gracias, profesor —dijo Louis, como respuesta a la necesidad de compartir, de alguna manera, la emoción que sentía. —¡Gracias a ti! —¿Puedo hacer algo más? —Estoy un poco preocupado por Joseph. Cuando lo he dejado, le había vuelto a subir la fiebre y tiene una tos que no me gusta nada. —Ahora mismo voy para allá. Esta humedad no le conviene. ¿No sería posible encender un poco de fuego, para caldear la habitación? —Me temo que eso no está en mis manos. Las órdenes del director son estrictas, en cuanto llega la primavera no se puede acceder a las provisiones. —Pero este año el tiempo... —No insistas, Louis. —¿Dónde se guardan estas provisiones, profesor? —¿Qué estás pensando? —Nada. Era simple curiosidad. —No eches a perder la oportunidad que te ha sido otorgada, Louis. No hagas nada que pueda perjudicarte. ¿Entendido? Louis dio la respuesta afirmativa que su maestro le exigía, pero algo se agitó en su interior. Mientras subía lentamente las escaleras que llevaban al dormitorio, desoyó los portazos que alguien se empecinaba en hacer retumbar muy cerca; tampoco prestó atención a los gritos de unos y otros escapando del caos o avivando sus efectos. Un único pensamiento centraba toda su atención: ¿todo vale para conseguir lo que uno quiere? No hizo falta llamar a Joseph para saber si se encontraba o no en la habitación; la tos daba fe de su presencia. —¡Estás helado! —exclamó Louis, acercándose mucho a su amigo. Joseph no respondió. Temblaba tanto que le castañeteaban los dientes y Louis decidió que la situación había llegado al límite. Aprovechando la confusión y el desbarajuste reinantes, volvió a la conserjería. Llamó a Margot y también a su padre, pero fue en vano, igual que en los intentos anteriores. Entonces se le ocurrió la manera de llamar la atención del conserje. Sin evitar ningún ruido, fue tanteando hasta encontrar una silla. Se encaramó a ella y se arrastró por el mostrador para saltar al otro lado y buscar allí la llave de la puerta de entrada. Calculaba que no podía estar muy lejos, porque muchas veces había oído el tintineo del metal cuando abrían un cajón. Tal y como había previsto, monsieur Demezière lo cogió por las orejas y lo arrastró al exterior. —¿Es que ha perdido el juicio? ¡Este comportamiento no es propio de usted! —¡Solo cumplo órdenes! Le he buscado pero... —¡Sí, hombre! ¿Alguien le ha dicho quizá que puede disponer de las llaves cuando le venga en gana? —preguntó el conserje con socarronería. —Necesitamos leña. —¿Leña, dice? Hace un mes que el pozo está cerrado a cal y canto. —¿No ve que esta situación no es la habitual? ¿No podemos sacarla de algún otro sitio? —No creo. La que estaba en los bajos debe de estar muy mojada. —¿Y la del pozo no? —preguntó Louis, intentando sonsacarle la información. El tira y afloja duró lo suficiente para que Louis obtuviera todos los datos que precisaba sobre el sitio donde la guardaban, a pesar de que monsieur Demezière a veces llamaba «pozo» a ese lugar oculto y otras se refería a él como «cueva». Llegada la noche le confió su intención a Gabriel Gauthier, pero este se escandalizó, le dijo que era muy peligroso e intentó por todos los medios que abandonara esa idea. —¡Si no quieres ayudarme, se lo diré a los reyes del día! —¿Y ahora qué mosca te ha picado? —No es justo que nos tengan en estas condiciones. Es la segunda recaída de Joseph y no pienso permitir que se lo lleven como hicieron con Albert. —Pero es que no lo conseguiremos, Louis. Si nos pillan será peor. ¿Ya has olvidado el último castigo? —¡No me lo recuerdes! ¡Todavía me gruñen las tripas! —Necesitamos refuerzos. ¿Has podido hablar con Margot? —No sé dónde se ha metido. No entiendo qué le pasa. Por más vueltas que le doy no logro comprender qué ha podido molestarla de este modo. Tú estabas allí... —No sé, Louis. Si no fuera porque la tengo en buena consideración, diría que ella tampoco es de fiar. —¿Qué insinúas? —No lo sé, no te enfades. Pero estarás de acuerdo conmigo en que se hizo la loca cuando le pediste ayuda, ¿verdad? —Pues más o menos como tú intentas hacer ahora. Gabriel, por favor, tienes que ayudarme a conseguir leña. Si no hacemos nada y a Joseph le pasa algo, no me lo perdonaré nunca. No fue fácil escoger a otros dos compañeros que fueran de toda confianza. De hecho solo uno de ellos decidió participar movido por la compasión que le inspiraba Joseph: se trataba de Hippolyte, un chico un año menor, menudo pero avispado y de buen corazón. El otro, Alfred, fuerte y un par de años mayor, se vendió por tres raciones de pan, una pastilla de jabón y algún deseo inconfesable que solo confió a Louis al oído. No era momento para negociaciones y se dio el asunto por zanjado. Aquella noche, aprovechando la lluvia y el retumbo de los truenos, los cuatro chicos se dieron cita en el pasillo. Según las informaciones del conserje, para llegar al pozo o cueva había que bajar primero al sótano. Una vez allí, unas escaleras ubicadas al fondo conducían al lugar indicado. «Como podéis imaginar, el pozo está protegido», había comentado Demezière con socarronería. Sin saber a ciencia cierta qué implicaba eso y proclamándose guía y líder del grupo, Alfred compareció a la cita cargando un saco a la espalda. En el interior había una barra de hierro, unas tenazas y una cuerda. —No se trata de ir a buscar la leña con las manos desnudas —dijo, para explicar a los demás su carga. —Con un poco de suerte lo conseguiremos. Algunos profes se han marchado a casa de algún pariente o amigo, y los demás ya tienen suficiente trabajo con achicar agua de sus dependencias o vigilar el caudal del río —comentó Hippolyte. —¡Aún no me explico cómo me he dejado liar en esto! —exclamó Gabriel, moviendo la cabeza de un lado a otro—: ¡Estáis locos! ¿No os dais cuenta? ¡Pueden estar observándonos sin que nosotros tengamos ni idea! ¡Somos ciegos! —Deja de decir eso —exigió Louis, empleando un tono más grave del que tenía acostumbrados a sus compañeros—: Si no fuéramos ciegos no estaríamos aquí, no tendríamos que suplicar que encendieran el fuego porque tenemos frío. Pero aparte de eso, somos más cosas, Gabriel. No somos cortos de entendederas y tenemos que aprovechar nuestras habilidades. ¿Acaso sabes de alguien que, sin ser ciego, pueda orientarse con los ojos vendados, que sepa leer al tacto o intuir una presencia por el olor? Si hubieran podido verse unos a otros, habrían observado que sus expresiones de extrañeza y admiración coincidían. Todo el mundo tomaba a Louis por un alumno listo pero retraído. No era de los que daba la nota ni tampoco hablaba si no era estrictamente necesario. Pero aquel muchacho de piel clara y cabello rubio, de aspecto frágil, que inclinaba la cabeza hacia un lado y que se escapaba a la biblioteca siempre que podía, había mudado el semblante y la voz. Braille no estaba dispuesto a dejar morir a Joseph ni tampoco olvidaba a Albert. Era una cuestión de justicia, de conciencia. Después de escuchar aquellas palabras, todos enderezaron la espalda e incluso Hippolyte pareció más alto. Bajaron por las escaleras uno tras otro, con todos los sentidos de que disponían aguzados al máximo. Se diría que, al avanzar, iban trazando un mapa mental del espacio que recorrían. Muchas de aquellas señales habrían pasado desapercibidas a los videntes, pero para ellos resultaban de vital importancia. El chapoteo sobre el suelo mojado hacía más sonoros sus pasos, pero también los de cualquiera que anduviera cerca, por lo que era más fácil advertir si tenían compañía. Habían acordado que si alguien les preguntaba qué hacían allí a aquella hora, dirían que había goteras en la habitación y que iban a buscar barreños, orinales o palanganas, cualquier cosa que les pudiera resultar útil. De vez en cuando Alfred interrumpía el avance de sus compañeros o les daba alguna indicación. —Cuando lleguemos al piso de abajo, necesitaremos la llave para abrir la puerta del sótano. Has dicho que ya lo tienes previsto, ¿verdad, Louis? —Sé dónde las guarda el conserje, pero quizá tengamos suerte y no nos hagan falta. —¿Cómo? —Todo está patas arriba. Han estado recogiendo agua, sacando cajas de patatas y vete a saber qué más. La lluvia no ha amainado, de modo que probablemente aún no hayan terminado. Con un poco de suerte, no habrán cerrado la puerta. No han dejado nada de valor ahí dentro. La hipótesis de Louis se cumplió y encontraron la puerta abierta, pero el barro y los trastos que habían desestimado o aplastado los encargados de la limpieza campaban a sus anchas. Cuando el primero de los cuatro muchachos alertaba de un nuevo obstáculo que les impedía el paso, los otros tres ya estaban en el suelo. Y después de tantos zigzags, perdieron el sentido de la orientación. —Por cómo se traga la voz, este espacio es muy grande y, aunque nos pasemos aquí toda la noche, no lo conseguiremos —sentenció Hippolyte, que avanzaba con recelo y, con el uniforme pegado al cuerpo, parecía un saco de huesos. —¡Estamos hablando de unas escaleras, no de una aguja! Sabemos que están en el fondo de la sala. ¡No seáis miedicas! —espetó Alfred. —¡Muy bien, Alfred! —dijo Gabriel en tono burlón—: Imagínate que conseguimos encontrar las escaleras, que logramos romper el candado del pozo y, luego, de subir la leña. ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin tropezar y llegar al dormitorio sin que nos descubran? Un golpe seco en la puerta dejó a Gabriel con la palabra en la boca y a Alfred sin tiempo para responder. De forma instintiva, los cuatro se acurrucaron donde buenamente pudieron. Transcurridos unos minutos sin indicios de que tuvieran compañía, Louis tomó la iniciativa. —Debe de haber sido el viento. Venga, sigamos. Pero en cuanto se pusieron en marcha, la puerta volvió batir tres veces consecutivas. Esta vez, Hippolyte dio un respingo y se lanzó al cuello de Alfred, que andaba delante de él. —¡Me estás estrangulando! Cuando se quitó al muchacho de encima, Alfred notó que temblaba como una hoja. De nuevo se produjeron unos instantes de silencio y solo el fuerte latido de los cuatro corazones se erigió en la frágil banda sonora de aquel rincón de mundo. —¿Hay alguien ahí? —preguntó Louis con voz quebrada. Nadie respondió y, poco después, siguieron su búsqueda sin atreverse a abrir la boca. —¡Una rata me ha rozado los pies! —Hippolyte, por favor. Suponiendo que sea eso, el bicho tendrá más miedo que tú —comentó Gabriel. —¡Las he encontrado! ¡He encontrado las escaleras! ¡Venid! —los llamó Alfred, eufórico. En poco tiempo, el pequeño grupo rodeó el pozo. Tal y como habían supuesto, un grueso candado impedía el acceso al contenido. Fue el mismo Alfred quien, con gran maña, lo abrió con ayuda de las herramientas que llevaba en el saco. Después, la colaboración de sus compañeros haciendo palanca sobre la pesada tapa de acero bastó para dejar el pozo al descubierto. De manera instintiva, metieron la mano en el interior, pero no alcanzaron a tocar absolutamente nada. Acto seguido, lanzaron una piedra para calcular la profundidad de aquel agujero. —Creo que no serán más de tres o cuatro metros —dijo Louis. —No nos habías dicho nada de esto —se quejó Gabriel. —¿Y cómo iba a saberlo? ¡Nunca había estado aquí! —No perdamos más tiempo. Quitaos los cinturones —ordenó Alfred. —Espera, espera —dijo Hippolyte, retrocediendo un paso—: ¿Se puede saber qué pretendes? —Pues coger la leña. ¿O no es eso lo que hemos venido a hacer? Como nadie hizo ninguna observación al respecto, Alfred retomó su discurso, mientras disponía los cinturones de manera que formaran una sola correa. —No os preocupéis, lo he hecho decenas de veces. Me he descolgado por la ventana de mi habitación con cinturones como estos, y lo de aquí es una altura ridícula. ¡Venga, Hippolyte, manos a la obra! —¿Cómo dices? ¡No! ¡Ni loco! ¡Baja tú, si tan claro lo tienes! —¿Y me subirás tú, quizá? ¿No ves que peso quince kilos más que cualquiera de vosotros? ¡No seas gallina! Dicho y hecho, la operación se llevó a cabo sin ningún percance. Hippolyte refunfuñó la primera vez, pero después no opuso resistencia. Cogía una carga de leña e inmediatamente lo izaban. Cuando completó cuatro cargas, una para cada uno, terminó su cometido. A continuación metieron la leña en sendos sacos que llevaba Alfred y este los distribuyó, dándole a Hippolyte el que pesaba menos. —¡Buen trabajo! Ahora colocaos los fardos sobre los hombros; tenemos que procurar que no se mojen, porque de lo contrario no arderán. El trayecto de vuelta resultó mucho más fácil de lo que se habían temido. Todos lo atribuyeron a la buena suerte. Todos menos Braille, que sabía perfectamente el nombre del ángel de la guarda que los guiaba. La oyó silbar una sola nota de la canción que compartían y enseguida supo que era la señal para salir. De buena gana la habría llamado por su nombre, pero no se podía permitir ningún desliz, de modo que aguzó el oído y esta vez fue él quien guio a sus compañeros para la vuelta. La estufa de la habitación se tragó parte de aquella leña con un hambre voraz. Trasladaron a Joseph lo más cerca posible del fuego y, a continuación, los cuatro aventureros cayeron sobre el catre, rendidos pero satisfechos. Entonces habló Hippolyte... —Tenías razón, Louis. Somos ciegos, pero también somos muchas más cosas. Gracias. UNA DESPEDIDA CON CONSECUENCIAS París, junio de 1820 No era excepcional que un alumno de la institución abandonara el recinto metido en un ataúd. La media anual era de cinco muertos y a nadie le extrañaba que unos niños enfermizos y desgraciados sucumbieran a los rigores del invierno, a las fiebres o a la tuberculosis. —¡Bendito sea Dios por poner fin a su sufrimiento! Aquella era la exclamación que salía de los labios de Babette cada vez que uno de aquellos desventurados moría. Y la reacción de su hija tampoco se hacía esperar. —Madre, usted todo lo arregla santiguándose y rezando jaculatorias. No caerían como moscas si... —¡Calla, deslenguada! ¿Acaso quieres que acabemos debajo del puente? ¡Si te llega a oír tu padre te cruza la espalda con la correa! Nunca reniegues ni hables mal de quien te da de comer y te cobija. —¡No nos dan ninguna limosna, madre! Trabajamos de sol a sol y vivimos en una madriguera. Ni siquiera el tufo que respiramos en ese cuchitril nos pertenece. —¡No quiero oír ni una palabra más! —exclamó la mujer dando por zanjada la conversación. Después, con un leve movimiento de cabeza, como quien asiente sin convicción ante algo inevitable, musitaba las mismas palabras, gastadas a fuerza de repetirlas... —Este carácter te traerá muchos problemas, hija. Quizá por eso, porque Margot no estaba dispuesta a escuchar sermones ni lamentos, y porque sabía que Louis la necesitaría muy cerca, aquel luminoso martes de junio no se presentó a la cocina a la hora acostumbrada. Los alumnos ya se habían distribuido por las diferentes aulas cuando, coincidiendo con la hora del ángelus, Joseph expiró, con la única compañía de Louis. Este se había negado a abandonarlo; no permitiría que, como Albert, cayera en manos de Dufau. Para poder quedarse con él, llevaba dos días fingiendo una indisposición y provocándose el vómito. Cuando llegó el momento de la despedida, Braille no necesitó el sentido de la vista para saber exactamente lo que ocurría. Los escalofríos que sacudían el cuerpo de Joseph, delgado y rígido, dieron paso a la calma, la tos desapareció y su pecho cansado dejó de jadear. La suave presión que ejercía sobre la mano de Louis se desvaneció en un último lamento que el toque de campanas acalló, tal como hacía con tantos otros llantos de aquel París en carne viva. Y, después, el silencio. Un silencio ensordecedor se apoderó de la sala, a rebosar de camas vacías y sábanas arrugadas, con orinales de porcelana blanca en los rincones, que amarilleaban impunemente. Louis pensó si era de recibo cerrar los ojos de aquel cuerpo inerte. Decían que era lo primero que había que hacer antes de que se instalara la rigidez. Pero ¿qué sentido tenía en el caso de Joseph o en el de cualquier ciego? La única respuesta que lo animó a seguir el ritual era que, para los videntes, tal vez le conferiría un aspecto más amable. Tal vez... Porque, en realidad, ellos eran como pequeños topos. Y si, tal y como decía monsieur Bécheret, la presencia de aquellos animalillos solo se detectaba por los diminutos montículos que aparecían en el suelo, la de los alumnos del Instituto no era más notable. Sin embargo, a diferencia de aquellas criaturas, ellos no estaban diseñados para el medio donde les había tocado vivir. Los topos disponían de un pelaje que les permitía desplazarse por los túneles en cualquier dirección sin quedarse pegados a las paredes. En cambio, el cuerpo de Joseph, el de cualquiera de sus compañeros, el suyo mismo, estaba desnudo, como una pieza defectuosa que no encajaba y que no era más que motivo de escarnio o compasión. Este último pensamiento lo impulsó a palpar el rostro de su amigo. Con las yemas de los dedos, deslizó los párpados sobre las órbitas vacías, huérfanas, y un escalofrío le recorrió la espalda. Si hubiera podido ver, la palidez de la piel de Joseph le habría anunciado un tacto gélido, pero aquella frialdad casi metálica le hizo retirar la mano de forma brusca, apresurada. Ya llevaba un rato encogido a los pies de la cama cuando Margot entró en la estancia. —Vamos, Louis. Ya no podemos hacer nada por él. Ya vienen a llevarse el cuerpo. —¿Cómo dices? —El padre de Joseph, Dios lo tenga en su gloria, dejó dicho en su testamento que donaba el cuerpo de su hijo a la Escuela de Medicina y Anatomía. —¿Lo despedazarán? Margot no respondió de inmediato. Tragó saliva y, sin encontrar ninguna excusa para endulzar la verdad, añadió: —Su madre volvió a casarse y nunca ha venido a verlo. Eso sí, enviaba el dinero puntualmente. —¿Cómo es posible que una madre haga eso? —No la juzgues, Louis. A veces la vida no es fácil... —¡No lo permitiremos, Margot! ¡Era nuestro amigo y merece un entierro digno! —No te empeñes, es inútil. No podemos hacer nada más por él. —Es evidente, ni por él ni por Albert, ¿verdad? Tenemos una conversación pendiente, bien lo sabes. ¿Es que no te das cuenta? —¡Calla! —¿Por qué he de callar? Es cuestión de tiempo que todos corramos la misma suerte. La voz de dos desconocidos irrumpió en la sala y dejaron la conversación a medias. —¡Apartaos, que no tenemos todo el día! Imagino que estos zapatos eran de él —dijo uno de los dos hombres y, sin esperar respuesta, arrojó dentro de un saco las pocas pertenencias que el chico tenía esparcidas en un anaquel a dos palmos del suelo. Después, con gesto mecánico, envolvió el cadáver con la sábana donde yacía y se lo cargó a hombros como un fardo. Margot asistía muda a la operación. Por primera vez pensó que el hecho de no ver suponía una ventaja. No podía ni imaginarse cómo estaría Louis reconstruyendo la escena. Sin duda lo hacía con más crudeza de lo que ella misma contemplaba, si es que eso era posible: daba significado a cada sacudida, a cada desplazamiento del aire, por sutil que fuera, husmeando cada efluvio de sudor y de orina, o ese otro olor que ahora le asaltaba y lo estremecía y al que era incapaz de ponerle nombre. Cuando los dos desconocidos se disponían a iniciar el descenso por la escalera, Guillié los paró para dirigirles unas palabras. Ni Louis ni Margot prestaron atención. Sentados el uno junto al otro, se dieron las manos y dejaron que el calor de la piel se convirtiera en el mejor bálsamo. Hasta el día siguiente, después de la misa ofrecida por el descanso eterno del alma de Joseph, Margot no reunió el valor necesario para enfrentarse a los hechos y hablar con Louis sin tapujos. —Albert también ha muerto —espetó la chica sin más. —¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Quién te lo ha dicho? —Fui al hospital y me informaron. —¿Qué? ¿Cómo fue? ¿Cuándo? ¿Tendré que sacarte las palabras con tirabuzón? —preguntó Louis al darse cuenta de que su amiga hacía una pausa excesivamente larga. —¡No es tan sencillo, Louis! Verás, yo no sabía nada. Bueno, no quería saber nada. Ya tengo suficientes quebraderos de cabeza para andar hurgando en la vida de los demás. —Margot, por favor, suéltalo de una vez. Me estás poniendo nervioso. —El doctor Guillié tiene una consulta privada. —¡Ya te lo dije! —Trata a gente rica. A veces vienen de lejos en busca de un milagro. A menudo practica cirugías nuevas y necesita... Pues, eso, material de repuesto o, simplemente, de estudio para seguir investigando. —¡Un momento! ¿Te refieres a que usa órganos de personas vivas para sus estudios... o vete a saber para qué? La chica asintió en silencio. Al darse cuenta de que Louis no podía ver su gesto y que se inquietaba, respondió... —Sí, eso mismo. —Y nosotros somos material para sus experimentos. ¡Como conejillos de Indias, tal cual! —Solo cuando... —¡No, Margot! Si lo que insinúas es que nos utiliza cuando ya no servimos para nada, no me consuela lo más mínimo. Si hubieran trasladado a Albert al hospital cuando todavía estaban a tiempo... Pero ¿de dónde has sacado esta información? ¿Por qué no dijiste nada? ¿Te das cuenta de que callar es consentir? —Y tú, ¿te das cuenta de que algunos de nosotros bastante trabajo tenemos con sobrevivir? Si hubiera hablado, habría puesto en un compromiso a mi padre... —Espera, espera. A ver si lo entiendo. ¿Qué tiene que ver tu padre con todo este despropósito? —preguntó Louis con el pavor reflejado en el rostro. —¡Él no ha hecho nada! —Entonces, ¿por qué dices que puede perjudicarle? —¿En qué mundo vives, Louis? A ver si te enteras de una puñetera vez, nosotros no contamos para nada. ¡A los demás les importa un carajo lo que nos pase a ti, a mí o a mi padre! ¡Somos el último mono, pobres diablos que se pueden reemplazar sin problema alguno! Mi madre está delicada de salud y no pienso exponerla a ningún peligro. Si lo denunciara, se reirían de mí en la cara... —¡Pues ya lo haré yo! —¡Estás completamente loco! ¿Crees que a ti te tomarían en serio? ¡Eres ciego, Louis! —¿Y eso qué tiene que ver? —Te acribillarán a preguntas y no tendrás respuestas. ¿No lo entiendes? —¡Claro que lo entiendo! ¡Perfectamente! —exclamó Louis antes de dar media vuelta, visiblemente contrariado. —¡No te lo permitiré! Quizá ya te lo he dicho, pero, por si acaso, volveré a repetírtelo —se quejó Margot enérgicamente cogiéndolo del brazo—: No soporto que me dejen con la palabra en la boca. Odiaba a mi padre cuando me lo hacía de pequeña y dije que no se lo permitiría a nadie más. ¡O sea que espera, porque todavía no he terminado! El hecho de que yo te entienda no significa que los demás también lo vayan a hacer. Eso ya lo sabes. Si no fueras tan... tan... —¿Tan qué? —¡Tan digno! Después de aquella palabra, más bien escupida que dicha por voluntad propia, y que, a pesar de ser pronunciada por sus propios labios, no sabía a ciencia cierta de dónde había salido, se hizo el silencio. Los dos se quedaron frente a frente. El pecho les palpitaba. Ella lo miraba con lágrimas en los ojos y él los podía sentir, húmedos, clavados en su rostro. Margot cerraba los puños con fuerza y apretaba los dientes conteniendo la rabia, y también con un deseo incipiente al que todavía no sabía poner nombre. Louis se notaba extrañamente expuesto, como cuando de pequeño perdía el sentido de la orientación o no encontraba el fragmento de mapa que le permitiera resituarse en el espacio. Era una sensación de fragilidad no exenta del goce que suscita la aventura, el descubrimiento. La calidez del aliento de Margot, a una distancia tan escasa que habría podido salvarla fácilmente, le recordaba la huella del sol en las mejillas, en medio de un cruce misterioso a las afueras de Coupvray. Y, al igual que le sucedía entonces, se convertía en la brújula que apuntaba al norte. Sin embargo, ninguno de los dos jóvenes hizo ni un solo movimiento para provocar el encuentro de los cuerpos. Al cabo de unos instantes, Margot carraspeó y tomó la palabra, intentando transmitir desafección. —Sé de sobra que hay mucha gente que mira y no ve. Tengo dos años más que tú y llevo toda mi vida trabajando. No soy tan estúpida como todos pensáis. A veces, pasar por corta de entendederas te facilita la existencia. Toma nota de ello y no lo olvides. —Yo no te he dicho... —Sé lo que has dicho, Louis. Me he criado entre vosotros y he observado cómo os movéis. Durante mucho tiempo os tuve miedo. Mis padres me habían prohibido cualquier contacto. Me decían que, si me ponía a vuestro alcance, me tocaríais por todas partes y que eso no debía permitirlo, porque de lo contrario Dios me castigaría. Os veía, siempre de lejos, como bichos raros. Un día, mientras me preparaba para ir a la escuela, vino una familia a dejar a una niña. Explicaron que se trataba de la hija pequeña de un juez de prestigio. »Juliette solo tenía diez años; yo acababa de cumplir ocho y me impresionó mucho. Parecía una princesa, con unos modales muy refinados. Llevaba el pelo largo, sin embrollos, y era el cabello más rubio que había visto jamás. Toda ella olía a flores. Recuerdo que, a pesar de la rigidez de su cuerpo, no emitió ni una sola queja. De vez en cuando, sin hacer aspavientos, se acercaba un pañuelo a la nariz y olisqueaba el aroma durante unos instantes. »Su madre, una dama elegantemente vestida, crispó el rostro al ver el cuchitril donde tenía que dejar a su hija e hizo el gesto de hacerse atrás. Sin embargo, su esposo no se lo permitió. »Entraron los tres en el despacho del director y, después de comprobar que nadie me veía, seguí la escena por el ojo de la cerradura. Nunca olvidaré el fajo de billetes que fue a parar al bolsillo del doctor Guillié. Él, a cambio, prometió que la niña recibiría un trato especial y la mejor educación. »La adaptación de Juliette no fue fácil. Perdió el apetito y su rostro se hizo tan transparente que se le adivinaban las venas. El director empezó a temer por su salud, por la salud de la gallina de los huevos de oro, vaya. Y fue entonces cuando le dijo a mi padre que me hacía responsable. —¿A ti? ¿Qué podías hacer tú? —Debía jugar con ella, cepillarle el cabello, llevarle ropa limpia y fruta. Mi madre incluso le preparaba un barreño con agua caliente y jabón para bañarla una vez por semana. A veces yo también me ponía dentro, aquel olor me encantaba. Poco a poco fue recuperando el color en las mejillas. »¡Compartimos muchos ratos y aprendí más de lo que le enseñé! Juliette me hizo ver que ser ciega no significaba ser inútil. ¡Sabía más cosas ella sin ver que yo viendo! Y ¿sabes qué? El hecho de tenerle que explicar la realidad que nos rodeaba me obligaba a pensar de otro modo. Tenía que fijarme en los detalles. Ella quería saberlo todo y hacía preguntas extrañas... —¿De qué preguntas hablas? —Se le ocurrían cosas... —No te sigo. —Ella había visto hasta los seis años y recordaba momentos. Decía que se le habían borrado caras y lugares, pero que conservaba en la memoria sensaciones y colores. El naranja era lo más alegre, como una puesta de sol, comentaba con una ancha sonrisa. Y el gris era como el hollín que se te cuela por todos los poros y te hace estornudar o llorar. ¿Tú los recuerdas? —No sabría decirte. Es posible que los haya reconstruido a mi manera. No estoy seguro. —Cuando nos encontrábamos, lo primero que me decía Juliette era de qué color estaba. Cuando me aseguraba que era un día de color verde, las dos sabíamos que quería decir que estaba tranquila. Ella decía «serena». Yo no había oído nunca esa palabra; ni esta ni muchas de las que ella usaba. También me resultaba difícil imaginar las extensiones de hierba con las que asociaba ese color. Yo nunca he salido del barrio. —Gracias por contármelo, Margot. ¿Y Juliette sigue aquí? —En la pregunta de Louis se adivinaba la impronta de un deseo. —Se marchó a los catorce años, después de un resfriado que no se acababa de curar. El médico le dijo que la humedad no le convenía. Fue el verano antes de tu ingreso. Sus padres habían contratado, de manera privada, a una de las mejores profesoras que ha tenido esta escuela. Mademoiselle Bonnet hizo las maletas sin pensárselo dos veces. —¿Y el doctor Guillié lo permitió? —No hay nada que no se pueda conseguir con dinero. Mi padre dice que ganó una fortuna con esta operación. Y con los libros, claro está. —¿Libros? ¿De qué libros hablas? —Nada. No he dicho nada. —¡Por favor, Margot! —Si se llega a saber que me he ido de la lengua, no quiero ni pensar... —¿Somos amigos o no? —planteó Louis. —Vale, pero no hagas que me arrepienta. ¿Entendido? Louis asintió con la cabeza y Margot explicó cómo había descubierto en casa de Juliette los libros de escritura en relieve que habían desaparecido de la escuela simulando un robo, así como los adelantos que había hecho la chica con la lectura y la facilidad con que cosía, bordaba y tocaba el piano. —Pero ¿es que os seguís viendo? —Muy de vez en cuando... —¡Quizás ella o sus padres puedan ayudarnos a denunciar lo que ocurre! Por lo que dices se trata de gente bien relacionada. —Ya han sufrido bastante, Louis. No puedo comprometerlos de este modo y tampoco permitiré que tú lo hagas. Margot siguió pensando en la posibilidad de pararle los pies al doctor Guillié. Durante días dio excusas a sus amigos y apenas salía más que para hacer la compra al mercado y los recados puntuales que le mandaba su padre. Después de hablar con Louis, todo había vuelto con más intensidad a su memoria. No podía quitarse de la cabeza a Albert ni a André Bracq, aquel otro alumno que le precedió y que tuvo el mismo, y desafortunado, final. Una noche soñó que era Louis quien ocupaba la mesa de operaciones del doctor. Ella lo observaba desde la ventana, pero no podía hacer nada para impedir que el médico siguiera hurgando furiosamente en las cuencas de los ojos mientras soltaba maldiciones por los pésimos resultados obtenidos. Se despertó empapada en sudor y decidió que ese mismo día iría a visitar a Juliette. Seguro que ella sabría aconsejarle sobre cuál era la mejor salida para un asunto tan delicado. La chica la dejó hablar y, después de prometerle que ni Margot ni su familia saldrían malparados, la convenció de que era demasiado arriesgado seguir manteniendo en secreto todo lo que sabían. —Hay gente que nunca se da por satisfecha —dijo—. No puedes permitir que vuelva a pasar. Es un peso demasiado grande para llevarlo sobre tu conciencia. Margot no entendió del todo lo que había dicho la chica, pero concluyó que tenía razón y dejó que interviniera. Al cabo de una semana, el padre de Juliette ya había tomado cartas en el asunto. El ultimátum al doctor incluía la amenaza de graves consecuencias si el caso pasaba a manos de la justicia. En cualquier caso, todas las gestiones se llevaron a cabo con total discreción. Cuando el doctor Guillié fue a recoger sus pertenencias, se despidió de alumnos y profesores alegando motivos personales y de salud. Bastaba con eso y nadie tenía interés alguno en profundizar en el escándalo. Veinticuatro horas después su laboratorio quedó cerrado a cal y canto sin dar más explicaciones. En la escuela nadie se planteó muchas preguntas, aquel individuo no había despertado simpatías en ninguno de sus subordinados ni entre los residentes. La noticia de un nuevo nombramiento se recibió, pues, con alegría. El doctor Pignier no era el único candidato, también Pierre-Armand Dufau quería el cargo, pero escogieron al primero, un hecho del que enseguida se congratularon los alumnos. Después de tomar posesión del cargo, se le informó de que Valentin Haüy había vuelto a París hacía ya cuatro años y que, en ese tiempo, nunca se le había permitido visitar el instituto que él mismo había fundado cuarenta y ocho años atrás. El doctor Guillié lo había apartado sin contemplaciones y el anciano llevaba ahora una vida solitaria en un pequeño apartamento a pocas manzanas de la escuela. Pignier no se podía creer el trato que se había dispensado a Haüy y se apresuró a reparar el agravio. Tenían todo el verano para ponerse manos a la obra. Organizar una celebración especial para darle la bienvenida sería una motivación extra para los estudiantes y también una manera de empezar con buen pie su tarea al frente de la institución. Margot, agotada por la desazón de los primeros días, respiró aliviada al comprobar que su familia quedaba al margen. Juliette había cumplido su palabra. EL DISCURSO DE HAÜY París, 21 de agosto de 1820 El corazón de un centenar de alumnos ciegos latía con fuerza mientras se acercaba el carruaje que conducía a Valentin Haüy hasta las puertas del Instituto. Era el 21 de agosto y los chicos y chicas habían ajustado la estancia de verano en casa de sus padres para no perderse el acontecimiento. Algunos llevaban dos meses preparándose a fondo y ocupándose de cada detalle. Cada uno había colaborado de acuerdo con sus posibilidades, pero ninguno de ellos se había sentido excluido. Incluso los más huraños, enfadados con el mundo desde que salía el sol hasta que se ponía, se habían dejado llevar por la curiosidad o los beneficios que podrían obtener de una situación excepcional. El nuevo director estaba satisfecho. No había escatimado ningún esfuerzo para llegar al corazón de los ciegos e insistir en su idea de justicia. Toda una vida de entrega y sacrificio se merecía aquel pequeño homenaje. El doctor Pignier les había dicho con toda claridad que sin la constancia y el esfuerzo de su benefactor nunca habría existido el lugar que ahora los acogía y les recordó que, sin ningún género de duda, muchos de ellos se habrían visto condenados a mendigar y vivir de las limosnas y la caridad. Pero lo que había agitado y entusiasmado a cada uno de los allí reunidos era que, por primera vez, chicos y chicas habían trabajado codo con codo. Hasta entonces, nunca les habían permitido compartir tareas o encontrarse para ensayar lecturas y cánticos. De hecho, siempre habían sido unos perfectos desconocidos. Gracias a la visita del doctor Haüy, aquel espacio lúgubre no olía tan mal y la monotonía de los días se había quebrado en mil pedazos, porque cada jornada se vestía con la ilusión del estreno. Cuando llegó el momento, los residentes del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos se sentían orgullosos del lugar donde residían. Incluso los más gruñones llevaban el uniforme inmaculado. Las batas no exhibían ni una sola mancha y los calcetines mostraban el blanco más blanco que habían podido conseguir. La madre de Margot había elaborado unas pastillas de jabón que, además de la sosa cáustica y el aceite, contenían esencia de flores, regalo de un importante benefactor. Algunos se olían la piel y la ropa una y otra vez, como si en la repetición pudieran rescatar del olvido un antiguo aroma perdido. Desde el techo de la entrada, y rodeando el patio donde habían dispuesto las herramientas para la ceremonia, habían colgado una docena de cestos de mimbre que Louis y sus compañeros habían confeccionado en el taller de monsieur Tor. Édouard y Alfred habían sido los encargados de sujetarlos. Apenas hacía un par de horas que el conserje y madame Zélie en persona los habían cubierto de flores. Para los profesores, era inaudito ver a aquella mujer fuera de la enfermería, donde solía permanecer recluida como si fuera su espacio de clausura, dedicándose con tanta pasión a una tarea al aire libre. El suelo había quedado libre de la costra de suciedad que de costumbre tenía adherida y mostraba unas baldosas de color impreciso, que se habían revelado después de frotar con insistencia. Desde la puerta principal hasta el lugar donde habían dispuesto el asiento de monsieur Haüy, Gabriel Gauthier e Hippolyte, guiados por Margot, habían extendido una alfombra roja que las chicas se habían encargado de tejer. La señal convenida para que todos estuvieran atentos al instante preciso en que el invitado pisara el Instituto era un toque de campanas. Así fue. Cuando un hombrecillo de setenta y seis años, de aspecto frágil y con la cabeza coronada por la dignidad de unas canas blancas como la nieve, apoyó su bastón sobre la alfombra se produjo una ovación. Los aplausos fueron en aumento a medida que Haüy recorría el pasillo entre las hileras de alumnos y profesores. El anciano apenas conseguía contener la emoción. Con un pañuelo en la mano y el pulso trémulo, se secaba las lágrimas que le caían por las mejillas. Constatar que se había hecho realidad un sueño largamente perseguido daba sentido a una vida, la suya, porque, ¡ay!, ya notaba que se le escurría entre los dedos. Los chicos y chicas iban dirigiendo la mirada hacia el hombre al que admiraban a medida que este avanzaba en dirección al patio. No necesitaban el sentido de la vista para calcular la distancia que los separaba de su persona o los pasos que ya había dado para llegar hasta ellos. Los profesores y profesoras, distribuidos convenientemente, respondían con voz queda a las preguntas de los más curiosos: la apariencia del doctor, sus reacciones... Mostraban interés por todo y, casi sin excepción, todo el mundo sonreía. Entre los reunidos para la fiesta, sin que ocuparan un espacio físico pero no por eso menos reales, también se incluían aquellos a los que monsieur Haüy conservaba en su memoria. El grupo de músicos ciegos de la Feria de San Ovidio, humillados por una multitud indómita; el joven Luka, perdido y muerto de miedo en una calle de San Petersburgo; el papa Pío VII, otorgándole un título por su tarea menos edificante... Y tantos y tantos otros que se habían cruzado en su camino a lo largo de los años; en París, pero también en Berlín, en Dresde, en la lejana San Petersburgo. Ahora estaba allí, de pie en una tarima instalada para la ocasión. El director le había ayudado a subir los cuatro escalones de madera y él se lo agradecía con una sonrisa tímida, mientras acompasaba de nuevo la respiración. Un grupo de chicos y chicas, de edades muy dispares, y su profesor de música lo acompañaban en el improvisado escenario. Sin embargo, todos se mantenían en un segundo plano, pendientes de que se les indicara su turno. En primer término, sobre una mesa, había tres libros abiertos, enormes, que habían trasladado de la biblioteca. Eran los volúmenes impresos con las letras en relieve que el viejo doctor había ideado. Todo el mundo estaba a la espera de escuchar a Valentin Haüy, que percibía la expectación que provocaba. Había ensayado un breve discurso; incluso había transcrito unas líneas por si le fallaba la memoria, pero las letras se le ofrecían borrosas y desechó el borrador. Un nudo en la garganta traicionaba su tono de voz, que habría preferido más firme, pero no por ello desistió. —Me gustaría daros las gracias por la cálida acogida que me habéis dispensado. Después de tantos años, volver aquí es como regresar a casa. Entre estas paredes se gestó mi sueño —dijo, elevando la vista hacia el cielo y recorriendo los muros de piedra del viejo edificio. Después, prosiguió pausadamente—: Estoy cansado y noto que las fuerzas me abandonan sin remedio, pero saber que recogéis mi testigo me permite aceptar el fin de mis días con serenidad. El esfuerzo y la confianza de los profesores en mi obra me conmueve, pero es a vosotros, alumnos de la Institución Real de Jóvenes Ciegos, a quienes quisiera dirigir unas palabras. El sol de mediodía empezaba a resultar sofocante y Margot ayudaba a su madre a repartir agua. La chica se las ingenió para trazar un recorrido que la llevara justo al lado de Louis. Cuando lo consiguió, no le tendió el vaso, sino que se limitó a acercarse lo suficiente para que él sintiera su presencia. Quiso tomarlo de la mano, vaciló y finalmente se atrevió a hacerlo. El chico dio un respingo. —No seas bobo, ¿quién va a vernos? —preguntó Margot con voz queda, con un tono entre burlón y divertido. Entrelazando sus dedos con los de ella, Louis Braille recibió las palabras de aquel maestro a quien debía el acceso a la lectura. Lo hizo con toda la solemnidad que su condición le permitía. —Nunca os consideréis inferiores por el hecho de no ver —prosiguió Haüy—. No permitáis el insulto ni el desprecio. Vuestra vida tiene un propósito más elevado que contentaros con las migajas, tenéis que conquistar vuestro lugar en la sociedad. Para lograrlo, no os quepa la menor duda de que necesitáis tener acceso al saber, y el saber se encuentra en los libros. La lectura os redimirá de la condición a la que se os quiere relegar. Así pues, está en vuestras manos. Es un camino que habréis de recorrer en solitario, y mi método os quiere brindar la oportunidad de hacerlo. Estas palabras emocionaron profundamente a Louis, que contuvo las lágrimas con toda la discreción de que fue capaz. Margot le estrechó la mano con fuerza. Aquel gesto no le pasó desapercibido a monsieur Tor, quien observaba atentamente la reacción de sus alumnos más brillantes. Algunos chicos tenían los ojos húmedos y se limpiaban la nariz con la manga de la bata, otros se agitaban, incómodos por la emoción, aunque tampoco faltaba quien escarnecía al orador. —¡Qué sabrá él! ¿Acaso es ciego? Que se calle ya este viejo chocho. Que le pongan una venda en los ojos para toda su vida y que venga a dar lecciones, a lo mejor entonces le escuche. Quien hablaba era Matthieu Leduc, uno de los chicos que, por edad, tenía que abandonar la escuela el próximo curso e ingresar en el hospital Quinze-Vingts. A pesar de que se había pasado la vida intentando aprender el oficio de zapatero o, al menos, a remendar calzado, no había logrado ir más allá de cortar plantillas. Eso sí, decía que el secreto para conseguir que los clavos se sujetaran mejor al cuero era ensalivarlos bien, y este descubrimiento le servía para toda una disertación. Adrien Fournier, el profesor de geografía, reprochó su comportamiento y le pidió que se callara. Sin embargo, el chico no parecía dispuesto a agachar las orejas. Nunca lo había hecho. Su corpulencia y su postura crítica le conferían cierto liderazgo sobre sus compañeros, y él se aprovechaba al máximo de esas características. —Son los libros de la biblioteca, Matthieu. Él inventó el método que nos permite leerlos —dijo Hippolyte con cierto desconcierto. —¡Pero qué simple eres! ¿Y qué quieres decir, que por eso tendríamos que lamerle el culo? —¡Calla! —instó su compañero, moviendo los ojos de un lado a otro como si con ese gesto pudiera descubrir quién estaba escuchando—: ¡Estas palabras podrían traerte problemas! Por menos te castigan a la celda de aislamiento. —Hoy no hay castigos. Al parecer, todo el mundo está contento. ¡Nos ha visitado nuestro salvador, amigo mío! —remachó el joven ciego. Y con un golpe en la espalda desplazó un par de pasos a Hippolyte—: ¿Tú también saldrás a reírle las gracias? —No. Yo no... —Tú tampoco eres lo bastante bueno, ¿eh? ¡Ciego y burro, ya ves tú! —Si sigues molestando a Hippolyte y diciendo groserías no tendré más remedio que pedirle a Demezière que te acompañe fuera —dijo el profesor que ya lo había amonestado hacía unos minutos. —No se moleste, monsieur Fournier. Hippolyte y yo somos colegas, formamos parte del equipo de los perdedores —respondió Matthieu, agarrando al chico por los hombros y acercándoselo al pecho—: ¡Pero alguien tenía que decirlo! Ese hombre ha hecho unas letras en relieve y las ha hecho imprimir en libros gigantescos y a eso lo llama leer. Dígame, ¿acaso usted lo ha intentado? ¡Con los ojos cerrados, me refiero! —Pues yo... —Claro, lo que me suponía. Usted no tiene ninguna necesidad de hacerlo, ninguna. Pero, mire, se lo explico enseguida. Primero tiene que concentrarse en repasar el contorno de una letra y descifrar cuál es, después ha de pasar a la siguiente sin olvidar la primera, y así sucesivamente hasta el final de la palabra. Si es corta tiene alguna posibilidad, pero si no lo es, cuando llegue a la última letra es más que probable que haya olvidado la primera. Leer una frase es toda una proeza, no digamos ya un párrafo... A mí no me engaña. Él busca una patente que le dé dinero u honores, ¡qué me va a contar! —¿No eres capaz de entender que haya gente que quiera ayudar a los demás como un simple acto de generosidad? —Profesor, nosotros siempre seremos pobres diablos, ¡no nos engañemos! Años atrás algún avispado ganó dinero aprovechándose de un grupo de músicos ciegos. Fuimos el hazmerreír de la gente. Ahora nos volverán a exhibir como si fuéramos muñecos de feria, descifrando mensajes para que los videntes se diviertan. —¡No es verdad! —exclamó Louis Braille, que llevaba un buen rato mordiéndose la lengua a escasa distancia de donde transcurría la discusión. —¡Basta ya! ¡Tengamos la fiesta en paz, chicos! —dijo el profesor de geografía. De inmediato llamó la atención de Demezière para que le ayudara a restablecer el orden. Louis notaba cómo le ardían las mejillas. El enfado, que no podía manifestar tal como le habría gustado, hizo que se clavara las uñas en las palmas de las manos. No pensaba dar crédito a aquel imbécil, y se prometió solemnemente que invertiría todo el tiempo y el esfuerzo necesarios para demostrarle que se equivocaba. Mientras le daba vueltas a la manera de hacerlo, el grupo de cantores inició su actuación. Durante la ejecución de las primeras notas de la melodía, Valentin Haüy se echó a llorar como un niño. Era la misma que le habían escrito sus primeros alumnos en 1788 para celebrar su santo. Ya habían pasado treinta y tres años desde aquel día de San Valentín. Cuando acabó la actuación, un aplauso largo y sincero dio paso a otro grupo. Siete chicos y una chica se pusieron en fila para hacer una demostración de lectura; Louis Braille ocupó el último lugar. Con más o menos acierto todos lo hicieron lo mejor que supieron. Justo es decir que era un texto que ya habían practicado y que la memoria desempeñaba un papel importante. Cuando le tocó el turno a la chica, un murmullo la desconcentró durante unos segundos, pero Lorraine Dugués acometió la lectura poniendo más empeño si cabe. Que los ciegos pudieran tener acceso a los libros era un verdadero desafío, pero que lo hiciera una chica era todavía más impensable. A medida que los lectores acababan su turno, iban dejando el escenario. La figura de un muchacho de doce años de cabello rubio y rizado, piel pálida y tan delgaducho como la mayoría, cerró la demostración. Braille seguía enfadado por el comportamiento de aquel zoquete y quiso desafiarlo imprimiendo mayor dificultad al ejercicio. Con la ayuda de las dos manos, cerró el libro y después lo abrió de nuevo, esta vez al azar. Los dedos fueron en busca de la primera línea de una página cualquiera e inició la lectura. Sabía que solo el doctor Haüy, los profesores y personal vidente de la escuela podrían valorar su gesta. Ellos y Margot, claro está. Pero no le cabía la menor duda de que correría la voz. Era consciente de que la extrema lentitud necesaria para descifrar las letras otorgaba poca fluidez al texto, pero, desde ese momento, se comprometió a conseguirlo. Acto seguido, se dirigió a la silla donde se sentaba Haüy sin desviarse ni un solo paso. Podía notar su respiración dificultosa. —Gracias. Muchas gracias —le dijo tendiéndole la mano. Durante unos segundos los dedos huesudos del maestro estrecharon los del muchacho y Braille guardó la sensación en lo más hondo de su corazón. Después se dirigieron todos al comedor, en dos turnos como era habitual. Aquel día las lentejas tenían algún pedazo de carne que los internos engulleron con glotonería hasta que un aroma a azúcar quemado se esparció por la estancia. —¿Lo oléis? ¿Oléis lo mismo que yo? —preguntó Gabriel Gauthier, poniéndose de pie. Todos alzaban la barbilla y husmeaban el aire buscando más indicios que confirmaran aquel hecho insólito. —Es crème brûlée, este olor es el de la crème brûlée, y ya no recuerdo la última vez que mi madre me la hizo, siendo pequeño —exclamó Hippolyte. —¡Propongo que monsieur Haüy venga a vernos una vez al mes! —añadió Édouard con sarcasmo, mientras rebañaba el plato con la lengua. Los alumnos tuvieron el resto de la tarde libre. Algunos chicos pidieron a Paul Cambar, el joven profesor de álgebra, y a Thomas, un supervisor que ya rozaba la cuarentena, que jugaran con ellos a pelota. Sin la participación de un par de videntes se hacía muy difícil situar el balón, aunque este tuviera un cascabel, porque con el acaloramiento del juego, los gritos se sobreponían a aquel débil sonido y los choques se multiplicaban. A Braille no le gustaban ese tipo de juegos que, con demasiada frecuencia, acababan en peleas; además, hacía días que una idea le rondaba por la cabeza. —Debo felicitarte, Louis. Tu lectura ha dejado sumamente impresionado al doctor Haüy —le dijo el director, mientras se sentaba a su lado. —Muchas gracias. Se lo agradezco, de verdad, pero no es lo bastante rápida. —Bueno, es cuestión de práctica. Louis no respondió. Le habría gustado tener la misma seguridad que Pignier, pero algo le decía que estaban muy lejos de conseguir una lectura verdaderamente eficaz. —¿Estás bien? Me han dicho que has tenido un encontronazo con... —No ha sido nada —interrumpió Braille y, cambiando de tema, añadió—: Estaba pensando que quizá podríamos hacer un tablero en el que encajaran las fichas de dominó. —No te sigo... —Ahora cuesta mucho jugar. Es casi imposible retener en la memoria todas las fichas que se van colocando sobre la mesa y, cuando las palpas, para asegurarte de cuáles hay, todo se desordena... En casa, mi hermano me hizo una tabla con unos huecos para que yo pudiera consultar las fichas todas las veces que me hiciera falta. —Qué buena idea. ¿Jugabais a menudo? —Sí, y muchas veces ganaba. Los puntos son muy fáciles de repasar con el dedo y tengo buena memoria —dijo Louis, con ademán satisfecho. —Los puntos... ¡Claro está! De eso quería hablarte. Hace un tiempo conocí a una persona interesante; se llama Charles Barbier, y expuso un sistema de lectura muy innovador. El tema del dominó me lo ha traído a la memoria. —Perdone, no le entiendo. —¡No me extraña, porque me he explicado muy mal! —reconoció Pignier, desplegando una amplia sonrisa y alborotándole el pelo—: Quería decir que el sistema del capitán Barbier también consta de puntos. —¿Leen puntos? —Sí. Hay nueve puntos dispuestos de diferentes maneras para representar sonidos. No parece sencillo, pero creo que ha obtenido buenos resultados. —¿Él también es ciego? —No, no, qué va. —Entonces, ¿para qué necesita una cosa tan complicada? —Ha inventado este sistema para que los soldados puedan leer a oscuras en el campo de batalla. He pensado que quizá vosotros... —Sí, comprendo. Nosotros siempre estamos a oscuras. —Le he pedido que venga al Instituto para poder hablar con tranquilidad. Me gustaría que nos acompañaras. Louis no pudo olvidar las palabras del doctor Pignier durante todo el día. ¿Un método con puntos? ¿Lectura a oscuras? Sonaba bien. ¡Estaba ansioso por probarlo con sus propios dedos! Vichy, julio de 1848 Me costó adaptarme. El Instituto era un lugar inhóspito que me sorprendió. Entonces supe que existen muchos tipos de riqueza, y la que emanaba de la vida sencilla del campo, con los espacios abiertos y los cielos cambiantes, era una de ellas. No sin razón decía Voltaire que los obligados a cambiar eran los hombres y no la naturaleza. Los hombres eran quienes habían conducido al viejo edificio de la rue Saint-Victor a una situación imposible que ni ellos mismos parecían tener fuerzas para revertir. A pesar de ello, cuando recuerdo aquellos años, tan maravillosos como terribles, me asalta un pensamiento que mi amigo Gabriel Gauthier quizá tildaría de reaccionario. Sin todo lo que vivimos en el Instituto, ¿habríamos sido los mismos? ¿Habríamos podido sumar nuestras fuerzas para luchar contra la arbitrariedad de las injusticias? Y, sobre todo, ¿me habría forjado como ser humano con la determinación que me ha acompañado hasta ahora? Ella asegura que cuando me quedo solo en este aposento de Vichy y cae la noche, la oscuridad es tan intensa que ahogaría una vela. Quizá quiere que le pida ayuda, que la invite a quedarse para aliviar mis miedos, pero no sabe que dejé de tenerlos hace muchos años, cuando ya llevaba unos meses en el Instituto y entendí que aquella sería mi casa, que más me valía abandonar la añoranza por mis padres, por Coupvray, por mis hermanos. Dejé de cubrirme el rostro con la manta, una acción que, como os podréis imaginar, era del todo inútil en mi caso, y empecé a considerar el chirriar de las lechuzas, que habían anidado en las buhardillas del edificio, como una compañía deseada. Es sobrecogedor ver que muchas consideraciones que uno creía inamovibles acaban perdiendo solidez cuanto más se acerca el final. No faltan las ganas de seguir adelante, ni las ideas, ni el entusiasmo, pero la flaqueza del cuerpo las suavizan. En estos últimos días me siento muy débil, y a ella le debe de parecer extraño que no me ría como antes cuando intenta darme ánimos, de una manera un poco torpe, debo admitir. A pesar del cansancio que arrastro, me levanto de la cama y me acerco a la ventana. Lo hago a veces cuando no puedo dormir y pienso que el aire nocturno me aliviará la sensación de ahogo que me invade. No suele dar resultado, pero me da la oportunidad de pasar cerca de la mesa de trabajo. Entonces revuelvo mis enseres de escritura y repaso con la yema de los dedos todas las constelaciones de puntos que conforman el resplandor de mis estrellas particulares. Quizá cualquier día de estos emprenda el gran viaje, pero la idea de que mi legado puede hacer más fácil la existencia de los ciegos que me sobrevivirán me reconforta. Ella insiste en que no va a pasarme nada mientras conserve el deseo de vivir, pero ambos sabemos que no es así. Todos los que murieron en mis brazos tuvieron las mismas preguntas en los labios: ¿por qué yo? ¿Por qué tan pronto? Apenas me atrevo a entreabrir los postigos, asomo la nariz como los perros cuando intuyen que hay algo interesante al otro lado. A estas alturas ya debería saber que no es tan importante protegerme del frío, que da igual. Pero esta obsesión por sobrevivir, este deseo de unos meses, de unos días, de unos minutos para vencer a la muerte, siempre está presente. Después, cierro la ventana y me acomodo a la mesa. Tengo al alcance las máximas de Joubert, que Tor me leía en voz alta, bien despacio, una y otra vez mientras yo traducía. Me muevo por azar entre los puntos en relieve y encuentro el comienzo de una frase. Empiezo a leerla y me sorprende su contenido: «Estamos en el mundo como las palabras en un libro. Cada generación es como una línea, una frase del mismo.» Y podría decirse que soy como un alfabeto, me digo divertido mientras una lágrima me rueda por la mejilla y, al mismo tiempo, esbozo una sonrisa que a ella le habría gustado. Quizá tendría que acceder a sus peticiones, dejar que se quedara conmigo alguna noche, pero sé que le haría daño y, lo peor de todo, me aterra pensar que puedo ser objeto de su compasión. Aunque ignoro si la noche es oscura en extremo, siento que se me va apagando el corazón, que continúan los latidos, pero ya no tienen la misma armonía. Me parece que ya no me es posible pensar con el corazón, como creo haber hecho unas cuantas veces a lo largo de la vida. Después de una semana en Vichy he dejado de preocuparme por mis alumnos, me muevo solo con el propósito de llegar al destino más inmediato, la mesa de trabajo, la cama, el edificio de los baños... El resto es como la niebla que se apoderaba de los campos de Coupvray algunas mañanas de primavera, una niebla que acabé confundiendo. Algunos días, cuando mi proceso hacia la ceguera ya estaba muy avanzado, le decía a mi madre, como si fuera un gran descubrimiento, que la niebla se había apoderado del paisaje. Y ella me respondía que sí, aunque no fuera verdad e incluso algunas mariposas sobrevolaran el huerto. Sin duda había entendido que la niebla empezaba a habitar mi ojo sano y que la confusión perforaba mi visión de las cosas. Me he puesto a escribir y las horas han pasado como si, de nuevo, fuera una persona ajena a la enfermedad. Pero, de repente, me he parado a pensar quién será el depositario de esta narración sobre mi vida. No pensaba entregársela a ella, por pudor, quizás por falso pudor, lo admito. Pero ¿y las alternativas? Tor está envejeciendo, y Gabriel, la persona en quien quizá más confío, no es muy amante de volver atrás, de la nostalgia que mi escrito lleva implícita. Él vive el momento, y yo lo admiro por ello, por conseguir mirar siempre al futuro sin el lastre de lo que un día fuimos y que ya no volverá. Todo cambia cuando te das cuenta de que el futuro ya solo es de los demás. Serán ellos quienes juzguen mi aportación, quienes decidirán si el alfabeto que he creado merece una larga vida. Quizá quede relegado como ha ocurrido con el método Haüy, la escritura de Barbier y otros muchos avances que parecían definitivos, pero me reconforta saber que he formado parte de una buena solución. De repente, siento sus manos sobre los hombros, pero no me muevo. Me concentro en la calidez de su piel y deseo prolongar esta placentera sensación. Hago trampa, finjo estar dormido, pero debo de sonreír sin ser consciente de ello, porque ella descubre el engaño y, al oído, me pregunta: —¿Has pensado en mi oferta? Estoy segura de que Limoges te gustaría. —Si no te importa, preferiría que lo habláramos en otro momento. Creo que me acostaré un rato. —Iba a proponerte que saliéramos. Hace buen día y dentro de dos horas tienes que estar en los baños... —Hoy quizá no vaya. Empiezo a hartarme de todo ese ritual. —¡Ni hablar! Ahora te dejo reposar un poco, pero dentro de una hora te pasaré a buscar. —¿No vas a concederme ni una tregua? —Yo sí, pero tú no te la puedes permitir. Me ha ayudado a acostarme en la cama, me ha arropado, como hacía mi madre cuando era niño, y después se ha marchado sin hacer ruido. He oído el ruido del cerrojo y los pasos se han desvanecido más allá de la puerta. Intento dormir, pero la cabeza viaja sin remedio hacia el pasado. Pienso en aquellos primeros momentos de mi método, cuando el profesor Pignier convocó a Charles Barbier y este salió tan malparado... BARBIER EN LA INSTITUCIÓN París, enero de 1822 Hacía algún tiempo que Alexandre Pignier se pensaba dos veces el gesto simple y cotidiano de levantarse de la cama. No era pereza, ni mucho menos. Estaba acostumbrado al trabajo y disfrutaba mucho con su nuevo cargo como director del Instituto de Jóvenes Ciegos. A pesar de estos esfuerzos, el declive físico y moral del Instituto durante la época del doctor Guillié había sido tal que cualquier cambio de rumbo, por pequeño que fuera, exigía un ingente esfuerzo. Intentaba mantenerse al margen de la causa que la justicia seguía contra el antiguo director y el viejo Jules, convencido de que debía concentrarse en los alumnos para mejorar su vida. Sin embargo, las penurias económicas todavía hacían peligrar la continuidad de la escuela y, algunos días, los asuntos financieros le impedían dedicarse a otra cosa. Se sentía muy satisfecho de algunas de sus decisiones. El homenaje a Valentin Haüy había sido un acierto, y muchos de los alumnos lo recordaban como un momento de esperanza. También había abordado con decisión cuestiones como la higiene y la comida, pero las soluciones escapaban en gran medida a sus posibilidades. Tan solo la complicidad de algunos profesores, como Tor, hacía más soportable su esfuerzo. La actitud de Dufau era distinta; había sido la mano derecha de Guillié, lo cual resultaba difícil de olvidar. Pese a todo ello, ese día no le costó levantarse. Esperaba una visita que cambiaría el rumbo del Instituto; por lo menos ese era su deseo, el que lo acompañaba durante sus noches de insomnio. El capitán Charles Barbier había aceptado la propuesta y se presentaría en pocas horas. Pignier quería poner su método a la consideración de los alumnos, conseguir que trabajara con ellos codo con codo. Lo único que le hacía dudar era que no se trataba de una persona muy amable, siempre con sus experiencias militares en los labios. De todos modos, tenía que intentarlo si aspiraba a dejar su huella. —No es por vanidad —se dijo mientras se hacía el nudo de la corbata de lazo—. Los chicos que ahora tengo a mi cargo merecen una oportunidad. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la presencia de Demezière. Todavía no sabía por qué había aceptado que continuara como conserje, pero realmente había creído en su inocencia, en cómo se había visto obligado a encubrir hechos que ponían en entredicho la labor de Guillié. Obediencia debida, lo llamaban, pero podía calificarse de coacción sin respuesta posible si el afectado aspiraba a conservar su trabajo. Las palabras, los ruegos más bien, que le dirigió su hija, habían acabado de convencerlo. Desde entonces, Demezière iba con pies de plomo. No sabía de la intervención de Margot, la chica que parecía poseer las claves de muchas de las cosas que sucedían dentro del edificio. Si era porque había conseguido convencer a Pignier de su utilidad, no lo sabría nunca, y en el fondo tampoco le interesaba. —Me pidió que lo despertara —dijo el conserje en cuanto entró en la estancia. —Sí, desde luego, pero ya ves que no será necesario. La visita de hoy es tan importante que no he dormido mucho. —Si puedo hacer algo más... —¿Puedes ponerte en la puerta y esperar la llegada del capitán Barbier? Si ves que duda, lo agarras por el cuello y le obligas a entrar —respondió Pignier con una sonrisa en el rostro; a pesar de ello, Demezière adoptó una expresión de perplejidad—: ¡Solo era una broma; no te lo tomes al pie de la letra, hombre! Eso sí, convendría que estuvieras atento; cuando haga acto de presencia, lo conduces hasta mi despacho. Demezière desapareció mientras el director del Instituto iba hasta la pequeña mesa cubierta de papeles que ocupaba un rincón de su habitación. La noche anterior había escrito con buena letra los puntos principales de lo que quería proponer al capitán Barbier. No le gustaba dejar nada al azar y, de repente, pensó que le convenía releerlos. Unos toques apresurados en la puerta lo interrumpieron. Cruzó la habitación dando cuatro zancadas; ya no era tan joven, pero se sentía como si lo fuera, y para él suponía un motivo de orgullo. Al otro lado estaba Margot, jadeando, y Pignier comprobó una vez más que los ojos de aquella chica desprendían luz. —Ya, ya... —¿Querías decirme algo? —Ya está aquí... el capitán ese... Mi padre lo ha llevado a su despacho... —¡Espléndido! ¿Les puedes decir que bajo enseguida? Pignier tenía los papeles en la mano y podía haber acompañado a la joven Margot, pero quería permanecer un instante más en la habitación, coger aire y atravesar el patio con la mejor disposición posible. Instantes después se encontró ante la figura marcial de Charles Barbier. —Señor director, ¿verdad? —El capitán estrechó su mano satisfecho, pero Pignier leyó la urgencia en sus ojos; no sabía muy bien si era porque tenía prisa o porque estaba ansioso por abordar el tema que lo había llevado hasta el Instituto—: Creo que cuando nos encontramos en el Champ-de-Mars todavía no lo era... —En efecto, mi incorporación a este cargo es reciente. ¡Le agradezco mucho que haya venido! Pignier estuvo a punto de sonreír aliviado; durante unos instantes había temido que su visitante mencionara los hechos delictivos de los últimos tiempos. Sabía de buena tinta que los abusos de Guillié no habían pasado desapercibidos en algunos círculos importantes de París. Mientras el director rodeaba la mesa para ocupar su silla, Barbier no dejó de moverse. Parecía como si necesitara coger impulso para decir en voz alta: —Por la nota que me envió, su interés por la escritura nocturna ha aumentado de forma considerable. —Sin duda. Mire, capitán, las cosas han cambiado mucho en esta institución. Me he propuesto ayudar de la mejor manera posible a los alumnos, y su método podría resultar fundamental. —¡Me alegra saberlo y ojalá tenga razón! Permítame recordarle, para no llevarle a engaño, que no se ha experimentado nunca con ciegos. Por eso albergo serias dudas sobre si serán capaces de aprenderlo. —En mi opinión —respondió Pignier sin acritud—, su renuencia nace del desconocimiento. Lo entiendo, créame. Lo entiendo, pero no lo comparto. ¿Qué le hace pensar que estos chicos tienen menos posibilidades de aprender que sus soldados? En realidad, considerándolo bien, sus carencias deberían suponer una ventaja. ¿Me sigue? —No, no sé adónde quiere ir a parar. Los soldados a los que me refiero son jóvenes entrenados... —¿Entrenados para sobrevivir a oscuras? —lo interrumpió Pignier con voz firme y clara—: ¿Entrenados quizá para que el tacto sea su principal órgano de reconocimiento? ¿De veras cree que sus soldados podrían aventajar en eso a los residentes del Instituto? ¿Está seguro de ello? Aquí vivimos en el corazón de las tinieblas. —No pretendía insinuar nada que pudiera molestarlo. —No se disculpe. Entiendo que lo dice de buena fe. Pero también sé que, en breve, ¡cambiará de opinión! —Nada me haría más feliz —declaró Charles Barbier, relajando los músculos del rostro que hasta entonces había mantenido en tensión—. ¡En fin! ¿Está dispuesto, pues, a escuchar cómo funciona mi método? —En realidad, no —exclamó Pignier con una sonrisa—. No es a mí a quien tiene que explicármelo. —Bueno, yo no tengo experiencia en el trato con este tipo de personas. Pensaba que serían los profesores del Instituto quienes... —Son seres humanos como usted y como yo, capitán. Me parece una pérdida de tiempo que instruya a los profesores para que transmitan estos conocimientos a los alumnos. No creo que sean el mejor público. Considérelo, por favor. —No sabría qué decirle —musitó Barbier, encogiéndose de hombros. —¡Pues dígame que sí! He seleccionado a un grupo de cinco alumnos, todos ellos muy educados y muy motivados. —Pero yo no soy profesor, yo... —Usted es quien sabe más del método. ¡Es su creador! Ante las palabras de Pignier, el pecho del capitán se hinchó como el de un pavo real. El halago había cumplido su propósito y, después de apoyarse solemnemente en el respaldo, como un rey en su trono, cruzó las piernas. —¡Manos a la obra, pues! —exclamó. El director del Instituto de Jóvenes Ciegos hizo un gesto en dirección a la puerta, donde Demezière esperaba pacientemente. El bedel golpeó con los nudillos y los alumnos que esperaban al otro lado entraron en el despacho. Los cuatro saludaron por turnos al capitán Barbier y se pusieron en fila. Estaban Louis y su amigo Gabriel, por parte de los reyes de la noche. Los representantes de los reyes del día eran Édouard y Alfred. —Perdone, me ha parecido entender que serían cinco alumnos. —Ha entendido bien, capitán. ¡Lorraine Dugués, ya puedes pasar! Videntes y ciegos, con igual expectación y cara de extrañeza, dirigieron la mirada hacia la puerta, que chirrió levemente. La figura de una adolescente se recortó a contraluz. Lorraine esperó a que el director le dirigiera de nuevo la palabra para andar en la dirección correcta y conquistar el espacio que le había sido otorgado. A continuación, se llevaron a cabo las presentaciones. Los cuatro chicos aguzaron el oído y, sin ningún tipo de duda, identificaron aquella voz como la lectora del día del homenaje a Haüy. A pesar de que todos le tendieron la mano educadamente, la intención de cada uno de ellos al hacerlo no fue exactamente la misma. Las primeras sensaciones de Barbier fueron contradictorias. Por un lado deseaba hacerlo bien ante el hombre que tanto lo había elogiado; por el otro, la presencia de aquellos ciegos que esperaban sus palabras con la mirada perdida y la cabeza inclinada consiguió confundirlo. Mientras Édouard se mordía las uñas, Louis se adelantó a los deseos de todos ellos... —¡Estamos ansiosos por escucharle, capitán! El señor director ya nos ha dado una breve explicación de su método, pero nos gustaría saber más. Explíquenos, pues... Al capitán Barbier le sorprendió la facilidad y la corrección de las palabras de Louis. Y luego, en cuanto empezó a plantearles sus ideas se fue sintiendo más cómodo. También le fascinaba escucharse a sí mismo, pero esta era una cuestión que en ningún caso consideraba relevante... —Por lo que veo, ya sabéis que mi sistema no pretende representar letras. Es más, desde hace algún tiempo, sobre todo de cara a esta reunión, he querido dar un paso más y perfeccionarlo, simplificando la manera de escribir y centrándome en los sonidos. Tanto es así que ya no considero conveniente llamarlo «escritura nocturna» y he cambiado su nombre por «sonografía». —So-no-gra-fí-a. De «sonido» y «grafía»; es decir, cómo hacer que las letras suenen. Esta explicación tan evidente de Édouard hizo que todos los presentes se volvieran. Los pequeños hipidos de Alfred preludiaban que soltaría una carcajada y Louis se vio obligado a intervenir. El capitán empezaba a dudar de si aquellos muchachos serían capaces de tomárselo en serio. —Si su método funciona de verdad, transcribir puntos y rayas tiene que resultar sencillo, ¿verdad? Quiero decir que sería fantástico poder trabajar no solo en la lectura, sino también en la escritura. —Sí, entiendo lo que dices, chico... Disculpa, pero no recuerdo tu nombre. —Braille. ¡Louis Braille! —Bien, Louis. Tienes toda la razón. Cuando se domina el método, escribir resulta fácil. Solo hay que tener en cuenta que el proceso funciona en sentido inverso, o sea, de derecha a izquierda y... ¡Pero vamos por partes! Mirad —dijo, mostrándoles una hoja de papel grueso donde había grabado los signos. Cuando se dio cuenta de lo desafortunada de la expresión se agobió y pidió disculpas—: Lo siento, es la falta de costumbre... El capitán se sacó un pañuelo del bolsillo de la casaca y se limpió las gotas de sudor que le caían por las sienes. Tal y como había sospechado desde el principio, la tarea propuesta por el director no sería coser y cantar. Él, que siempre había ido en busca de fama y honores, se encontraba en un lugar infecto, intentando vender su producto a unos pobres desgraciados. No tenía vocación de maestro y, de poder escoger, habría preferido ocupar la tribuna de un orador, ante un público distinguido. La realidad era muy distinta y, aflojándose la pajarita, retomó el discurso donde lo había dejado. —Lo que tocáis y podéis repasar con el dedo es una cuadrícula de seis por seis, dos columnas paralelas con un máximo de seis puntos en cada una. Cada celda corresponde a un sonido determinado. Uno tras otro, los cuatro chicos y la chica repasaron con la yema de los dedos aquellas celdas diminutas, en las que se distribuían unos puntos cuyo orden tardarían mucho en comprender. —La primera columna representa la fila de la cuadrícula y la segunda representa la columna de la cuadrícula. Por ejemplo, la letra a se forma con dos puntos consecutivos, es decir, un punto en la primera fila y otro en la primera columna. ¿Me he explicado bien? —Perfectamente, capitán Barbier —dijo Lorraine—, pero si no me equivoco, entonces es posible que no todas las letras estén representadas. Los demás chicos y Pignier se encogieron de hombros sin entender adónde quería ir a parar la chica. ¿Cómo se podía leer si faltaban letras? —¡Veo que me sigue, mademoiselle! Tal y como su nombre indica, el sistema traduce el habla, el sonido. La letra c no está representada, dado que en francés, según la vocal que acompañe, se lee como una s o como una k. Pensemos en las palabras Cecile o cahier, por ejemplo. —Entonces, ¿la ortografía no desempeña ningún papel? —preguntó Louis. —No. No tiene ningún sentido complicar el sistema. Se trata de conseguir una herramienta para que os comuniquéis. —Más fácil, ¿no? —añadió Édouard. —Pero nosotros ya conocemos las normas. Hemos leído con las letras en relieve del doctor Haüy —adujo Gabriel Gauthier, rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces. El muchacho tenía cierta ventaja sobre los demás, porque cuando se quedó ciego ya sabía leer y escribir. —Vosotros sabéis mejor que yo que el tipo de lectura de Haüy no va a ninguna parte —replicó Charles Barbier. El director intuyó que la cosa no iba por buen camino y que el capitán se ponía a la defensiva. Aun así, consideró que podría haberse ahorrado el comentario acerca del método de Valentin Haüy. En cualquier caso, y antes de que las cosas fueran a más, decidió tomar la palabra. —¡Ahora sí que tenemos trabajo, pues! Si fuera tan amable de darnos unas explicaciones complementarias y dejarnos el material necesario, le prometo que estudiaremos a fondo su método y le haremos llegar nuestras conclusiones. Dando por buenas las palabras de Pignier, el capitán cogió una de las plantillas que reposaban sobre la mesa y fue haciendo pequeñas marcas en las casillas con un punzón. Después le dio la vuelta y pasó los dedos por encima. Aparentemente satisfecho, la puso ante Louis y le pidió que le permitiera tomarle la mano. —En este caso ya sabes qué pone, pero con la práctica y un poco de estudio podrías reconocer cualquier sonido. ¿Notas los puntos en relieve? Louis Braille asintió brevemente con la cabeza. Por supuesto que los notaba; su extrema sensibilidad no tuvo el menor problema en captar aquellas pequeñas rugosidades que parecían seguir una norma. Sin embargo, también se sintió confuso. ¿Dónde acababa un sonido y empezaba el otro? ¿Cómo podía saber si uno de los puntos en relieve correspondía a un sonido y no al anterior o al posterior? Los interrogantes se agolpaban en su cabeza, pero si los planteaba sin haber estudiado el método a fondo podía pecar de presuntuoso. Cuando el chico retiró la mano, Barbier se volvió hacia el director y dio dos pasos para mostrarle aquel ejemplo de sonografía. Pignier pasó los dedos, pero enseguida señaló a los alumnos indicando que ellos eran los auténticos protagonistas. Después de un rato probando con la transcripción de varias palabras, una mezcla de confusión y esperanza se contagió a todos los presentes. No obstante, los pensamientos de Louis iban más allá. Había conseguido distinguir algunos de los sonidos y, a la vez, se preguntaba si era un gran avance respecto del método de Valentin Haüy. Para distinguir cada letra también tenía que recorrerla con los dedos, memorizarla y seguir adelante. Cuando Pignier dio por acabada la reunión y les prometió que pondría a su disposición las plantillas para practicar, los dos reyes de la noche se quedaron en el patio comentando la experiencia. Édouard y Alfred se habían retirado al segundo piso para explicarlo a sus compañeros. —¿A ti qué te ha parecido? —preguntó Gabriel casi de inmediato. Louis no tenía prisa en opinar. De hecho, primero quería comentarlo con Margot, que a estas alturas era su mejor confidente. —Tendremos que estudiarlo a fondo antes de aceptarlo —dijo escuetamente. Su amigo se quedó plantado en el patio, buscando palabras para expresar sus sensaciones, pero Louis se fue acercando a la puerta de la calle, donde Demezière le salió al paso. —¿Adónde crees que vas? Los pequeños no tenéis permiso para salir solos, ya lo sabes. —Solo necesito respirar un poco de aire fresco —respondió el chico. El conserje continuó barriendo el patio, una tarea nueva que había introducido Pignier, y lo dejó solo. De hecho, Louis era un alumno que nunca había causado problemas, un pobre chico incapaz de cometer fechorías, a juzgar por su ademán formal y su aspecto frágil. Quizá por eso, cuando el conserje volvió a la portería para vaciar el recogedor, no se dio cuenta de que el chico había desaparecido. CONFESIONES A ORILLAS DEL RÍO Tras la desaparición de Louis, en el Instituto se extendió la alarma, con pensamientos trágicos que afectaban sobre todo a los más cercanos al muchacho. Sin embargo, Margot no estaba tan preocupada como los demás. Se jactaba de conocer a las personas, incluso a las que menos quebraderos de cabeza le causaban. Había sospechado desde el primer día que la relación de su padre con Guillié, el antiguo director, estaba marcada por algún secreto; también había desconfiado de la actitud del viejo Jules, de sus idas y venidas, de su presencia repentina en el Instituto cuando algún residente caía enfermo. «Soy los ojos de esta escuela», se decía la chica. Para ella, Louis era como un libro abierto; noble como los caballos que cada día recorrían el mercado de las riendas de sus amos, bondadoso como pocos y con una voluntad de hierro. Su ausencia debía de obedecer a algún motivo más allá de la pataleta, estaba segura de ello. Durante los últimos tiempos, Louis disfrutaba del apoyo explícito de los reyes de la noche, y todos los demás reconocían, aunque fuera en silencio, el papel que había desempeñado en la renuncia del malvado Guillié. Entonces, ¿por qué había desaparecido de aquella manera? Justo el día que, según había escuchado ella, se podían abrir nuevas perspectivas para la educación de los ciegos que vivían entre aquellos muros, tan faltos de esperanza. Margot estaba impresionada por la elección de Pignier. Ni en el mejor de sus sueños habría imaginado que una chica estuviera entre los cinco escogidos. ¡Una chica y en igualdad de condiciones! No podía creerlo. ¡Lo más habitual era que las mujeres no contaran en ningún tipo de decisión, que estuvieran sometidas a los dictados de los hombres! Cada vez que esto sucedía, una intensa rabia la recorría por dentro, y maldecía su condición. Siempre había pensado que si el edificio de la rue Saint-Victor era como una prisión para todos los que lo habitaban, para las chicas del ala este parecía encarcelamiento y esclavitud a partes iguales. Sin embargo, esta vez la decisión del nuevo director arrojaba un poco de luz a aquel antro olvidado, y ella necesitaba compartir su alegría con Louis. Necesitaba preguntarle qué había pasado durante el primer encuentro con el capitán, qué pensaba de ese nuevo método que ya estaba en boca de todos, y no siempre para alabarlo. La urgencia de encontrar a su amigo la llevó a cruzar la puerta principal y a plantarse en medio de la calle. Con los brazos en jarras y frunciendo la nariz, permaneció inmóvil durante unos segundos. Si algo malo le hubiera sucedido a su amigo, ella se habría enterado. Algún mal presentimiento le habría sacudido el pecho... De repente una idea fue tomando forma y su sonrisa pícara le dibujó dos hoyuelos en las mejillas. La necesidad de confirmar aquella certeza, que se le revelaba como tal a cada minuto que pasaba, la puso en movimiento. Como un perro que sigue un rastro inequívoco, Margot recorrió el único lugar que Louis conocía; el que ella misma le había enseñado días atrás. Mecánicamente, giró a la derecha dos veces, siempre buscando el río. A medida que avanzaba, el sentido común le decía que perdía el tiempo, que ningún ciego habría sido capaz de grabar en la memoria un recorrido tan enrevesado y seguirlo luego. Pero, a pesar de las reticencias, sus piernas largas y huesudas parecían obedecer más al corazón que a la razón, y el pálpito iba ganando fuerza. Al llegar al final de la calle miró directamente al frente, buscando aquel pequeño muro donde había dejado a Louis mientras ella iba al refugio de Canard y sus amigos. No le cupo la menor duda de que aquella figura que estaba de espaldas, con la cabeza un poco inclinada sobre el hombro derecho, era la que buscaba. Margot hizo una pausa antes de aminorar la marcha y Louis le pareció la viva imagen de la tristeza. Le rodeaban los colores cálidos de París en primavera y debía de sentir la brisa fresca que soplaba en dirección de las aguas, que quizá le traía aromas que solo su extraordinario olfato sabía distinguir. Como si alguien le hubiera ordenado detenerse, Margot se quedó a pocos pasos. De repente se sintió una intrusa. ¿Acaso traicionaba la confianza que había ido creciendo entre los dos? Su propósito era llevarlo de vuelta al Instituto antes de que dieran aviso a los gendarmes y se le impusiera un castigo por lo que se consideraba una infracción grave. Cubrió el espacio que los separaba y se sentó a su lado con la delicadeza con que una mariposa se posa sobre una flor. —Las aguas del río bajan con mucha fuerza —dijo Louis con naturalidad, como si continuaran una conversación que mantenían desde hacía horas. —Sí, dicen que ha llovido muy cerca de París. Se volvió para descubrir su reacción. Quizá relacionara la lluvia con aquel pueblecito del cual hablaba siempre, Coupvray, a unos cuarenta kilómetros de donde se encontraban. Tal vez temía que el río hubiera crecido y se inquietaba por la seguridad de su familia. Pero Louis parecía conforme con el mundo que lo rodeaba, como si ya no hubiera espacio para otro en su joven corazón. Por lo demás, su expresión era serena. —Todo el mundo te busca —le dijo, mientras Louis continuaba inmóvil. —¡Vaya! —Esto que haces no está bien. —Me ahogo, Margot. No soporto ese olor rancio del Instituto pegado a la nariz. Necesito pensar. —¿Pensar, dices? Pero ¿en qué? —En hallar la manera de no sentir que el mundo me ha escupido. —Estás muy raro. A ti te ha sentado algo mal... —dijo Margot mirándolo de arriba abajo—. Pero ¿qué cosas dices? —Somos como un rebaño, ora hacia aquí, ora hacia allá. Nos movemos por instinto, como los animales, y a menudo bajo la guía de unos pastores ineptos. —¿Ineptos? ¿Qué significa esta palabra, de dónde la has sacado? —¡De los libros, Margot, de los libros! Para mí sus páginas son rendijas por donde se cuela la luz que me falta, pero yo necesito ventanas. Necesito abrirlas de par en par. Me ahogo, Margot. La chica seguía el movimiento de las manos de Louis mientras este se estrechaba el cuello, escenificando una sensación que ella no acababa de entender. Nunca lo había visto de este modo y no sabía muy bien qué hacer. —Cuando vivía en mi pueblo, me movía por todas partes sin necesidad de que nadie estuviera pendiente de mí. Mi hermana me hizo mapas. Creo que ya te lo he contado, ¿verdad? —Sí. Sí que me lo has contado, pero... —Lo siento. Acabaré aburriéndote. —¡No digas eso! —exclamó Margot, levantándose de un salto. —¡Perdona! No te vayas. El brazo de Louis quedó extendido hacia la chica y ella avanzó unos pasos hasta quedar tan cerca de su amigo que notó su aliento rozándole el rostro. Después permanecieron un buen rato en silencio. Margot cerró los ojos y se esforzó para escuchar el mundo, convencida de que Louis hacía lo mismo en aquellos instantes. No era fácil discernir los sonidos cuando los latidos de su corazón le golpeaban las sienes; la cabeza le bullía con ideas que le habría gustado saber expresar. Sin embargo, ella no tenía el don de la palabra. Había aprendido a leer a hurtadillas, escuchando cómo lo hacían los ciegos y mientras limpiaba el polvo que se acumulaba entre las gruesas páginas de aquellos libros enormes de letras en relieve. El bueno de Tor la había pillado haciéndolo y le había dado clases por su cuenta, y, aunque nunca se lo había confesado a nadie, ella estaba segura de que su madre lo sospechaba y lo consentía. ¡Su pobre madre! Con las rodillas y la espalda deshechas de tanto fregar, las manos agrietadas por la humedad y aquel mechón de cabello que, cada vez más escaso y más blanco, se escapaba de debajo del pañuelo y le caía por la cara. A Margot le daba pánico la idea de acabar como ella y, precisamente por eso, a menudo la miraba con una mezcla de indolencia y desprecio que, al mismo tiempo, hacía que se sintiera muy mezquina. —No soy tan buena como crees —dijo de repente, como si al hacerlo expiara parte de la culpa. —Me gustan las chicas malas —respondió Louis, impostando una voz grave que les hizo reír al unísono. —Tendríamos que volver si no quieres meterte en un buen lío, Louis. —También me gusta tu manera de reírte. Y el ruido que hace tu risa. ¿Me dejas que te ponga la mano en la boca mientras lo haces? —¡Pero entonces no podré reír! —Inténtalo. —Me haces cosquillas —dijo Margot al sentir el contacto de los dedos de Louis. —¡Pues ríe! Braille dibujó el perfil de la boca menuda y desvió su trayectoria hasta llegar a los hoyuelos que apenas se insinuaban en medio de las mejillas. Ella sintió un escalofrío. —¿Me dejas que te dé un beso en cada uno? —¿Cómo dices? Pero, antes de que Louis pudiera responder a la pregunta que Margot apenas se había atrevido a cuchichear, un grito los interrumpió. —¡Mirad qué parejita! ¡Qué tiernos! La voz llegó desde atrás. Lejos de ser amable, había sonado con un retintín que no presagiaba nada bueno. Otras veces Margot ya se había visto involucrada en alguna trifulca con sus amigos de los muelles, pero de entrada, esa situación le dio miedo. Era una voz ronca, de adulto que no se conforma con destruirse a sí mismo. Se volvió a gran velocidad, pero ya estaban rodeados por tres personas. Vestían con harapos y el hedor a alcohol barato lo invadía todo, como si de repente se hubiera parado la brisa. Apretó la mano de Louis y se enfrentó a los intrusos. —¿Qué queréis? Es un alumno del Instituto de Jóvenes Ciegos; se ha perdido y lo estaba buscando... —Su amigo la odiaría por eso, pero lo había dicho sin pensar, con la urgencia del momento. Los tres hombres los rodearon cubriendo todas las salidas mientras se pasaban una botella de vino. Margot vio que el más alto llevaba otra en un bolsillo del andrajoso abrigo. —Qué lástima que no puedas verla, chico —continuó el mismo de antes—, tu amiga va camino de tener de todo... —Es apetitosa, sí —intervino otro, con la boca grande como una tumba y huérfana de dientes. Louis se levantó y fue a su encuentro. Tenía el rostro lívido por el miedo, pero apretaba los puños con fuerza debido a la rabia. —¡Uy, uy, uy, si parece que el cieguito se pone nervioso! ¡No te preocupes de nada, chico, que mientras Pierre se la tira nosotros te lo iremos contando todo con pelos y señales! —exclamó el desdentado antes de soltar una estentórea carcajada. Margot palpó por encima de la ropa la pequeña daga que llevaba encima. Su padre se la había dado un día, cuando Guillié empezó a recurrir a ella para hacer recados. Sabía qué tenía que hacer: herir a uno de ellos y aprovechar la sorpresa para salir corriendo. Pero ¿qué haría Louis? ¿Sería capaz de reaccionar y seguirla? ¿La agarraría de la mano y la retendría? Notaba que había empezado a temblar, señal inequívoca de que no las tenía todas consigo. Quizá tropezara al bajar los tres peldaños que separaban el pequeño muro del nivel de la calle. Además, nunca lo había visto correr, ni moverse de manera repentina. —La justicia caerá sobre vosotros. ¡El Instituto goza de la protección directa del emperador! —les advirtió Margot, en un último intento de echarlos. —Mirad a quién tenemos aquí —dijo el hombre que llevaba la voz cantante—: Debe de ser toda una señorita, y familia del emperador, por lo que se ve. Los tres hombres iban estrechando el círculo y Margot pensó que solo tendrían una oportunidad, que además había de ser en aquel preciso instante. Después sería demasiado tarde. Introdujo la mano entre la ropa para coger la pequeña daga, pero los hombres vieron el movimiento y se pusieron en guardia. Entonces Louis sintió con claridad los chasquidos, como latigazos hechos contra el aire. Unos silbatos rápidos y de final brusco se apoderaron de aquella parte de los muelles. Los tres bravucones se quedaron atónitos, uno de ellos incluso estuvo a punto de caerse al río mientras se llevaba la mano a la cabeza. Margot nunca se había alegrado tanto de ver aparecer a Canard y su pandilla. Sin embargo, seguía sin sentirse a salvo y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, cogió la mano de Louis con determinación y tiró de él. Era su oportunidad, quizá fuera la última que se les presentaría. Le obligó a correr pegado a su cuerpo. Él la siguió mientras tanteaba con la mano libre el espacio vacío que iban recorriendo en aquella carrera frenética, tropezando, perdiendo el equilibrio y recuperándolo pasos más allá. Todavía se oyeron nuevos chasquidos y silbatos que cada vez sonaban más lejanos. Margot examinaba el suelo con gran atención, daba instrucciones y se adelantaba a los obstáculos. Sabía que los tres hombres no lo tendrían nada fácil contra los chicos de Canard y sus hondas; alguno de ellos incluso podría acabar muerto si sus amigos afinaban la puntería. Sabiéndose a salvo, habría podido aminorar el paso y emprender de manera más tranquila el retorno al Instituto, pero lo que estaban viviendo era como aquellas aventuras del caballero Grandisson que había leído en la biblioteca personal de Guillié, el antiguo director. Ella era la heroína y no estaba dispuesta a renunciar a serlo. UNA DESCONOCIDA QUE LO CAMBIA TODO El castigo que impusieron a Louis después de su escapada resultó menos severo de lo previsto. Los momentos posteriores fueron más duros, sobre todo porque no pudo contar con el apoyo de Margot. Durante los días que pasó en la sala que denominaban enfermería tuvo mucho tiempo para pensar. Como se negaron a proporcionarle un punzón y papeles para profundizar en el nuevo método, Louis hizo todo tipo de pruebas rascando la pared con las uñas. Los puntos y su disposición lo obsesionaban y el reto de encontrar una solución que lo satisficiera era casi como un tormento. El invierno no era una buena estación para pasar unos días en aquella estancia. Pero la temperatura era agradable y no olía peor que en los rincones pestilentes del patio o bajo las escaleras. En todo caso, gracias a un resfriado cuyas consecuencias todavía arrastraba, su capacidad olfativa se encontraba en horas bajas. —Dios aprieta pero no ahoga —dijo al constatarlo: lo que en otras circunstancias habría sido una desventaja, en ese momento se convertía en una bendición. Tampoco le supuso una gran molestia el racionamiento de la comida. Pan, agua y algún pedacito de queso de vez en cuando no ocasionaban digestiones muy pesadas, de modo que la sangre fluía hasta el cerebro sin intromisión alguna. Louis sentía que el tiempo le pertenecía. Solo le inquietaban los pasos de madame Zélie, que se acercaba tres o cuatro veces al día con la desafortunada intención de darle conversación y rompía la monotonía del silencio. Cuando cumplió su castigo y volvió al mundo exterior, la realidad lo sacudió con fuerza. Margot trabajaba en la cocina ocupando el lugar de su madre; Babette llevaba días en cama sin que nadie supiera qué la aquejaba. Por tanto, la chica se desvivía por cuidarla sin desatender los demás trabajos, pero a muchos de ellos no estaba acostumbrada. Corría el rumor de que esta vez la dolencia de la mujer del conserje no era solo uno de sus habituales achaques, y más de uno la daba ya por muerta. Louis no encontraba la manera de coincidir con su amiga y necesitaba saber qué había de cierto en todos aquellos chismorreos. La oportunidad no se presentó hasta cinco días después de su cautiverio. Llovía a cántaros, como si el cielo sintiera la necesidad de soltar toda el agua del mundo antes de adentrarse en la bonanza de la primavera. En tales circunstancias, el ajetreo que se vivía en el Instituto era considerable. Los alumnos no podían salir al patio y, además, deambulaban inseguros chocando entre ellos al intentar esquivar los barreños y las palanganas colocados bajo las goteras. El agua llegaba a filtrarse por el techo de los dormitorios, por lo cual nadie se atrevía a aventurarse al piso superior. Los resbalones también eran más habituales, y todo ello favorecía un clima de nerviosismo y descontrol que Louis aprovechó para colarse hasta la despensa, una estancia estrecha y larga, contigua a la cocina. Margot, encaramada en lo alto de una escalera, alineaba unas conservas de alubias que había terminado pocas horas antes. —Margot, ¿eres tú? —¡Louis! ¡Qué susto me has dado! ¡Solo me faltaría caerme y arruinar el trabajo de toda una noche! ¿Se puede saber de dónde sales? —Perdona, no quería asustarte, pero es que no sé nada de ti y estaba preocupado. ¿Qué tal está tu madre? ¿Tienes un rato? —¡Pues no sé qué decirte! Me sale el trabajo por las orejas... Un suspiro acompañó el descenso de la chica por las escaleras y Louis fue siguiendo con leves movimientos de cabeza el avance de sus pies por los travesaños a medida que se apoyaban en ellos. —A veces creo que nos tomas el pelo y que ves más de lo que dices —declaró Margot al sentirse observada. Braille sonrió y, sin responder, la tomó del brazo. A continuación exclamó: —¡Margot, estás muy delgada! ¿Es que no comes? Si caes enferma no podrás cuidar de tu madre. ¿Estás bien? ¡Dime la verdad! —¡Louis! ¡No me atosigues! No estoy enferma. Tengo muchas cosas que hacer y poco apetito, pero me encuentro bien. Y no se puede decir que tú estés de buen año —dijo, después de una breve pausa durante la cual lo miró de arriba abajo. Después, arqueando las cejas como si algo no le acabara de cuadrar, añadió—: ¿No te habían castigado? ¿Cuándo te han dejado salir? —Ya hace días, Margot, ¡pero eso da igual! ¿Cómo sigue tu madre? —Se muere, Louis, se muere. Dice el médico que de una enfermedad mala, tiene el vientre hinchado y para no chillar se muerde los brazos hasta hacerse sangre. No puedo acercarme ni a secarle el sudor, se retuerce como un pez cuando lo sacas del agua. —¿No se puede hacer nada? Quizá si hablaras con el director... —Nos han dicho que la enfermedad ya está muy avanzada, que solo podemos rezar... y ni tiempo tengo de hacerlo. De hecho, Dios nunca nos ha escuchado mucho —añadió, apretando los dientes. Louis no sabía muy bien qué podía hacer para animarla. De buen grado la habría estrechado entre sus brazos, pero ella no parecía dispuesta a permitirlo. La rabia parecía poseerla. —¿Sabes qué me ha pedido? ¿Sabes qué es lo que más la preocupa? Braille negó con la cabeza y ella respondió a sus propias preguntas en el mismo orden en que las había formulado. —Que no abandone a mi padre, eso es lo que más la mortifica. Sufre porque ella ya no estará aquí para sacarle las castañas del fuego cuando beba más de la cuenta. Tiene miedo de que lo echen, que pierda el trabajo y que, de la noche a la mañana, nos encontremos en la calle. —¡El doctor Pignier no lo permitiría! —Pero ¿a ti te parece normal? —¿Qué es lo que tengo que encontrar normal, Margot? —Pues eso, que me haga responsable de lo que le suceda a mi padre, ¡como si yo pudiera hacer algo! ¿No tendría que ser él quien velara por mí? —Quizá los médicos se equivocan y... —No, Louis, no —dijo con voz quebrada; después, hecha un mar de lágrimas, se lanzó en sus brazos. Tres días después Babette abandonaba este mundo. Apenas unos minutos antes había sonado la campanilla del monaguillo que acompañaba al sacerdote que le llevaba la comunión. Como Demezière dijo que no había parientes a quienes anunciar la muerte de su mujer, madame Zélie acompañó a Margot en el velatorio. Al día siguiente, alumnos, profesores y personal del Instituto rezaron juntos por la salvación de su alma. Se encendieron un par de cirios en la capilla y también se dejaron pagadas unas misas en la parroquia cercana de Saint-Severin. El toque de difuntos se escuchó justo cuando un carro cruzaba la puerta cargando el ataúd, camino del cementerio del Père-Lachaise, en las afueras de París. Demezière y Margot iban en el pescante. Pignier, Dufau y madame Zélie en persona, como representantes del Instituto, los seguían en un coche de caballos. Louis y su amigo Gabriel Gauthier también obtuvieron el permiso necesario para acompañarlos. El trayecto fúnebre transcurrió en un silencio casi reverencial. Ninguno de los dos chicos osó pedir información de lo que sucedía en el exterior ni de los espacios que transitaban. En un momento dado supieron que cruzaban al otro lado del Sena. La intensa humedad que notaban y el chapoteo intenso del agua mezclándose con el trajinar de la gente eran indicios inequívocos de ello. Pero no supieron dónde estaban hasta que el coche de caballos se paró. Fue justo entonces cuando la voz de Canard sonó fuerte y clara. Reclamaba la atención de Margot, quien, a juzgar por las demandas continuas del chico, ya se encontraba en el lugar. Sin embargo, pese a todos sus denuedos, no obtuvo ninguna respuesta. Louis, alarmado por un comportamiento tan poco usual, tuvo la certeza de que algo no iba bien. —¿Sabes quiénes son? —preguntó madame Zélie, visiblemente interesada. —Quizá sí —respondió Louis, después de cavilar durante unos instantes—: ¿Va solo o lo acompañan dos más? —Son tres bravucones, y más os valdría no tener nada que ver con ellos. A la que te descuidas, este tipo de gente te manga todo lo que llevas encima sin que ni siquiera los hayas visto venir. —No se preocupe, madame. Son amigos de Margot, no nos harán nada. —Si tú lo dices... A mí no me lo parece. Ella no les ha dedicado ni siquiera una mirada de reojo. ¡Vete a saber! Mientras Louis aguzaba el oído intentando captar pistas de lo que estaba sucediendo, un cuchicheo de voces fue tomando consistencia. Louis y Gabriel giraban la cabeza a un lado y otro sin acabar de entender la situación. Todo se precipitó cuando a la pelea se sumaron unos sollozos que, en un santiamén, dieron pie a un llanto desconsolado. —¿Qué pasa? —preguntó Louis tirando de la manga de su acompañante con un gesto nervioso que no intentó disimular. —Ha aparecido una mujer. —¿Una mujer, dice? —Sí, y va de luto riguroso. Ha de ser alguien de la familia. ¿Una tía, quizá? —Margot nunca me ha hablado de ninguna tía. —También lleva la cara cubierta con una mantellina. Se la ve muy afectada... —¿Y Margot? ¿Qué hace Margot? —No hace nada. La mira con extrañeza. El corazón de Louis latía con fuerza. En ese momento habría dado cualquier cosa para no ser ciego, para no estar a merced de las informaciones que le llegaban y poder salir al paso a los acontecimientos. Fuera quien fuese aquella desconocida, a Margot le supondría un trastorno y él se sentía atado de pies y manos, sin posibilidad de ayudarla. —¿Podría llevarme hasta ella? —¿Te has vuelto loco? No sabemos de quién se trata. —Quería decir hasta Margot. —No, Louis. Una cosa es que te hayan permitido venir hasta aquí y otra muy diferente que... —Es mi amiga —interrumpió el chico con la cabeza erguida e imprimiendo fuerza a la voz. —Lo siento, pero no. Estas fueron las únicas palabras que madame Zélie pronunció para desestimar el ruego de Louis. Después, ante la extrañeza de los congregados, la mujer de negro se lanzó sobre el ataúd. Entre sollozos llamó el nombre de la difunta y nadie osó apartarla. Margot, sin el menor atisbo de ternura o lágrimas en los ojos, miró a su padre, que dio un paso atrás con el rostro desencajado. Entonces, ante la expectación de todos los congregados, la hija del conserje se dirigió hacia la mujer enlutada. La recién llegada hizo el gesto de abrazarla, pero la niña no lo permitió. Como quien se aleja de una serpiente, con sigilo y calculando muy bien cada gesto, Margot retrocedió. Nadie entendió las palabras que la intrusa le musitó en la distancia más corta que fue capaz de conquistar. Durante unos segundos las dos figuras permanecieron inmóviles, como si estuvieran congeladas. Pasado este paréntesis, la niña apretó los puños a ambos lados del cuerpo mientras alternaba la mirada entre el ataúd y la mujer, como quien busca el nexo de unión de un imposible. Al cabo de un instante, abrió y cerró los labios con el mismo resultado que los pescados cuando coletean sobre el suelo. Y, con la misma sensación de ahogo, inició una carrera frenética hacia la salida del cementerio. BLANCO DE NIEBLA, ROJO DE IRA Ni Gabriel ni Louis pudieron dormir en toda la noche después de la escena que había tenido lugar en el cementerio. A diferencia de Canard y sus amigos, a los dos chicos les resultó imposible seguir a Margot en su fuga y, a pesar de las quejas que formularon al director, tuvieron que permanecer en el funeral de Babette. La intercesión de madame Zélie evitó que Dufau llevara a cabo las amenazas de castigarlos sin recibir correspondencia ni ir a la biblioteca durante dos semanas. El eterno aspirante a director tildaba el comportamiento de los chicos de inadecuado y muy impropio de alumnos tan brillantes como ellos. —Tú no has hecho nada malo, Gabriel. Me sabe mal que te hayan implicado... —No digas tonterías; somos amigos, ¿no? —Pues claro. ¡Pero es que nunca había sentido tanta rabia! Cuando Louis acabó de pronunciar esas palabras pensó que no eran ni mucho menos ciertas. Sin poder controlarlo, el recuerdo de aquel soldado acosando a su hermana asaltó su memoria. Y, de nuevo, experimentó la impotencia de saberse desvalido, como desnudo. —¿Qué te pasa? —preguntó Gabriel, que sentía el silencio de su compañero como una losa. —Despecho e indignación, Gabriel. Dufau cree que me asustaron sus amenazas; ¡qué iluso! Lo que me detuvo fueron las lápidas distribuidas por todas partes. Las cruces con las que chocaba... ¡La maldita oscuridad! Si hubiera podido al menos distinguir los contornos, no me habrían atrapado. —No te hagas mala sangre, Louis. Te lo digo yo, que me pasé tres años cabreado con el mundo. —Ya sé que no te gusta hablar del tema, pero todavía recuerdas caras y fisonomías, ¿verdad? Gabriel hizo una breve pausa antes de responder a la pregunta de su amigo. Su voz, siempre bien modulada, parecía debilitada... —No se lo he contado a nadie. Incluso me cuesta reconocerlo ante mí mismo. He dejado de soñar con personas. Antes sí que soñaba con ellas —añadió con dificultad—: Antes veía el rostro de mis padres, de mis tíos... Después aparecían cosas de mi casa, las montañas o el río. Más tarde el blanco fue ganando terreno, se extendió como la niebla. ¿Sabes qué es la niebla? No sé si me explico. No sé si tú... —Yo solo sueño con voces, con olores. Siento frío o calor, sensaciones bajo los dedos... todo mezclado. Según cómo se configura la mezcla me hace sentir bien o, por el contrario, me inquieta. Supongo que es normal, nadie habla nunca de esto. —El blanco también se me desvanece, Louis. ¿Cómo te imaginas tú el blanco? —Como mi ojo izquierdo. Con ese vi hasta los cinco años, luego fue velándose poco a poco debido a que la infección pasó de un lado al otro. Pero a veces me ha parecido distinguir un poco de claridad con él. —Pues mis sueños tienen cada vez más el color de tu ojo derecho. Cuando todavía no había perdido la visión, el color negro era el de la noche sin luna. Era el del miedo. Los dos chicos estaban en camisa de dormir, sentados en las escaleras, hablando quedamente para no despertar a nadie. Al fondo se oía la respiración pesada de Hippolyte, que arrastraba un buen resfriado y, de vez en cuando, tosía. Los ronquidos de Édouard, que había abandonado la posición boca abajo en la que sus compañeros lo obligaban a dormir, fueron en aumento, y alguien le lanzó un grito que despertó a un tercero. Gabriel y Louis se dirigieron a sus respectivas camas. La conversación quedó aplazada hasta otro momento. Braille se quedó pensando un buen rato en todo aquello de la niebla y el blanco. No era ese el color que latía con más fuerza en su estado de ánimo. La rabia, la ira, esas emociones que tan precozmente se habían instalado en su cuerpo de niño estaban asociadas al color rojo. Le decían que el rojo era el color del fuego. Lo había entendido al quemarse la lengua con una pequeña brasa que había quedado pegada a un pedazo de carne. Marie Céline había aprovechado para repetir incansablemente el nombre del color, le daba igual que el pequeño llorara llamando a su madre; ella insistía machaconamente. También era del mismo color el olor a chamusquina que despedía el cuero mientras su padre lo grababa con un hierro candente. Y el escozor en la piel, un verano que el sol caía a plomo y él había olvidado el sombrero. Más tarde también le contaron en la escuela que cuando sentía las mejillas ardiendo de vergüenza, aquello también era el color rojo. ¿De qué color sería la tristeza que transmitía Margot, que, de pronto, había adoptado un silencio inusual en ella? LA HUMILLACIÓN DE BARBIER París, finales de marzo de 1820 A finales de marzo, solo quedaba el recuerdo de las últimas nieves que hacía unas semanas blanqueaban los tejados de París. Al lado de los caminos y en los retazos de terreno que habían permanecido a resguardo de carros y animales, empezaban a asomar brotes de verde. De vez en cuando, algún pájaro se acercaba al alféizar de la única ventana del dormitorio comunal y soltaba un trino anunciando el buen tiempo. Sin embargo, no parecía que el deshielo hubiera llegado al corazón de Louis. Margot había desaparecido y una mujerona llamada Alice ocupaba el lugar de Babette en la cocina. Las malas lenguas habían hecho correr todo tipo de chismorreos acerca de la desconocida del cementerio, pero ninguno de ellos se había confirmado. El viudo se mostraba taciturno y no desmentía ni daba por bueno ninguno de los cotilleos que se propagaban por el Instituto. Todos esos acontecimientos habían trastocado las rutinas y la capacidad de concentración de Louis. Ya no le resultaba tan fácil aislarse del mundo para encontrar respuestas ante las dificultades que todavía le planteaba el método de escritura que, poco a poco, iba asimilando. Quizá por este motivo, la reunión con sus compañeros para debatir las bondades o los problemas del sistema Barbier fue menos provechosa de lo que esperaba. Lorraine, Alfred, Gabriel y Édouard coincidían en que necesitaban más tiempo para familiarizarse con un sistema tan diferente y complejo, pero el capitán no quiso aplazar la reunión prevista. Los cinco alumnos, acompañados por Pignier, oyeron el taconeo de las botas del militar mientras este cruzaba la estancia con decisión. Louis sintió un escalofrío. Hacía solo tres años que, en la misma estancia, su padre había ocupado la silla en la que ahora estaba él sentado. Entre los dos, una maleta con su nombre y un hatillo. ¿Tres años? ¡Parecía toda una vida! ¿Qué había sido de aquel muchacho miedoso que todavía confiaba en la gente? —Muy buenos días señores, señorita —saludó Barbier en voz baja, impropia de su talante. Louis le devolvió el saludo unos segundos más tarde que sus compañeros, lo cual no pareció revestir ninguna importancia dado el estado en que se encontraba el recién llegado. —Perdonen el retraso, no era mi intención hacerlos esperar. Tendrán que disculparme, vengo trastornado. —¿Quiere un poco de agua? —sugirió Pignier, acercándole una silla y afanándose para recogerle la capa y el sombrero. —Se lo agradecería mucho. Los cinco alumnos seguían con interés aquel episodio para descifrar a qué se debía la inquietud manifiesta del capitán. Al cabo de unos minutos fue él mismo quien relató los hechos. —Vengo de la place de Grève y todavía me cuesta creer lo que ha ocurrido. Un silencio respetuoso se extendió entre los allí reunidos. Todo el mundo sabía que la plaza, que debía su nombre a la grava que se depositaba a orillas del río, día sí y día también, era una fuente de disputas. —¡Eran tan jóvenes y fornidos! Los cuatro con rango de sargento y una templanza estremecedora. La multitud no gritaba como de costumbre, no los escarnecía. No eran ladrones ni violadores, no habían cometido ningún crimen de sangre... Cuando Barbier se dio cuenta de que se había dejado llevar por un arrebato y que hablaba sin orden ni concierto, hizo una pausa para dominarse. Lorraine había inclinado el cuerpo hacia delante como si en aquella posición fuera más fácil entender un discurso que le resultaba inconexo. Braille fruncía el entrecejo y su actitud transmitía cierta incredulidad; los otros tres chicos estiraban el cuello a la caza de detalles que saciasen su curiosidad. El capitán recuperó el aire de superioridad que le era propio y prosiguió: —El juez los acusó de conspirar contra la monarquía, de estar relacionados con el grupo revolucionario de los carbonarios. Y los han guillotinado para escarmiento de cualquiera que ose levantar la voz. —Pero ¿eran culpables? —preguntó Édouard. —Dios me libre de pronunciarme al respecto. —Pero... —insistió el chico. —Yo solo sé lo que he visto. Mucha nobleza para una muerte tan terrible. Uno de ellos, llamado Jean-François Bories y que parecía el líder del grupo, se ha ofrecido para ser decapitado en último lugar. Nunca había visto a nadie subir las escaleras hasta el cadalso con la frente tan alta y con tanta serenidad en la mirada. —¿Y ha sido testigo de cómo las cabezas de sus amigos rodaban por el suelo? —preguntó Alfred con voz queda, como si no se atreviera a pronunciar tales palabras. —Sí, una tras otra. Después de que el capitán dijera esas palabras solo se oyó el tragar dificultoso de la saliva en la garganta de Louis y un suspiro que Lorraine ahogó sin haber acabado de expulsar el aire. No resultó fácil zanjar aquel tema escabroso y reconducir la reunión hasta abordar el verdadero motivo que los había llevado hasta allí. La brusca entrada de Demezière para anunciar la presencia de dos inspectores de sanidad ayudó bastante. El director abandonó la sala a toda prisa y Pierre-Armand Dufau fue designado para ocupar su lugar. —No estoy muy al corriente, pero este invento de los puntos me resulta curioso. Estaré encantado de escucharos —dijo aquel hombre de mediana estatura y barrigón, que por su tono de voz parecía situarse por encima del bien y del mal. —Como ya le debe de haber informado monsieur Pignier, mi invento puede ser de gran utilidad para la formación de estos alumnos. De hecho se diseñó para leer a oscuras, en el campo de batalla. —Barbier no disimulaba su enojo. —Algo parecido a una batalla es lo que vivimos los educadores de esta casa todos los días, sí. He visto que algunos de los chicos juegan con un tipo de punzones y se entretienen haciendo agujeros en un entramado de madera. La verdad es que me ha parecido peligroso. Nunca se sabe cómo acabarán estos juegos, y menos con una herramienta puntiaguda... —Si me permite, monsieur Dufau, no se trata de ningún juego, ni tampoco de un entretenimiento —intervino Louis con determinación y cierta insolencia. De inmediato, todos los rostros se volvieron hacia él. —Celebro que estemos de acuerdo —dijo el capitán visiblemente satisfecho—. Si no me equivoco, te llamas Braille, ¿verdad? —Sí, señor. Louis, para servirle. —Me satisface ver que estaba en lo cierto y que, después de practicar con mi método, estáis de acuerdo en que es una verdadera revolución. El subdirector había perdido el aplomo y se le notaba molesto por verse relegado. Había abandonado la silla donde se sentaba y buscaba la manera de intervenir sin meter la pata. El portavoz de los alumnos, por el contrario, no tenía ninguna intención de retractarse. —Estas maderas a las que ha hecho referencia el doctor Dufau son réplicas de las que usted nos facilitó. Las han hecho en el taller de carpintería para poder practicar. —¡Excelente! —exclamó Barbier. —Tenemos algunas observaciones que hacer. —¿Cómo dices? —la voz del capitán sonó casi desafiante. —Tal y como ya le dije, a nosotros se nos ha educado en el respeto a la ortografía y los signos de puntuación... —¡Ah! ¡Es eso! —interrumpió el capitán en tono burlón. —No. No es solo eso. Tampoco hay números, ni signos matemáticos. Hemos echado de menos la notación musical... —¡Por el amor de Dios! ¡Sois ciegos! ¿Para qué demonios queréis todo esto? Aquella afirmación, y la pregunta que lo acompañaba, tuvo el mismo efecto sobre el pequeño grupo que la afilada guillotina de la que se había hablado hacía apenas un rato. —Yo tampoco acabo de verlo claro. Por lo que entiendo, esos puntos separarán definitivamente a los ciegos de todos los demás —intervino Dufau—. Se trata de buscar maneras de acercarlos al mundo de los videntes. Es a lo que dedicó la vida el doctor Haüy. —Los libros en relieve son muy caros y la lectura es lenta y trabajosa —intervino Lorraine, mencionando un aspecto que llamó la atención de sus condiscípulos, no muy interesados por las finanzas del Instituto. —¡Vaya! ¿Ahora me venís con estas? No tenéis otra cosa que hacer. Tal vez no dedicáis las horas y el interés que requiere. Los argumentos de Dufau tampoco encontraron la aceptación de los reunidos y, a medida que avanzaban las aportaciones de unos y otros, el ambiente se fue enrareciendo. Cuando el director se incorporó de nuevo al grupo, la tensión se podía cortar con un cuchillo. —Yo creo que su método es muy bueno como punto de partida. Tiene posibilidades —reconoció Louis, acompañando sus palabras con un ligero asentimiento de cabeza. —¡No me lo puedo creer! ¿Un punto de partida, dices? Doctor Pignier, convendrá conmigo en que esto es una insolencia. —No era mi intención molestarlo, capitán. Si ha sido así, le ruego que acepte mis disculpas —se avanzó Braille—. Tendríamos que simplificar... —¿En qué quedamos? ¿Es poco o demasiado elaborado para vuestro gusto? ¿Estáis seguros de saber lo que queréis? —preguntó, burlón. —Queremos leer, aprender, escribir. Eso es lo que queremos —replicó Alfred—. Hemos trabajado duro de día y de noche. Ya sabe que para nosotros la oscuridad no supone un problema. Cada día hemos repasado sus puntos. Nadie desea con más ahínco que nosotros mismos que esto funcione. ¿Por qué no hace el favor de escuchar lo que Louis tiene que decirle? Nadie se esperaba aquella intervención, ni siquiera el capitán, que no supo qué responder. Cuando Louis tomó la palabra, una sensación nueva unió a aquellos ciegos. Era como si compartieran una causa propia; tenían una batalla que librar, de la que se sentían responsables y capaces. —Necesitamos más tiempo para lograr resultados, pero todos coincidimos en que son demasiados puntos. Hay símbolos en los que intervienen doce, por lo tanto una sola sílaba puede utilizar veinte puntos. ¡Es imposible notarlos al tacto con un solo dedo! Es muy fácil perderse al repasarlos todos, y cuesta mucho recordarlos, tal como ocurre con las letras en relieve. —Lo que decís no es cierto. Mis soldados eran capaces de descifrar códigos. —No dudamos de su palabra, señor —argumentó Lorraine—, pero no es exactamente lo mismo. Los mensajes eran breves y el contenido siempre estaba relacionado con términos bélicos. —Si nos lo permite, quisiéramos seguir trabajando. Estamos convencidos de que... —Doctor Pignier, no puedo creer que admita una humillación como esta. Es vergonzoso que unos mocosos ciegos se crean con derecho a darme consejos. ¡A mí, un inventor reconocido! —exclamó, golpeándose el pecho y levantando la barbilla por encima de todos. CUENTOS PARA ANTES DE ACOSTARSE Louis tenía razón, la noche no suponía ningún problema para los alumnos del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos de París. La oscuridad era una vieja conocida, y solo el cansancio o la distribución que hacían los videntes de las horas de la jornada, bajo unas normas que a los residentes les resultaban del todo ajenas, los invitaba a cerrar los ojos y abandonarse al sueño. Sin embargo, ese día estaban demasiado excitados para seguir con la rutina establecida. Después de que el conserje hiciera la ronda por el dormitorio de los pequeños y desapareciera llevándose la débil llama de un candil, un buen número de somieres metálicos chirriaron de nuevo. En un santiamén la mayoría de los chicos se habían sentado sobre la cama. Los camisones arremangados dejaban a cuerpo descubierto las delgadas piernas que, en algún caso, empezaban a cubrirse de vello. —¡Contad, contad! —pedía Hippolyte con aquella voz casi femenina que a menudo había provocado el escarnio y algún que otro rifirrafe—: ¿De verdad le habéis llevado la contraria al capitán Charles Barbier? Monsieur Dufau parecía fuera de sus casillas. —No es cierto. Se lo ha tomado muy mal, pero no le hemos faltado al respeto. Fueron ellos quienes nos pidieron que estudiáramos el sistema del capitán, y eso hemos hecho. Le hemos expuesto nuestras conclusiones de la mejor manera posible —respondió Gabriel Gauthier con su templanza característica. —¿Sabéis qué? ¡Me habría gustado poder verle la cara! ¡Estaba hecho una fiera! Se oían sus bufidos de rabia —exclamó Alfred—. ¡Eso sí que no se lo esperaba! ¡Tan acostumbrado como está a que le rían las gracias y resulta que cinco muchachos ciegos se atreven a ponerle pegas a su gran invento! Y, para rematar la faena, ¡Lorraine tampoco se mordió la lengua! —Lo que pasa es que ya venía hecho un manojo de nervios... —añadió Alfred—. Ser testigo de las decapitaciones de aquellos jóvenes lo trastornó. El hecho de que fueran militares fue como poner el dedo en la llaga. Si se hubiera tratado de pobres desgraciados la cosa habría sido diferente. —¡Es horrible eso de ver que ponen la cabeza de alguien dentro de un saco! —exclamó al fondo de la sala una voz que hasta entonces se había mantenido al margen de la conversación. —¡Como si tú hubieras visto muchas cabezas rodando! —dijo Hippolyte en tono burlón. —Ni rodando ni sin rodar —añadió Alfred sumándose a la chanza. —Os creéis muy graciosos, pero conozco un montón de casos de gente que pasó por la guillotina. Que sepáis que en el pueblo vivía un verdugo y yo era amigo de su hijo; pasé muchas tardes en su casa. —¿Y cómo es que nunca nos has dicho nada, Pierre? —preguntó Hippolyte, dudando de aquella repentina confesión. —Yo qué sé... No venía a cuento, supongo. El tema no invitaba a levantar la voz y los más interesados en escuchar la historia se fueron acercando al catre de aquel chico esmirriado. Hippolyte tenía cierta fama desde el día en que había bajado al pozo a buscar leña. Como si se hubieran organizado previamente, y con un orden que habría sorprendido a cualquier persona que conservara el sentido de la vista, se colocaron en círculo. —Cerrad la puerta —pidió Édouard, dejando por un momento de morderse las uñas. —¡Ni hablar! ¡Ya sabéis que lo tenemos prohibido! ¡No pienso permitir que nos vuelvan a castigar a media ración por vuestra culpa! Después de la campana no nos está permitido... —¡Vaya, vaya! ¿Y cómo piensas impedírnoslo? —retó Hippolyte dirigiéndose a un tal Robert, a quien todo el mundo llamaba «el Lameculos». —Si queréis pelearos, mañana hacemos apuestas y nos jugamos los postres del domingo, pero ahora dejad hablar a Pierre. El Lameculos siguió mascullando, pero la curiosidad de los compañeros venció sus reservas y, desde la cama, aguzó el oído para escuchar una historia que prometía ser suculenta. Pierre, sabiéndose el centro de la reunión, inició su relato con voz intrigante. —Yo tendría como mucho ocho o nueve años y por entonces todavía veía un poco. Recuerdo que cuando monsieur Sanson, el padre de mi amigo, se marchaba a trabajar, todos los del pueblo daban su opinión. Era evidente que la suya no era una profesión muy común y que algunos no querían tener ningún tipo de trato con él, pero una vez la cosa fue muy distinta. Al parecer un desconocido le jugó una mala pasada. Mi madre dijo que podía tratarse de una venganza. —¿Una venganza, dices? —preguntó Édouard. —Sí. Quién sabe... Quizá los hijos o los padres de alguien a quien había guillotinado. Podría haber sido cualquiera. El caso es que le tendieron una trampa y provocaron su ruina. El silencio en la sala era casi absoluto. A pocos pasos de donde Pierre refería los hechos, alguien tuvo un ataque de tos y por poco no lo sacan de la habitación a patadas. —El condenado era un ladrón y violador que, por sus reiteradas fechorías, no disfrutaba de la simpatía de la gente. De buena mañana todo el pueblo se había reunido en la plaza y, cuando los cuatro gendarmes lo llevaron a rastras, los bribones lo apedrearon. El hombre, que debía de rondar la cuarentena, rasurado y atado de pies y manos, se negó a confesar sus pecados. Una y otra vez escupía al sacerdote, que por lo visto se empecinaba en salvarlo del infierno. —Pero ¿qué pasó? —exigió inquieto Édouard, a quien ya no le quedaban uñas que morderse. —¡Ya va, un poco de paciencia! —exclamó Pierre, que disfrutaba de la expectación que había conseguido provocar—. Lo que pasó fue que, cuando la hoja de la guillotina cayó por las ranuras, rebotó y la cabeza siguió unida al cuerpo. —¡Qué horror! ¿Y...? —Pues que aquel pobre desgraciado empezó a chillar como un cerdo mientras la cabeza le colgaba de lado, con los ojos que casi se le salían de las cuencas. —¡Por el amor de Dios, calla! —exclamó Louis. —Ni hablar, si no sé cómo acaba la historia, no podré dormir —masculló Hippolyte. —¡Estoy de acuerdo! Y si no, ¡que no hubiera empezado! —refunfuñó Alfred. —El padre de mi amigo no podía entender qué había pasado, era un profesional y se jactaba de hacer bien su trabajo. Nunca había tenido ninguna queja, más bien al contrario. Decepcionado, repitió la operación y cuál fue su sorpresa y susto al observar que esta vez tampoco conseguía su propósito. Los reunidos chillaban por el horror de contemplar una escena tan... No me sale la palabra... —Macabra —apuntó Gabriel. —Eso mismo, ¡tan macabra! Dicen que la sangre brotaba sin parar y que las mujeres les tapaban los ojos a los niños. Hubo más de un desmayo. La operación se repitió hasta cuatro veces seguidas. —¿Cuatro veces, dices? —preguntó Édouard para asegurarse de que lo había entendido bien. —Sí, y fue el ayudante del verdugo quien remató el trabajo. Acorralado por los gritos de la gente y apiadándose del pobre desgraciado, subió al cadalso y, con un cuchillo de carnicero, le cortó lo que le quedaba de cuello. Dicen que el juez que asistió a la ejecución no movió un solo dedo y se quedó contemplando la escena desde el interior del coche de caballos. Las palabras de Pierre dieron paso a una arcada, seguida del olor agrio del vómito de Louis. Este se disculpó y salió de la habitación con la excusa de encontrar algo para limpiar el suelo. En el interior del dormitorio, los chicos se dividieron entre los que pensaban que todo aquello era una invención espeluznante y no se creían ni una sola palabra, y los que seguían pidiendo detalles y estaban ansiosos por escuchar otra historia con el mismo protagonista. LA MÚSICA Y LAS CATACUMBAS «Cuando una puerta se cierra, se abre una ventana», decía a menudo Monique, la madre de Louis, sobre todo cuando las cosas no iban del todo bien. Ahora que la vida del chico estaba hecha un embrollo, aquellas palabras adquirían significado. Sin la ayuda y la compañía de Margot, los días se hacían eternos. Había notado su presencia una sola vez, pero ella se había esfumado sin ni siquiera responder a sus ruegos. —¡Éramos amigos! Dijimos que nos lo contaríamos todo, que nos teníamos el uno al otro. ¿Te acuerdas? ¿Y ahora qué? ¡No es justo, Margot! Ahora me toca a mí echarte una mano. ¿Por qué me ignoras? ¿Por qué no me permites devolverte un poco de lo que tú has hecho por mí? ¿Tanto cuesta entenderlo? Los gritos de Louis resonaron en el vacío y el fantasma de la chica se borró con la misma sutileza con la que había aparecido. Sin embargo, él seguía proyectando su voz en el rellano de la escalera. Daba vueltas con la intención de hacer llegar aquel mensaje dondequiera que ella se encontrara. —¿Me tomas por tonto? ¿Todavía no te has dado cuenta? No me hace falta ver para saber que estás cerca. Noto tu presencia por el desplazamiento del aire cuando te mueves, por el compás de tu andar inquieto, por esa especie de olor a bosque y río que desprendes al darte la vuelta. La mano de Gabriel Gauthier puesta sobre su hombro fue la única respuesta al clamor encendido de Louis. Después, un llanto desbocado le anegó los ojos. Pero, a diferencia del agua, que al empapar la tierra la ablanda y la hace fértil, las lágrimas del chico recorrían inútilmente aquellos ojos baldíos. —Me gustaría estar solo, amigo —dijo al recuperar una respiración acompasada. Por algún motivo, sus piernas se dirigieron hasta el final del rellano. Allí, cubierto de polvo, le esperaba, mudo, el viejo piano. Braille lo acarició abarcando el máximo de superficie posible y después recorrió las teclas con las yemas de los dedos para hacer sonar las notas más graves. Desde hacía unos meses, dos profesores del conservatorio acudían los lunes y los viernes, de forma completamente voluntaria, a dar clases de música a los chicos y chicas ciegos. Traían, también, un par de violines, y la enseñanza se hacía por imitación. Las manos de los profesores guiaban las de los alumnos, corregían la postura y daban las indicaciones necesarias para la ejecución de la pieza que, naturalmente, había que memorizar. Este hecho demoraba en gran medida el aprendizaje y, en cierta forma, traicionaba la versión original. No tener una partitura en la que basar el estudio desanimaba a la mayoría de los alumnos, que al final acababan abandonando. Practicar fuera de las horas convenidas resultaba inútil; la memoria los engañaba a menudo y con las repeticiones de las repeticiones se llegaba a resultados muy alejados del punto de partida. Estos pensamientos iban y venían en la mente de Louis, sentado en la banqueta. No obstante, de repente su expresión transmutó hacia la esperanza. Sin dudarlo, se dirigió al dormitorio, fue al anaquel bajo, y cogió el punzón, un papel y su tableta. Acto seguido, volvió sobre sus pasos y se plantó ante aquel viejo piano construido por Sébastien Erhard en la primera fábrica que había tenido en París. —Si soy capaz de hacerlo con las letras y trasladarlo a los números, ¿por qué no con las notas? —se preguntó con una sonrisa que asomó a sus labios, mientras se sentaba en la banqueta y disponía los enseres de escritura sobre el regazo. La celda con los seis puntos distribuidos en dos columnas contiguas de tres tenían que contener la respuesta. Se trataba, pues, de encontrar la manera de representar las notas, los silencios, los signos de octava, las alteraciones, el compás y todas las informaciones que aportaba una partitura en tinta, la que había que descifrar para una buena ejecución. No podía hacerlo solo, pero buscaría la ayuda y complicidad de su profesor y avanzarían juntos. Con los ojos cerrados, imaginó una serie de puntos que recorrer, puntos que se convertían en melodía cuando eran leídos al tacto. Allí mismo inició la primera aproximación. Para las notas utilizaría los puntos uno, dos, cuatro y cinco. Es decir, las dos primeras líneas y columnas, dejando los puntos tres y seis, que pertenecían a la última fila, para las figuras y los silencios. La sencillez era una norma inviolable, había que huir de fórmulas complejas sin renunciar a la precisión, aquel era el contraste y la gran diferencia con el método de Barbier. También con las notas respetaría la correspondencia con las letras. Do, re, mi, fa, sol, la. Podrían ocupar el mismo lugar que las letras d, e, f, g, h, i y j del alfabeto que estaba confeccionando. Durante unos instantes Louis sintió que todo funcionaba, que el nudo en la garganta se iba deshaciendo lentamente y era capaz de tragar saliva sin esfuerzo. En aquel momento decidió escribir su primera partitura sin pentagrama. Las notas de Frère Jacques sonaban en el pasillo una y otra vez mientras Braille perforaba la tableta haciendo anotaciones y pruebas que después verificaba de nuevo al teclado. Tanta era la pasión que dedicaba el joven Braille a aquel descubrimiento que las pisadas que anunciaban la presencia de monsieur Tor le pasaron desapercibidas. Cuando este tomó la palabra, Louis se sobresaltó. —No quería asustarte. Veo que estás muy concentrado y seguro que lo que haces es importante, pero ha tocado la campana y es hora de ir a cenar. Si quieres te acompaño y por el camino me cuentas de qué se trata. Braille accedió de buen grado y empezó a relatarle todo aquello que le rondaba por la cabeza y se disponía a hacer. A medida que avanzaba en su discurso, imprimía ritmo a su andar y en un santiamén llegaron al comedor. Sin embargo, la conversación quedó a medias y se citaron más tarde. El maestro de cestería vivía en el Instituto y, aprovechando que la temperatura empezaba a ser agradable, se sentaron en el poyo del patio. La claridad de la luna hacía más plácido aquel retazo de cielo encuadrado entre los muros, pero solo el hombre podía dar fe de ello. —¿Puedo hacerle una pregunta, monsieur Tor? —¡Claro que sí! Espero que no sea muy comprometida —añadió el profesor con una mueca divertida. —¿Por qué le llaman Tor? —Bueno. Mi nombre es Victor. Victor Signoret. Mi hermano menor, que era un renacuajo, me llamaba así. Murió antes de cumplir los dos años —dijo el hombre con un hilo de voz. Después, carraspeando, añadió—: Pero de eso hace ya mucho tiempo. —Lo siento, quizá no tenía que... —No te preocupes —interrumpió el profesor cuando se dio cuenta de que Louis estaba azorado. Entonces, apoyando los dos pies en el suelo y levantando la barbilla hacia el cielo, cogió aire e inició el relato de su vida... —Nací en la rue d’Enfer. A media hora andando de aquí, en dirección sur. Muy cerca de la pared. —¿De la pared? ¿De qué pared? —Ah, claro; tú vienes de fuera y apenas has salido de esta madriguera, pero París es muy grande y... Un día tengo que llevarte a conocer la ciudad. —¿De verdad lo hará, monsieur Tor? —¡Cuenta con ello! ¡Pero ya te digo que a ese muro del que te hablaba no le dedicaremos ni un solo minuto! Siempre ha sido una fuente de problemas. —Entonces, ¿por qué lo construyeron? —Por lo de siempre, Louis: para recaudar dinero. La Asociación de Granjeros Generales propuso al rey Luis XVI cerrar París con un nuevo muro y hacer aperturas únicamente para introducir los bienes básicos para el consumo. ¿Te imaginas veinticuatro kilómetros de barrera? Pero no quería hablarte de esto —dijo el profesor, viendo que si la conversación se animaba, todavía le costaría más ir al meollo del asunto—. Mi padre era cestero, ¡un verdadero artesano del mimbre! Un oficio que heredó de su padre y de su abuelo y que, a su vez, me enseñó a mí. Se ganaba bien la vida y decidió comprar una casa en la rue Saint-Denis. Era una casa más grande, menos alejada del centro, lo cual favoreció el negocio, sobre todo porque tenía unos bajos espaciosos para utilizar como taller. La cosa nos iba bien e incluso tuvimos un aprendiz que ayudaba a mi padre y hacía los recados. Entonces yo tenía seis años y era mi primer año de escuela. Era el mediano de tres hermanos. Chloé me llevaba siete y después estaba el pequeño, Adrien. Trabajábamos mucho, pero no nos faltaba de nada, hasta que se fue todo al garete... —De verdad que no quisiera importunarlo —dijo Braille, aprovechando una pausa de aquel hombre, que le estaba regalando su intimidad. —Deja que continúe, Louis. Sé que estás pasando por un mal momento, que te debates entre acomodarte en una situación que te ha tocado vivir e ir pasando sin pena ni gloria, o escuchar lo que te dicta el corazón, aunque esto implique nadar a contracorriente. La vida es dura. ¡La tuya y la de todos! —¿Cómo puede adivinar cómo me siento, monsieur Tor? —¡Ay, hijo! Es una cuestión de años. A veces, si los sabes aprovechar, te hacen más sabio —dijo el profesor alborotándole el pelo—. Todos tenemos nuestro propio vía crucis. Algunos llevan la pena escrita en la cara, viven quejándose y sueltan un rosario de improperios y lamentos. Otros se enfrentan a la adversidad e intentan que su entorno sea más amable. —¿Y por eso decidió usted trabajar con los ciegos y ayudarnos? —No es tan sencillo, Louis. Parecía que mi destino ya estaba escrito. Pero del mismo modo que tú tenías que ser guarnicionero, siguiendo con el negocio de tu padre, y perder la vista en aquel maldito accidente lo trastocó todo, a nosotros también nos afectó la tragedia. El corazón de Louis latía con fuerza. ¿De qué tragedia podía tratarse? Monsieur Tor era un hombre respetado, tenía un buen trabajo, salud... Y, si bien era cierto que su bondad siempre iba acompañada de un deje de tristeza, no parecía especialmente desgraciado. El hombre fue desgranando la historia... —Era el mes de abril, pero el frío todavía no nos había abandonado. Recuerdo que nos encontrábamos los cinco en la sala y que el fuego se consumía. Padre arrastraba un fuerte resfriado y por eso no había ido al almacén para terminar un encargo que había que entregar al día siguiente. Mi madre lo ayudaba a ratos, mientras vigilaba el perol, y Adrien dormía tranquilo en la cama de mis padres. Mi hermana y yo nos dimos prisa para buscar leña, tal y como nos habían ordenado. Todavía no habíamos llegado al almacén cuando, sin previo aviso, el suelo desapareció a un palmo de nuestros pies. Nos quedamos temblando sobre los peldaños de una escalera que conducía al vacío. Chloé chillaba llamando a nuestra madre, pero era en vano. El ruido del hundimiento se tragaba su voz fina y rota por el llanto. Yo no era capaz de articular una sola palabra y más tarde me di cuenta de que me había orinado encima. No sé cuánto rato estuvimos arrimados a la pared, con una polvareda que apenas nos dejaba distinguir nuestras propias siluetas y nos obligaba a cubrirnos el rostro para toser lo menos posible. Pensaba que no saldríamos con vida; estaba horrorizado. —Y sus padres... —Mis padres salvaron la vida de milagro, pero nunca más volvieron a ser los mismos. Mi padre perdió un brazo y mi madre la cordura. —¿No llegó a recuperarse? —preguntó Louis con voz queda. —Mi hermano pequeño murió aplastado bajo el peso de mi madre. Ella había ido hasta la cama para darle un poco de agua cuando el techo se desplomó. —¡Dios mío! —exclamó el chico, llevándose las manos a la boca. —Fue más grave todavía de lo que puedes llegar a imaginar, Louis. —¿Peor? ¿Qué puede haber peor que eso? —Cuando la polvareda nos permitió ver el fondo... Monsieur Tor hizo una pausa y Louis le apretó el brazo para ofrecerle algún tipo de consuelo. —Entre los escombros que sepultaban a mis padres y a Adrien, se mezclaban decenas de cadáveres. Esqueletos incompletos, cráneos y cuerpos en descomposición ocupaban parte de lo que, hasta hacía muy poco, había sido nuestro hogar. —No entiendo cómo... —Tarde o temprano tenía que pasar; todo el mundo lo decía pero nadie hacía nada. El cementerio des Saints-Innocents estaba junto a nuestra casa. Hacía diez siglos que se utilizaba. Allí llevaban a los muertos de veintidós parroquias, del hospital principal y del depósito de cadáveres. Mucha gente sin recursos, vaya. En los últimos tiempos el terreno había subido dos metros por encima del nivel de la calle y seguía en aumento, los cuerpos se amontonaban, ya no había más espacio. —¡Pero lo que explica es horroroso! —exclamó el chico, a pesar de que todos sus conocimientos sobre cementerios se limitaban al de su pueblo, con tumbas individuales y flores a los pies de las lápidas, y aquel otro donde se había dado sepultura a la madre de Margot. Ni el uno ni el otro tenían nada que ver con lo que monsieur Tor describía. —Peor todavía. Este horror se habría podido evitar. Expertos de la facultad de París habían advertido del peligro que suponía. Pero los responsables se desentendieron del asunto y siguieron abriendo fosas comunes. Siempre encontraban una excusa para aplazar el proyecto, hasta que el muro de nuestro sótano cedió a la presión. —¡Dios mío! —A raíz de la tragedia se ordenó el cierre de aquel cementerio y se construyeron otros, más alejados de la ciudad. Pero a nosotros ya nos habían arruinado la vida. Monsieur Tor explicó al chico que, mientras se tomaba esta decisión, los habitantes del distrito de Saint-Michel, en la orilla sur del Sena, también sufrían hundimientos, aunque por causas muy distintas. Louis no daba crédito a todo lo que estaba escuchando. ¿Por qué nadie se lo había contado antes? Tenía la impresión de vivir dentro de una burbuja, al margen del verdadero latido de la vida. —¿Y por qué motivo se hundían las casas al otro lado del río? —preguntó Louis en tono mustio, como si no estuviera del todo seguro de quererlo saber. —Querido Louis, ¡el subsuelo de París es como un queso plagado de agujeros! —¿Por las ratas? —¡No! —dijo Tor con gesto divertido—. Me refiero a estos quesos que denominan gruyere. Me parece que los agujeros son un efecto de la fermentación de la leche. —¡Nosotros, en casa, hacemos un brie buenísimo! Mis hermanos se dedican a ello... Pero nunca había oído decir que el queso tuviera agujeros. —Da igual. Lo que quería explicarte es que París está todo agujereado por debajo. Se ha podido demostrar que algunas piedras de Notre Dame proceden de las canteras subterráneas. —¡El doctor Pignier nos dijo que la catedral es del siglo XII! —¡Cierto! ¡Pero estas canteras ya las usaban los romanos! Lo que pasa es que no se toman las medidas adecuadas. Dicen que las columnas que soportan el peso no están en condiciones, ¡vete a saber! El caso es que, en algunos lugares, las casas se han hundido. La noche avanzaba y la humedad procedente del río iba transformando el ambiente tibio en un fresco que los hizo acurrucarse. A vista de pájaro, aquellos dos puntos negros sentados en el poyo del patio bien habrían podido ser dos grillos cantando. Sin embargo, ninguno de los dos lo hacía para atraer a una hembra, solo para ahuyentar el miedo y acercar dos fragilidades disfrazadas de fortaleza. De madrugada, Louis todavía daba vueltas en la cama. No podía quitarse de la cabeza lo doloroso que le habría resultado al profesor ver a su familia destruida. Cómo, de repente, y después de tanto luchar, se habían visto despojados de todas sus pertenencias y obligados a vivir con un par de familias más en un solar que las autoridades les habían proporcionado. Sin posibilidad de seguir trabajando el mimbre, su padre se vio obligado a pedir limosna; con un solo brazo nadie quería darle un empleo. Chloé era la única que aportaba algún dinero. Iba todo el día de acá para allá haciendo pequeños recados, y también aprendió a coser. Pero lo peor de todo fue convivir con la locura de la madre. Esa imagen, la de la mujer atada bajo la vigilancia de un niño de siete años, provocó en Louis un malestar físico que podía ubicar en la boca del estómago... —Si no la atábamos, se escapaba hasta el lugar donde su hijo seguía sepultado. Se arrodillaba junto a la gran fosa y cantaba una canción de cuna mientras se mecía con los ojos cerrados —le había dicho el profesor. Este episodio hizo que Louis pensara en su propia madre, en su sufrimiento durante el tiempo que había durado la guerra, y en las humillaciones. En aquel soldado y los ruegos desesperados de su hermana... Monsieur Tor también le había contado que, a raíz del nuevo proyecto del gobernador de policía Lenoir, los cadáveres del cementerio se trasladaron a las catacumbas. En una de las incontables procesiones que se celebraron a tal efecto, los restos de Adrien fueron a parar a las entrañas mismas de la tierra, a muy pocos metros de donde se alzaba el Instituto. La madre del pequeño ya no estuvo ahí para verlo, un año antes había muerto de tuberculosis. Cuando Braille se levantó a las siete y media, obedeciendo al toque de campana, sus pies se plantaron sobre el suelo con un respeto inusual, nuevo, como el afecto que había de unirle para siempre a su profesor del taller de cestería. EL VERANO EN COUPVRAY Coupvray, verano de 1822 Era la primera vez, desde que Louis se había marchado a estudiar a París, que Simon Braille no iba a recibir a su hijo a la plaza. Estaba haciendo un trabajo en Meaux que supondría un buen espaldarazo económico para la familia, pero había dejado de ser dueño de su propio tiempo. Por otro lado, tanto Monique como Marie Céline esperaban en casa a que el médico de Coupvray visitara a la pequeña Joséphine, enferma, según todos los indicios, de escarlatina. La madre de la pequeña, Catherine, estaba embarazada de su segundo hijo y, siguiendo el consejo del doctor de no arriesgarse al contagio, la había dejado en el pueblo. Louis se encontró solo, junto a la iglesia de Saint-Pierre. Era bien entrada la mañana y los habitantes del pueblo no prestaban demasiada atención a quién llegaba en la diligencia. Para ellos, Louis había dejado de ser objeto de curiosidad y se había convertido en el recuerdo de un episodio trágico, de esos que todos intentan dejar atrás lo antes posible. Al principio, sentado en las escaleras que tantas veces habían sido el escenario de sus juegos, se sintió inseguro y desvalido, como si de repente hubiera vuelto a la fragilidad de la niñez, a los momentos dolorosos de su accidente. Fue pasando el tiempo; las campanas sonaron un par de veces y el benjamín de los Braille seguía comportándose como un perro miedoso, abandonado. ¿Qué había sido de aquel muchacho que iba de un lado para otro, contando pasos sin vacilar y memorizando recorridos? Quizá la libertad recién conquistada le venía grande. Quizás había acostumbrado el gesto a las distancias cortas, y el olfato a las pestilencias del río y a la humedad que se filtraba por tantas rendijas y podredumbres en el viejo edificio del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos... Por supuesto que el aprendizaje en París lo había hecho más hábil en muchos aspectos. Estaba mejor preparado para ir hasta su casa, pero, al bajar del carruaje, comprendió que ya no era la misma persona. Los años en el Instituto habían conseguido instruirlo en muchas materias y cuestiones útiles, pero también le habían robado la inocencia y un tipo de arrojo que emanaba de la tierra, del contacto con la naturaleza, de sentir que formaba parte de ella. Así pues, solo en medio de la plaza del pueblo, a pesar de que los ruidos y los olores le ofrecían todo tipo de pistas para guiarse, Louis se encontró alargando el brazo en busca de algún hombro que lo ayudara a formar la cadena y enfrentarse al camino que lo aguardaba. París le ofrecía oportunidades que allí nunca habría tenido al alcance, pero curiosamente, en ese momento no se sentía más valiente, por mucho que un día hubiera llegado hasta la orilla del Sena sin ayuda o que Margot le hubiese hecho correr por los adoquines del quinto distrito. Intentó reconstruir la escena de la cual formaba parte y, avergonzado, se sacudió el miedo de encima. Acto seguido, abandonó con decisión el refugio que le otorgaban los peldaños y tendió el brazo, pero no para buscar un hombro que lo guiara, sino la pared de la iglesia. A medida que la recorría con los dedos, iba recordando las irregularidades de la piedra, descubriendo nuevas rendijas, reconociendo la esquina redondeada... Y entonces se acordó de un secreto que el tiempo parecía haber sepultado. Orientándose por la dirección que marcaba el alféizar de las ventanas alineadas, dio tres pasos a la derecha. Lo recibió uno de los olmos que crecían en la plaza y el tacto de la corteza rugosa lo reconfortó. A continuación dio tres pasos más, esta vez hacia la izquierda, y se situó debajo del segundo árbol. Cuando introdujo la mano en su interior no las tenía todas consigo, de modo que el corazón le dio un vuelco de alegría al tocar aquella tableta que Marie Céline había confeccionado años atrás. El mapa hecho con tachuelas y clavos permanecía intacto y Louis, como quien descubre un antiguo recuerdo familiar en el fondo de un cajón, se lo llevó al pecho y se sentó al abrigo del olmo. Enseguida aguzó todos sus sentidos y, siguiendo las marcas con la mano derecha, dio los pasos necesarios para enfilar la calle que había de llevarlo hasta la zona baja del pueblo, donde se encontraba la casa de sus padres. Oyó algunas voces cercanas, pero no se desvió de sus propósitos. «Es Louis», decían con voz queda. Y mientras algunos se acercaban a brindarle la ayuda que la caridad cristiana les exigía, otros se esfumaban por no saber cómo relacionarse con aquel muchacho ciego instruido en París. Braille saludaba amablemente mientras notaba, satisfecho, la pendiente bajo sus pies. No se había equivocado en sus cálculos y solo tenía que contar los pasos que lo llevarían al cruce, donde giraría hacia la izquierda. Despacio, pero con decisión, Louis fue recorriendo el pueblo con la ayuda de la tablilla y de sus recuerdos. Era consciente de que algunos de los vecinos le seguían de lejos, interesados y escépticos a partes iguales. El trayecto no le llevó mucho tiempo, dado que Coupvray era un pueblo pequeño, pero le bastó para que afloraran todo tipo de pensamientos. Se golpeó contra unas piedras que no recordaba de antes, interpretó el rebuzno de un asno como una bienvenida, recibió con satisfacción el olor de un campo de cebollas cercano y se puso nervioso cuando, asaltado por las dudas, se sintió desorientado. De todos modos, fue una sensación pasajera. La voz risueña de Marie Céline lo rescató y en ese momento entendió que estaba en casa. Louis llamó a su madre, pero no tuvo tiempo de escuchar la respuesta, repentinamente abrumado por la agitada respiración de una joven que se le echó a los brazos con ímpetu. —¡Marie Céline! ¡Me vas a tumbar! —exclamó Louis a punto de perder el equilibrio. Los dos soltaron carcajadas de alegría y, mientras él olía aquellos cabellos que tantas veces le habían hecho cosquillas en la nariz, ella sintió la urgencia de saber una cosa: —La has encontrado, ¿verdad? —¿De qué hablas? —preguntó, confundido por unos instantes. —De la tablilla. Siempre que has de venir vuelvo a ponerla en el agujero del olmo, por si pasa algo y necesitas saber el camino a casa. Pero como padre siempre va a buscarte... —¿Qué? ¿Has sido tú? ¡Creí que estaba siempre allí! —También pensé en dejarla, pero temí que se echara a perder. —¡Marie Céline! ¡Cuánto te he echado de menos! —Y nosotros a ti —respondió ella, alborotándole los rizos como cuando era pequeño—. En las últimas cartas decías que te encontrabas bien, que hacías grandes progresos en el Instituto... —¡Cierto! —También decías que estás trabajando en un invento, en algo muy importante para los ciegos... En ese momento apareció Monique, seguida de una figura menuda que no parecía querer crecer a pesar de que ya había cumplido siete años. Louis percibió sus menudos pasos y supo que se trataba de Joséphine. Tendió el brazo para buscarle las manitas mientras abrazaba a su madre. Después todo fueron explicaciones, muestras de alegría, comidas dispuestas en la mesa de casa y las disculpas del padre en boca de Monique. Llegaría al día siguiente, después de terminar el importante encargo. —No se preocupe, madre. Me quedaré un mes entero. ¡Tengo mucho trabajo! —Pero si vienes a descansar —masculló la madre mientras removía el caldero que tenía al fuego, antes de añadir—: ¡Tienes que contárnoslo todo! En aquel preciso instante, Louis advirtió otra cosa que había cambiado. Había temas que ya formaban parte de su intimidad. Le alegraba encontrarse en casa, rodeado de los suyos, pero los pensamientos se desviaban hacia la tarea que llevaba a cabo desde la visita del capitán Barbier al Instituto y, por supuesto, hacia Margot. Le dolía haberse marchado dejándola tan cansada, triste y de luto. Le encantaba disfrutar de la cercanía de Marie Céline, sentir que lo tocaba con sus manos a la menor oportunidad, pero no podía explicarle todo eso. Tal vez su amigo Gustave fuera un buen confidente. Tenía muchas ganas de verlo y de saber su opinión, porque estaba convencido de que le ayudaría a avanzar. Esa noche tuvo un sueño. De hecho todavía tenía la sensación de estar soñando. Oía los golpes que la gaviota daba con el pico en la ventana, como si lo invitara a salir a la vida. Recién llegado, restituido al lugar al que pertenecía. —¿Qué haces en la cama? Te pierdes las maravillas del amanecer —dijo la gaviota en un idioma que, extrañamente, él entendió. —Este ya no es mi sitio y soy ciego. ¡Me da igual el amanecer y todas las luces de este mundo! —¿Vas a decirme que no sientes el calor del sol en el rostro, ni nuestros chillidos cuando sobrevolamos el pueblo en dirección al río? ¿Vas a decirme que no percibes el estallido de vida en el zumbido de los insectos al volar entre las flores del jardín o la algarabía de las gallinas alrededor de la casa? —¡No, no los siento! ¡Déjame! Louis Braille se despertó de golpe. Había gritado y los golpes en la puerta de la habitación le llegaban con nitidez. Era Marie Céline, y sin duda también eran suyas las palabras que lo reclamaban. —¿Te encuentras bien, Louis? ¿Necesitas algo? ¿Te ayudo? —No, no, enseguida bajo —respondió avergonzado. Hacía tiempo que no se sentía inválido; en el Instituto todos lo eran o, bien mirado, quizá ninguno lo fuera. Sabía que su familia lo amaba, pero también que despertaba en ellos una compasión que cada vez lo ponía más nervioso. Por nada del mundo quería ser el pobre cieguito y mucho menos que lo consideraran una carga. Se levantó con la cabeza vuelta hacia la ventana, como si la gaviota todavía estuviera allí, más allá de su sueño, y se vistió con ropa que le habían dejado sobre una silla. Le quedaba pequeña, lo notaba en las axilas, en los botones tirantes, pero olía de maravilla. Después decidió que tenía que salir al mundo y disfrutar de él. Había pensado que la estancia en Coupvray le ayudaría a avanzar en la formulación final de su método. Incluso albergaba esperanzas de que su amigo Gustave entendiera sus postulados. Era el momento de comprobar si se confirmaban sus expectativas. Bajó las escaleras y oyó a su madre ajetreada ante los fogones; su hermana debía de doblar ropa limpia sobre la mesa. Era una escena tan repetida en su niñez que se sintió cómodo. En cuanto lo vieron, le dijeron a coro que tenía el desayuno junto a la ventana, en un mueble bajo al que daban los usos más diversos. Sin embargo, ambas continuaron con sus quehaceres. Louis comió sin hambre la rebanada de pan con la nata de la leche recién ordeñada. Se concentraba en los olores recuperados, pero también era consciente de que el día anterior ya había preguntado por todos los miembros de la familia y que, en aquel momento, no se le ocurría nada más que decir. —Creo que iré a casa de Gustave —dijo, con la nata fresca todavía en la boca. —Muy bien, hijo. Quizás al mediodía ya haya vuelto tu padre. —Seguro. Gustave sigue viviendo en la calle de abajo, ¿verdad? —Pues sí, de hecho me extraña que no se haya presentado. Debe de haber ido al río, a pescar truchas con sus hermanos. Después las venden en el mercado y se sacan unos cuartos. No le va muy bien a la familia. El año pasado se les murieron todos los cerdos. Toda aquella información lo pilló por sorpresa. Tenía ganas de encontrarse con él y de hacerle preguntas, no se lo imaginaba de pescadero... —A lo mejor está durmiendo —intervino Marie Céline. —Bueno, deja la ropa para después y acompaña a tu hermano —intervino Monique. —No hace falta, de verdad —se apresuró a decir Louis. —Haz lo que te he dicho, Marie Céline —insistió la mujer. —Madre, quiero ir yo solo. La voz de Louis ya no tenía la dulzura del pequeño que años atrás casi se podía confundir con la de una niña. Había sonado más grave y, sobre todo, más segura. —Recuerdas los pasos que has de dar para llegar a casa de Gustave, ¿verdad? —intervino su hermana tras unos instantes de silencio y después de que su madre bajara la cabeza en señal de conformidad. —Los repetí tantas veces que me parece que nunca los podré olvidar. Bajo la escalera de casa y giro a la izquierda. Seis pasos al frente y después veintitrés a la derecha. ¡Recuerdo que lo decía como si se tratara de una cantinela y tú te reías! —añadió a fin de ganarse la complicidad de su hermana y sacarle hierro al asunto. Satisfecho de su memoria y todavía con la sonrisa en los labios, Louis bebió el último trago de leche. Marie Céline soltó un suspiro de añoranza mientras la madre sacudía los camisones, secados al sol, impregnando el aposento con aquella fragancia a jabón que tanto le gustaba a Louis de pequeño, como si el olor a limpio y su madre estuvieran unidos de forma irremediable. Gustave no estaba pescando, a no ser que fuera en sueños. La madre de su amigo, que siempre había considerado a Louis un estorbo, le dijo que subiera él mismo a despertarlo si quería, que ella tenía mucho trabajo. Así fue como, después de tropezar con un mueble que debía de ser nuevo, se lo encontró durmiendo como un tronco. —Si no espabilas, te echaré encima un cubo de agua —dijo para despertarlo, recordando una vieja broma. —¿Cómo? ¿Louis? ¿Qué estás haciendo aquí? —Venga, levántate. Quiero hablar contigo. ¿No te dijeron que venía? —Ni idea —respondió Gustave sin mayor interés, antes de volverse hacia la pared. Louis se sentó en un lado de la cama y esperó unos minutos. Enseguida notó que su amigo se movía y tiraba de la sábana que el hijo de los Braille estaba pisando. —¿De verdad eres tú? ¡No me lo puedo creer! ¡Fíjate! ¡Pero si ya tienes pelos en el bigote! —exclamó poniéndole los dedos en la nariz, lo cual hizo que Louis se le echara encima mientras rodaban juntos sobre la cama, como tantas y tantas veces habían hecho de pequeños—. Me alegro mucho de verte, de verdad. —Pues me parece que tu madre no está tan contenta... —Ni caso, ya sabes cómo es. Me pongo algo y en un santiamén vamos a dar una vuelta. Louis abandonó la habitación con el ánimo alegre. Dijo a la madre de su amigo que esperaría fuera, pero en esta ocasión no se detuvo a la espera de una respuesta. Ese día no pensaba darle la oportunidad de estropearle el momento. Se apoyó en el marco de la puerta y se concentró para captar si había cigüeñas. A solo nueve pasos de donde se encontraba, se alzaba una torre que años atrás había formado parte de la casa. Se dirigió a ella y comprobó que en siete zancadas ya la había alcanzado. Sin duda había crecido y había que actualizar las medidas. —¡Louis! Sabía que te encontraría aquí. —Recuerdo la primera vez que oí el castañetear de las cigüeñas y que tú me explicaste... —Que lo hacían abriendo y cerrando el pico una y otra vez y que era una manera de saludar a su pareja al volver al nido —lo interrumpió Gustave tomando la palabra. Después añadió risueño—: Creíste que te engañaba y, al llegar a la escuela, fue lo primero que le preguntaste al maestro. —¡Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer! —¡Y yo! Por cierto..., ya me estaba haciendo a la idea de que no volverías, esta vez se ha hecho muy largo —reconoció Gustave con un tono de voz diferente, entre la confidencia y la tristeza. —Por eso no es fácil... ¡Hay tantas cosas que quiero contarte! ¿Damos una vuelta por el pueblo? —Sí, pero tendrá que ser corta; en cualquier momento se presentarán mis hermanos a buscarme. Vamos de pesca al río. Te diría que vinieras, pero me parece que no sería buena idea. Ellos están por la labor y... —Lo entiendo —respondió Louis para quitarle hierro al asunto. —¡Sentémonos al borde del pozo y, mientras los espero, charlamos! —Vamos allá. Quería enseñarte una cosa, pero quizá no sea el momento... —Va, ven, pero nada de tirar piedras al fondo, ¿eh? Debido a la sequía, la fuente solo mana de vez en cuando y usamos esta agua. —Ya no tiro piedras a los pozos, Gustave —dijo Braille, recordando los días en que aquel le parecía el juego más divertido del mundo. Anduvieron juntos y Louis lo tomó del brazo. Habría podido no hacerlo, pero aquel terreno era irregular, y le reconfortaba sentir el contacto de su amigo. —¿Esto que llevas en las manos es lo que querías enseñarme? —¿Ya lo has visto? —¿Cómo voy a verlo, si lo estrechas con todas tus fuerzas? —Es que no tienes que mirarlo; si lo haces, el experimento ya no se podrá hacer. —¡Cuánto misterio! ¿No será algún animal? —¡No digas barbaridades! Haz lo que te digo y cierra los ojos. Louis pasó las manos por el rostro de su amigo y, después de comprobar que tenía los párpados cerrados, le pidió que tocara lo que se había llevado del Instituto y que tan celosamente guardaba. —Concéntrate. ¿Qué notas? ¿Qué dirías que es? —¿Qué juego quieres hacer? Es un trozo de madera. —Sí, pero tócalo bien. ¿Qué sientes? —Parece media ficha de dominó. —Y los agujeros, ¿qué me dices? —Pues que es un seis, pero no doble, porque falta la otra mitad, además de que los puntos no son redondos, solo son muescas en la madera. —¡Lo ves! ¡Lo has reconocido! —A ver, explícamelo. —Estoy haciendo un alfabeto, un alfabeto para los ciegos... Louis le refirió de forma sucinta todo lo que había pasado en el Instituto en los últimos tiempos. Bueno, no todo. Sabía que en cualquier momento los hermanos de Gustave vendrían a buscarlo y no le apetecía iniciar el tema de Margot y dejarlo en el aire. Así pues, optó por explayarse acerca de las dificultades del alfabeto Haüy, con el que se confeccionaban unos libros enormes, y también sobre la visita de Barbier. Después le dio una idea de cómo cambiaba el estado de ánimo de sus compañeros de estudios cuando les exponía de qué iba su método. —Perdona, Louis, pero no entiendo cómo puedo ayudarte. No sé nada de alfabetos para ciegos. —Pero sí sabes de dominó, eres un gran jugador. Ganas incluso a los viejos del pueblo. Y yo he sacado la idea de este juego. Si distribuyo los puntos, puedo hacer muchas combinaciones diferentes y crear un alfabeto con el que sea posible construir palabras. —Muy interesante. —¿Me ayudarás? —Ya me gustaría, ya... Quizá más tarde. Ahora tenemos que ir a pescar y después se tiene que limpiar el pescado. Nos dan más dinero si ven que está limpio. Pero ya encontraremos el momento para que me lo expliques con más calma. —De acuerdo. Pero ¿qué te parece? —preguntó Louis, insistiendo en su objetivo—: ¡Mira! Toca esto. Gustave palpó un nuevo elemento que Louis se sacó del bolsillo. —¿Qué he de notar? Parece un papel... un tipo de papel grueso —añadió, cerrando los ojos para concentrarse mejor y apretando una y otra vez lo que tenía entre los dedos para explorar sus propiedades. —Sí, pero pasa los dedos y dime si reconoces algo. —Hay como una especie de puntos. —No, es la escritura que he inventado. Repásala. —Es lo que estoy haciendo. —¿Notas las distintas posiciones? Fíjate, este punto a la izquierda es una a y después, estos que tienen forma de l es una v. —¿Qué sentido tiene que una l sea una v? —Hay que combinar los puntos para formar las letras. Quiero encontrar las posiciones más adecuadas... —Pues me parece que los puntos que representan esta letra no son los más convenientes. Louis se quedó pensativo. Le había dado muchas vueltas y era la combinación que le parecía más apropiada. Sin embargo, Gustave había desviado la atención hacia sus hermanos. —Ahora tengo que irme. Ya hablaremos más tarde, pero si a ti te parece bien... Tú eres quien entiende de estas cosas. —Entonces, ¿nos vemos después? —Pues dependerá de a qué hora vuelva. Toma tu juguete. Gustave le puso el trozo de madera en las manos y se dirigió al interior de la casa. Louis se quedó asombrado. Por un lado, la respuesta de su amigo le llevó a pensar que ya no era el mismo, que las obligaciones le habían hecho cambiar. ¿Un juguete? ¡No había entendido nada! Por otro lado, el miedo hizo que volviera a sentir un nudo en el estómago. Estaba totalmente desorientado, y regresar a su casa se le hacía una montaña. De todos modos, no pediría ayuda. Aguzaría los sentidos, otorgaría significado a cada corriente de aire, a cada aroma y ruido. Los ladridos del perro de los vecinos fueron la primera pista; las otras fueron llegando por sí mismas, una detrás de otra, como las notas de una melodía en construcción. Y cada pequeño paso que Louis daba en la dirección correcta era un triunfo que lo hacía andar más erguido y con una mirada más relajada. —Te daré otra oportunidad, Gustave. Quiero recuperar al amigo, tengo todo el verano por delante —dijo Braille a media voz. —¿Te encuentras bien, Louis? —¡Buenos días, monsieur Bécheret! ¡Sí, sí, ya lo creo! Hacía tiempo que no me sentía tan bien. ¿Por qué lo dice? —No lo sé... Llevo un rato observándote... —Mi madre le ha pedido que viniera a hablar conmigo, ¿verdad? —No exactamente —respondió el maestro con una media sonrisa—, pero no voy a negarte que la tienes un poco inquieta. —Ya me lo imaginaba —reconoció Louis, que soltó un breve suspiro. —No te preocupes, las madres son así. Yo tengo treinta y dos años y, cada vez que me ve, me pregunta si como lo suficiente o si trabajo demasiado. A Monique le cuesta darse cuenta de que te haces mayor. Dice que siempre estás con ese punzón, agujereando papeles, o ausente, como si estuvieras en Babia. —¿Como si estuviera en Babia? ¿No es lo que decían de Renée Coquelet? —Es una forma de hablar, Louis. La pobre Renée nunca volvió a ser la misma después de perderlo todo en el incendio. —¿Es como estar mal de la cabeza, entonces? —¡No, hombre, no! Quiere decir que estás distraído, que vas a la tuya. —Quizá tenga razón —musitó el chico. Acto seguido, el profesor, interpretando un gesto de Louis, se sentó cerca de él. Cuando el benjamín de los Braille percibió el roce cercano de la ropa, relajó el gesto e, inclinando la cabeza hacia atrás, dijo con un hilo de voz, pero muy modulado: —Me parece que me hacía falta volver. —¿No te tratan bien en París? —No es eso. Aquello es otro mundo... Pasan cosas, muchas cosas... —¿Qué quieres decir? —Tengo la sensación de que los que no son ciegos, ven las cosas del mismo modo, pero no son siempre iguales. Nosotros, cada cual desde su ceguera, vive en un mundo que se ha ido construyendo, que es suyo e intransferible. —No sé si te sigo. —¡Los colores, por ejemplo! Ante el color rojo todos están de acuerdo. En cambio yo ya no lo recuerdo. Nosotros tenemos que imaginárnoslo a partir de lo que nos han enseñado. La temperatura, el fuego... ¿Sabe qué pienso a menudo? —Dime, Louis. —¡Que si de repente dejara de ser ciego me volvería loco, lo tendría que aprender todo de nuevo! ¡Ni cuando hablamos de lo mismo, es lo mismo! No me extraña que mi madre diga que estoy como en Babia —exclamó en tono divertido—. No le hable de esta conversación, por favor. No lo entendería y encima se preocuparía todavía más. Bécheret sonrió ante la madurez que mostraba su antiguo alumno y la reunión siguió con un intercambio de anécdotas. Cuando Louis recordó la suerte que habían corrido Albert y Joseph se le quebró la voz. No le pareció oportuno narrar las circunstancias de su muerte, y de igual modo se guardó para sí los castigos sufridos o la intensa sensación de frío y suciedad. A pesar de todo, y por primera vez, sintió que formaba parte de aquella comunidad, que aquellos también eran los suyos. —Monsieur Bécheret. —Dime, Louis. —El director del Instituto, el doctor Pignier, también nos da alguna clase de historia. He estado pensando en sus lecciones. Louis hizo una pausa, como si la necesitara para poner en orden sus pensamientos. Captó el entrechocar metálico y rítmico de unas agujas de tejer a escasa distancia. Unos pasos cortos, seguidos y ligeros, que solo podían ser de un niño, precedieron un llanto al que pusieron fin las tiernas palabras de una mujer. Las gallinas cloqueaban escandalosamente, y un estremecimiento de malestar se apoderó del cuerpo de Louis, al tiempo que un vientecillo inesperado mecía las hojas de los árboles. —No sé si sabré hacerme entender —dijo el chico, finalmente. —Encontrarás la manera, quizá pueda ayudarte. No hay prisa. —El director nos habló del viaje de Cristóbal Colón, de su descubrimiento allende los mares. Nos dijo que, de hecho, él no sabía muy bien adónde había ido a parar. —Sí, eso dicen. —Hasta que no volvió a España no supo situar el lugar al que había llegado. Quiero decir que solo pudo hacerlo al regresar. —Me parece que te sigo. Crees que solo es posible establecer relaciones basándonos en algo que nos resulte conocido. Por ejemplo, la primera vez que fuiste hasta el pozo no podías describir el recorrido. No pudiste hacerlo hasta que regresaste a casa. ¿A eso te refieres? —¡Exacto! Entonces ya estaba en disposición de decir: se encuentra a treinta y siete pasos en dirección este, por ejemplo. —Muy bien, es lógico. Pero ¿adónde quieres ir a parar? —Cuando me marché a París no sabía adónde iba. No sabía las veces que el coche de caballos se pararía, no podía prever el cambio en los olores y los ruidos que ahora me indican que estamos entrando en la ciudad... Entonces no podía otorgar significado, como dice usted, a la repetición de órdenes que dividirían mi día en mañana, tarde y noche, ni cuántas veces oiría crujir los somieres de hierro bajo los cuerpos de mis compañeros, justo antes de conciliar el sueño. Ahora que he vuelto, capto las cosas de forma distinta. ¡Ni siquiera mi voz me suena igual! —Me he perdido —reconoció con rotundidad el profesor, meneando la cabeza. —Aquí paso mucho tiempo en la calle, en la plaza, sentado en el cobertizo; no hay paredes en las que resuene la voz. ¡Aquí se propaga, vuela! No me he dado cuenta de ello hasta que he vuelto. Mi manera de medir las cosas ha cambiado. —Pero eso es bueno, Louis. Noto que lo dices con cierto pesar, y puedo entender que es difícil hacerse mayor, pero... —Lo que pasa es que tengo la sensación de estar engañándolos. —¿Engañándolos, dices? ¿A quién engañas? —¡A todos! Ellos ven al cieguito del pueblo, intuyo su compasión. No me tratan de igual a igual. En el Instituto es diferente, allí soy uno más. —Dales tiempo, Louis. No saben cómo enfrentarse a esta situación. Ellos no han hecho el camino de ida y vuelta que has hecho tú. ¿No era eso lo que me decías, que te había transformado? —Gustave... La voz de Louis sonó más suave y el muchacho tragó saliva, pausa que Bécheret aprovechó para intervenir. —Gustave es un buen chico. Tampoco lo ha tenido fácil y, además, carece de tu inteligencia. No seas injusto con él. —¿Yo? —dijo Louis con un atisbo de enojo en el gesto. —Aprende a recibir lo que puede darte. Busca en tu interior lo que os hizo amigos y recupéralo. Piensa en qué te gustaba de él. No sé... El abad siempre recomienda eso en sus sermones. Además, a Gustave le puedes hablar con sinceridad. Es un chico honesto. La conversación entre Louis y el joven profesor todavía se alargó un buen rato hasta que la partera del pueblo, que también hacía faenas en varias casas, apareció bruscamente. —¡Si no lo veo, no lo creo! ¡Virgen María Santísima! ¡Si ya eres todo un hombrecito! ¡Quién lo iba a decir! Cuando naciste parecías un conejito pelado. —Madame Parivel —dijo Louis, tendiéndole la mano. —¡Y además tan bien educado! Deja que te dé un beso, criatura —dijo la mujerona, plantándole los labios en la mejilla—. A mí no me engañas, seguro que en París estos rizos tuyos habrán enamorado a más de una, ¿verdad que sí? Louis notó el rubor en las mejillas y se limitó a sonreír. Cuando por fin volvieron a quedarse solos, Margot salió en la conversación, pero solo de pasada. No le quedaban fuerzas. Sentía que, también a ella, la única amiga que había tenido en su vida, aparte de Marie Céline, la perdería sin remedio. En Coupvray los días pasaban lentamente. Nunca había sospechado que le sucedería tal cosa. Le gustaba, pero, al mismo tiempo, echaba de menos a sus compañeros del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, incluso a los que siempre acababan incordiándolo, aunque de quienes más se acordaba eran Gabriel y Margot. Quizá por eso preguntó a Marie Céline por qué ya nunca cantaba Frère Jacques. —Bueno, tengo mucho trabajo, y ya no soy una niña para ir canturreando... —dijo, medio en broma medio en serio, estirando el cuello y adoptando un ademán de señorita. Esa respuesta lo desconcertó. Tenía la sensación de que, a pesar de sus propósitos de integrarse en la vida de su familia aunque fuera durante unas pocas semanas, aquella pequeña parte del mundo que ocupaba el pueblo ya se había acostumbrado a su ausencia. Su padre trabajaba ahora como guarnicionero personal de un gran señor de Meaux y pasaba muchos días fuera de casa. A cambio, los suyos ya no sufrían la escasez que siempre había estado presente desde que él tenía uso de razón. No debía quejarse, pues, de que no le hicieran mucho caso. Se levantaba temprano y abría la puerta de su habitación, que daba al exterior. Así podía escuchar a los pájaros mientras trabajaba y oler los lirios que Monique había plantado muy cerca de la casa. Marie Céline le llevaba el desayuno para que no perdiera ni un segundo y pudiera dedicarse por entero a la investigación de una escritura para los ciegos. Siempre se reía cuando le preguntaba por los avances que había hecho, pero su hermano respondía con amabilidad. Louis pasaba muchas horas haciendo cambios en la estructura de su alfabeto. Escribía una y otra vez palabras con los nuevos signos, siguiendo diferentes configuraciones, pero días atrás ya se había dado cuenta de que la disposición de los puntos que representaba cada letra era la acertada. Sin embargo, había otro problema que lo tenía amargado: los números. Idear nuevas posiciones para representar las diez cifras no resultaba sencillo, además de que podía resultar confuso porque añadía complejidad a la lectura. Los lectores debían estar muy atentos para darse cuenta de que lo que tocaban con la yema de los dedos ya no eran letras. Con este pensamiento, abandonó el trabajo a media mañana. Marie Céline debía de haber ido a hacer algún recado y Monique conversaba con un cliente de su padre. El hombre se quejaba de que el guarnicionero del pueblo desatendiera a los vecinos por la ambición de ganar más dinero. —Caballo que alcanza, pasar quiere —masculló antes de desaparecer blandiendo una espuela de montar medio rota. Su madre se quedó allí, sin decir nada, pero un gesto de contrariedad le ensombreció el rostro. Louis no quiso molestarla con sus dudas y se limitó a darle un beso en la mejilla. —Ve con cuidado, Louis. —Sí, madre. Quédese tranquila. Me acerco a casa de Gustave y vuelvo pronto. Monique podía haber argumentado que quizá no lo encontraría a aquellas horas, pero dio por buena la respuesta. En realidad Louis no tenía intención de ir donde su amigo, pero de pronto oyó su voz como salida de la nada. —¡Gustave! ¿Hoy no has ido a pescar? —No, hoy es día de mercado. ¿Ya no te acuerdas? —La verdad, no sé en qué día vivo... —No sabía si venir a verte, porque con todo esto... —Estoy muy cerca de llegar al final, Gustave. Creo que mi idea funcionará. —¿Ese alfabeto que te tiene a mal traer? —Sí, ya te hablé de él. ¿Recuerdas? —Todo aquello de los puntos... —Me quita el sueño. Todavía hay problemas que no sé cómo resolver. —Te escucho. —¿Lo dices en serio? —¡De verdad de la buena! —exclamó con una ancha sonrisa—. Me parece que el otro día no te hice mucho caso, lo siento. ¿Qué problemas son esos? Louis pensó que quizá Bécheret tenía razón. Gustave era intuitivo, sabía cuándo su comportamiento podía herir a los demás. Era más de lo que podía decirse de muchas personas. Le explicó con más detenimiento cómo funcionaba su método y, a continuación, las dudas que tenía respecto a los numerales. Su amigo se quedó pensativo, como si cavilase a fondo todas aquellas teorías sobre la escritura y el dominó. —Si lo he entendido bien —dijo tras unos instantes—, ya has acabado con el alfabeto, pero no sabes cómo poner los números. Yo no sé mucho de letras, pero de números... —Se volvió hacia él, sonriendo de nuevo. —Sigues ganando a todos los viejos del pueblo, ¿verdad, Gustave? —Ganaba. Ahora ya no juego mucho. ¡Se han cansado de perder y me evitan! —¿Sabes que el dominó en realidad es una especie de hábito con capucha? Es negro por fuera y blanco por dentro, de ahí viene el nombre del juego. —No sabía nada —dijo un poco fuera de lugar ante aquel dato erudito—. Pero volviendo a tu duda... Dices que si cambias el lugar de los puntos para hacer los signos de los números resulta demasiado complejo. —Sí, eso creo, sobre todo porque mi idea es que sea una escritura sencilla, fácil de aprender y de aplicar. —¿Y por qué tienen que cambiar los signos? —¿Cómo dices? —¿Por qué no pueden ser los mismos? —Ahora sí que no te sigo. —Imagina que antes de los números pones alguna marca que indique el cambio de letras a cifras. Puedes usar letras y ya está... Bueno, quizás es una tontería de las mías. Supongo que quieres diferenciarlos. —Espera, espera. ¿Me estás proponiendo que los números sean también letras, pero que un signo cambie su significado? —Algo así, no sé. No me hagas caso. Yo no tengo alma de inventor. Louis ya no le escuchaba. Su cabeza iba de una cosa a la otra, mezclaba de repente todas las ideas que tenía sobre su escritura. ¡La sugerencia era reveladora! —Entonces, tú propones que los números sean letras... —repitió—. De hecho, si ponemos un signo nuevo para marcar el texto e indicar a los lectores que empiezan números, podríamos usar las diez primeras letras del alfabeto y todo resultaría mucho más fácil. —Y después el mismo signo para cerrar. ¡Asunto resuelto! —exclamó Gustave, que empezaba a entusiasmarse al ver que su amigo casi saltaba de alegría—. ¿De verdad te parece buena idea? —¡Es fantástica! Tendré que ir a casa para hacer pruebas..., pero antes acompáñame al pozo. —¿Para qué? —¡Tú llévame! En cuanto llegaron al pozo, Louis retrocedió tres pasos y cogió una piedra del suelo. La limpió con la camisa y apuntó hacia el agujero antes de lanzarla. —¡Eh, has acertado! —exclamó Gustave—. Si se entera mi madre, nos obliga a bajar a buscarla. —¿Recuerdas que me lo enseñaste tú? Decías que solo tenía que imaginar el pozo y tener en cuenta la distancia. Al principio no daba una. Pues ahora has hecho otra cosa por mí y te lo agradezco. —¡No será para tanto! —Sí que lo es, sí —aseguró Louis mientras iba en dirección a la valla sin equivocarse ni una sola vez. ROMÁNTICOS Louis Braille había conseguido pasar un mes en Coupvray. Incluso había ido al río con Gustave y los vecinos del pueblo ya no murmuraban a su paso. A pesar de ello, decidió marcharse a finales de agosto. No podía soportar durante más tiempo no saber nada de Margot y, en sus ratos de confidencias, en algún momento le había contado a su amigo que aquella chica lo tenía muy confundido. —Eso es que te has enamorado, pero te cuesta reconocerlo. —No lo sé, no creo, pero cuando la dejé en París estaba muy rara. Es una amiga, solo una amiga, y no tengo muchos amigos... —Ja, ja... Gustave se reía, pero su ademán era triste. Él tampoco tenía muchos amigos y durante la estancia de Louis había llegado a pensar que lo había recuperado y que, al fin y al cabo, los años en París no habían cambiado al benjamín de los Braille. Sin embargo, al día siguiente Gustave quedó reducido a una figura lejana: desde la diligencia que se llevaba a Louis lejos de Coupvray, este no vio que agitaba la mano, pero sí oyó sus gritos de despedida. Al llegar al edificio de la rue Saint-Victor, Louis volvió a sorprenderse ante la paciencia de los alumnos, que llevaban tanto tiempo soportando las pésimas condiciones de vida, el calor sofocante y la suciedad que, a pesar de los esfuerzos del director, lo invadían todo y hacían enfermar a todo el mundo. Muchos de los internos todavía no habían vuelto y la sensación era desoladora. Los ruidos habituales del Instituto se habían esfumado, lo cual dificultaba la capacidad de orientación de Louis. Pero lo que más le preocupaba era la repentina desaparición de Margot. Nadie quería hablar del tema, y Demezière no parecía dispuesto a abrir la boca. Incluso se había vuelto más silencioso y, si bien antes los alumnos identificaban fácilmente su trajín, ahora resultaba muy difícil situarlo, pues solo lo delataba su olor acre a sudor. Sin Margot, Joseph o Gabriel, Louis Braille se sentía solo y perdido. Ni siquiera el maestro Tor había regresado de la casa que su hermana tenía en Soissons. Quien no se había marchado del Instituto en todo el verano era uno de los reyes del día, Alfred, pero nunca intercambiaban más de dos palabras y, salvo cuando se hacía el fanfarrón, el muchacho era más bien taciturno. Louis vagaba solo por el edificio y a menudo iba hasta la biblioteca con la esperanza de que Pignier hubiera dejado la puerta abierta. Le había pedido tantas veces la llave que ya le daba vergüenza insistir. El método que había acabado de desarrollar con la ayuda de Gustave se encontraba en un punto muerto. Necesitaba experimentarlo con sus amigos antes de hacer partícipe de él al director del Instituto. Pero todavía tenían que pasar unos días para que sus deseos se hicieran realidad. Una tarde de las más monótonas que Louis había vivido jamás oyó que alguien refunfuñaba por el patio. Pensando que sería Demezière, volvió a hacer la misma pregunta. —¿Podría decirme dónde está Margot? No es una pregunta tan difícil. —Ya veo que te importa mucho. De lo contrario, no te atreverías —dijo una voz que Louis identificó enseguida como la de Alfred. —Creía... Da igual. —Disculpa. Tienes todo el derecho. —Mira, Alfred. Nosotros no hablamos mucho, pero... —¿Hay algo de lo que podamos hablar? ¿Aparte de lamentar este encarcelamiento que sufrimos? —Ya entiendo que el calor es insoportable, pero pronto volverán todos y el Instituto cobrará vida de nuevo. —¿A esto lo llamas vida? Qué chistoso. —Tú no sabrás nada de Margot, ¿verdad? —dijo Louis, obviando la ironía. —Solo los chismorreos que se oyen. —Más vale eso que nada. Desde que llegué nadie quiere hablar de ella. —Es que no podemos decir gran cosa. Demezière se vuelve medio loco cada vez que sale el tema. Parece que le han encontrado algún tipo de trabajo y que la próxima semana se espera que venga una nueva cocinera. —¿Un trabajo? Pero ¿dónde? ¿Por qué no vuelve a casa cada noche? —Ni idea. Guardaron silencio unos minutos. Por cómo le llegaba la voz de Alfred, Louis calculó que estaba de pie en la esquina del patio que quedaba más al norte; solo tenía que dar media docena de pasos para ir a su encuentro, pero se resistía a hacerlo. —Hace un par de semanas vino un chico preguntando por ti. ¿Ya te lo ha comentado Demezière? —¿Cómo dices, Alfred? ¿Qué chico? Nadie me ha dicho nada. —Quizá pensó que no era importante. —¿Eso no tendría que decidirlo yo? —respondió Louis, molesto—: Da igual. ¿Te acuerdas del nombre? —Pues no, la verdad. Pero Demezière comentó que vestía como si trabajara en una granja de cerdos. ¡Espera, tenía nombre de ave! —¿De ave? ¿Qué quieres decir? —Pues eso, de ave. —¿Qué se supone que es esto? ¿Una adivinanza? ¿Y si era importante? —¿Acaso esperas un mensaje de Margot? —espetó Alfred, aunque la fuerza que había imprimido a la frase había ido disminuyendo. —¡Ojalá! Pero acabas de decir que esto no es vida, y ahora resulta que te molesta. —Vale, vale... —No le veo la gracia. —Canard, se llamaba Canard. —¡Sí que te acordabas! ¡Serás sinvergüenza! —¡Louis, por favor! Te lo tomas todo demasiado en serio. El muchacho ya no respondió. Siguió la pared este del patio hasta una rendija que conocía. Después dio un giro de noventa grados y anduvo hasta la escalera que conducía a los dormitorios. No le cabía la menor duda de que Canard había ido a buscarlo por encargo de Margot; era lo único que ellos dos tenían en común. ¿Qué quería Canard? ¿Le habría sucedido algo a Margot? ¿Había ido para explicarle la nueva situación? Solo lo averiguaría si hablaba con él, pero aunque se atreviera a ir solo hasta el río, nadie le aseguraba que fuera a encontrarlo. Pedir ayuda a Alfred, que conservaba algún resto de visión, tampoco le parecía buena idea después de la conversación que acababan de tener. Su única opción era Tor, pero tardaría algunos días en volver al Instituto. Bajó de nuevo al patio para buscar a Demezière y se aventuró a abrir la puerta del cuchitril donde vivía el conserje. Lo recibió una voz que transmitía violencia y un estrépito de vidrios rotos. No estaba seguro de si se trataba de una botella o un vaso lo que le había tirado el conserje, pero no le cupo la menor duda de que el tipo estaba borracho. Tras el fracaso de sus intentos por saber de su amiga, se concentró con más ahínco en su sistema de puntos. Trabajó intensamente durante dos días y fue cogiendo práctica. Cada vez que pensaba en Margot le daba por escribir más rápido, se equivocaba y tenía que volver a empezar. Sin embargo, una mañana se dio cuenta de que Demezière entraba en el dormitorio y se plantaba ante su cama, sobre la que había esparcido un montón de papeles escritos, dos punzones y tablillas de material variado que estaba probando. Louis pensaba que recibiría una reprimenda por el desorden, pero el motivo de la visita era otro. —Ha venido ese chico amigo tuyo, el que viste como un pedigüeño. —¿Qué? ¿Dónde está? ¿Ha vuelto a marcharse? —¡Qué va! Esa clase de gente es muy pesada. Ya le he dicho que no puede tener nada que ver contigo, pero no para de insistir. Te espera en la puerta. —Ahora bajo —respondió Louis, arrastrando parte de los enseres al suelo con las prisas, pero al conserje le dio igual y abandonó la estancia dando grandes zancadas. —Aprovecha para decirle que no vuelva por aquí... ¡O avisaré a los guardias! Acostumbrado todavía a los espacios de sus días en Coupvray, moverse rápidamente por el edificio le costó un par de tropiezos. Sin embargo Canard seguía esperándole. Se había sentado en uno de los pilones que flanqueaban la puerta para protegerla de las ruedas de los carros y se levantó como si tuviera un muelle en las piernas. —¡Por fin te encuentro! Margot lleva días dándome la lata. —¡Canard! Pero qué... ¿Dónde está Margot? —Dice que vengas conmigo y que no vuelva sin ti. Así que... —¿Ir contigo? No es posible, yo... —¿Cómo que no es posible? ¿Tienes algo mejor que hacer? —No, qué va. Louis volvió la cabeza por inercia. No oía ruidos en el patio, pero aunque Demezière estuviera al quite, ¿qué iba a decirle? Si Margot confiaba en aquel chico, ¿por qué no tenía que hacerlo él también? Lo tomó del brazo y notó que la tela de su camisa era basta y demasiado gruesa para el verano. Canard andaba despacio, con un respeto excesivo, hasta que Louis le dijo que si lo avisaba de los obstáculos podía ir más rápido. —¿Es que tienes prisa? ¿Te espera alguien más importante que Margot? —No, claro que no. Pero tendría que volver lo antes posible. —Olvídate. Con ella nunca se sabe. Le gusta que estemos a su servicio. —¿Por qué sois tan amigos, Margot y tú? —Ya veo que no te andas por las ramas, ¿verdad? —Perdona, era curiosidad. No me respondas si no quieres. —No, si no me importa. Es que no sé qué entiendes tú por amigos. Louis se quedó perplejo ante aquella afirmación. En ese momento andaban a buen ritmo, quizás en dirección sur, porque a cada paso Louis notaba menos la humedad del río. El chico que según Demezière parecía un pordiosero continuó, después de una breve pausa: —Si no fuera por ella, ya no sería una persona libre. Lo que pasa es que... no sé si merece mucho la pena. Margot evitó que me trincasen y, teniendo en cuenta lo que había hecho, habrían tirado la llave. —¿Qué habías hecho? —Hay que ver lo curioso que eres. Pues me peleé con un chulo y lo dejé malherido; de hecho, no estoy seguro de que sobreviviera. Ella distrajo a los guardias el tiempo necesario para que yo pudiera desaparecer. Se arriesgó mucho. —¡Qué valiente! —Sí, pero eso no es todo. También nos ayudó cuando pasábamos un mal momento y no teníamos nada que llevarnos a la boca. Y no es que en su casa sobre la comida... —¿Sois ladrones, vosotros? —Tú nunca has pasado hambre... Hacemos lo que podemos, chico, pero eso no es problema tuyo. Cuidado, que ahora cruzaremos el bulevar. —¿Bulevar? —Bueno, es un bulevar pequeño. Los más anchos están en la orilla norte del río, pero París también se extiende hacia el sur. Creo que, de no ser por Margot, mis compañeros y yo habríamos cambiado antes de distrito. —Entonces, ¿ya no vivirá más en la rue Saint-Victor? —¡Y yo qué sé! Que te lo explique ella, si quiere. Louis se dio cuenta de que ya no podría sonsacar mucho más a aquel chico. Intentaba identificar los olores que le salían al paso, pero sin mucho éxito. Notaba que la gente pasaba por su lado y muchos olían a flores o a algún perfume muy intenso que no conseguía identificar. Había notado lo mismo al llegar a París, mientras se dirigía con su padre al Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos. —Ya hemos llegado —anunció Canard. El chico se apartó y dejó a Louis sin ningún punto de apoyo. —Pero... ¿vas a dejarme aquí? —Tengo que llamar a Margot, y quizá no pueda venir enseguida. Puedes apoyarte aquí, en la fachada de la casa. Si me dice que habrás de esperar mucho, volveré para avisarte. Tal y como le había recomendado Canard, Louis se quedó cerca del muro. Pensaba que una fachada de esas características tenía que ser la de una casa principal y no acababa de entender qué podía hacer su amiga en un lugar como ese. Cuando extendió las manos hacia arriba siguiendo la superficie fresca de la piedra encontró las rejas que impedían saltar. «Existen muchos tipos de prisiones», pensó mientras se pasaba la mano por el cabello y se tocaba la ropa, como si, con las prisas, se hubiera olvidado de algo. Pero no, todo le pareció en orden. La espera fue tan larga que repasó mentalmente su alfabeto más de cien veces. LA FELICIDAD —Dice que la esperes un rato. Saldrá en cuanto pueda. —¿Qué? ¿Y tú te vas? ¿He de quedarme aquí solo? —No seas niño, Louis. Ya me quedo contigo, pero deberías saber que Margot siempre cumple su palabra. La decisión de Canard lo tranquilizó. No le daba miedo quedarse solo, pero no sabía dónde estaba ni cómo volver al Instituto. ¿Qué haría si ella no se presentaba? —Hay mucho ajetreo —dijo Louis, que había oído voces y la llegada de carruajes—. ¿Puedes describirme qué pasa? —Es algún tipo de fiesta. Estos señoritos se dan una buena vida. —¿Qué hace Margot? —¿Otra vez? Te he dicho que será ella quien te lo explique. —Canard puso voz de enfadado, pero era demasiado chafardero como para no opinar—. Dice que vive muy bien y que no piensa volver al Instituto, pero que toda esta gente no tiene nada que ver con nosotros. ¡Vete a saber cómo la tratan! De entrada, Louis no se creyó aquellas palabras. Cruzó los brazos en la espalda y apoyó las manos en la piedra del muro, como si quisiera tocar algo real. Canard todavía no lo había soltado todo... —Las chicas como ella, que aceptan ser criadas de los poderosos, siempre acaban con un bombo y flotando en el Sena... Pero no lo vamos a permitir, ¿verdad que no? —No hará nada que la ponga en peligro —respondió Louis, convencido y enfadado a la vez. —Tú no sabes de qué es capaz. Margot apareció de repente como si estuviera escuchando la conversación y quisiera interrumpirla en aquel punto. Louis no reconoció su nuevo perfume, pero sí la calidez de aquella mano, tan querida. Con el gesto, Louis tomó conciencia de la intensidad de su añoranza. —¡Ven! Quiero enseñarte una cosa —dijo ella mientras le tiraba de la ropa y antes de volverse hacia Canard—: Tú, ¿adónde vas? No creo haberte invitado. —¿Cómo volverá Louis al Instituto? —Regresa dentro de una hora. Pero por la puerta trasera, ya sabes dónde está. ¡A quién se le ocurre esperar aquí, a la vista de todos! Braille dejó que Margot lo arrastrara al interior de la casa. Solo sabía que habían recorrido un jardín donde crecían distintos tipos de flores, que no le dio tiempo de identificar, y subido tres peldaños que conducían a lo que sin duda era la cocina. Se oía el tintineo de platos y cazuelas, y un intenso aroma a especias estuvo a punto de marearlo. Ella seguía aferrándole la mano y hablaba sin descanso... —Los señores dan una fiesta y me han dado permiso. No quieren que esté presente, ellos se lo pierden. ¿Te acuerdas de Juliette, aquella chica ciega que duró tan poco en el Instituto? Pues me han contratado para que la ayude. Cuidado, que hay más peldaños. Fue idea suya, no creas. Se nota que le caí bien. —¿Es... es verdad que no volverás al Instituto? —No tengo ninguna intención, a no ser que me obliguen. Y no les daré motivos. —¿Y tu padre? —El hombre de quien me hablas es un impostor. No quiero hablar de él, Louis. Mira, esta es mi habitación, ¡justo al lado de la que ocupa Juliette! —exclamó después de que entraran en un espacio reducido. Un olor a rosas se colaba por la ventana abierta y Louis pensó que no parecía París, al menos no el que él conocía—. Ay, ya sé que no puedes verlo, pero te lo describiré. Hay un armario con motivos de faunos y flores. Es todo color crema; salvo los dibujos, que son más oscuros. Tiene dos puertas y seis cajones debajo, para guardar cosas más pequeñas. También hay otra cómoda de estilo inglés, con espejo y cepillos para peinarse. Una butaca muy cómoda y cortinas... ¿Te lo imaginas? Cuando Juliette está con sus padres me paso el día junto a la ventana o paseando por el jardín. Y hay una cama muy blanda, por supuesto. Ven a sentarte. Louis dio tres pasos en dirección a la voz de Margot con las manos por delante y enseguida encontró las de ella. La cama era tan mullida como le había asegurado, pero se sintió extraño, como si se hundiera... —¡No pongas esa cara de cordero degollado! Soy feliz y no me falta nada, Louis. Nunca lo había sido. Y me tratan bien, por mucho que diga Canard. —¿Nos escuchabas? —No me hace falta para saber qué piensa. Él no se hace a la idea. —¿Y yo sí? Margot volvió hacia su amigo con una sonrisa. Como sabía que no podía ver su gesto, le dio un beso en la mejilla. Louis se sonrojó. La fragancia de la chica le invadió el olfato y el tacto de sus labios le había recordado el de las ciruelas recién cogidas. Pero todo ello no había conseguido que se esfumara su preocupación por lo que acababa de escuchar. —Si te quedas en esta casa, no nos veremos. —Te enviaré a Canard, ¡a menudo! —Para mí no es fácil salir del Instituto, lo sabes perfectamente. A estas alturas ya deben de estar buscándome. —Lo siento. Ya encontraremos la manera, Louis. —Sí, bueno. ¿Dices que te tratan bien? —insistió, para romper el silencio repentino. —¡Ya lo creo! Estos ricos son raros. Se pasan la vida haciendo fiestas y hablando de arte, aunque me parece que no tienen mucha idea, que hablan solo de oído. Juliette toca el piano y diría que lo hace bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. —Las circunstancias no tendrían por qué ser un problema. —A veces... ¿Sabes? —continuó Margot haciendo caso omiso de su puntualización—. A veces vienen escritores y filósofos... Louis se quedó boquiabierto al oír aquellas palabras. Nunca habían sacado temas parecidos en sus conversaciones y, de hecho, tampoco se hablaba mucho de ello en el Instituto. Algún profesor había citado a Voltaire, pero casi como si se arrepintiera de ello. También Haüy, durante el discurso de su homenaje, les había dejado caer una frase de Montesquieu que a menudo le venía a la memoria: «La libertad consiste en poder hacer lo que hay que hacer.» Pero no tenía nada claro si el tal Montesquieu era filósofo. —¿Y tú qué tienes que ver con todo eso? —Quizá nada, pero me gusta vivir aquí. Nadie me grita y hago más o menos lo que me da la gana. ¡Espera! ¿Oyes esa melodía? ¡Es Juliette tocando el piano! Los acordes entraban por la ventana y Louis los siguió durante unos segundos, maravillado ante su pureza. No se equivocaba en los últimos razonamientos que había estado haciendo sobre la música. Era una bendición divina, una manera de mostrar al mundo que los ciegos podían integrarse en la sociedad, pero también podía ser un refugio, la isla de calma que muchos necesitaban, tal y como él mismo había podido comprobar. —¿Toca de oído o la ayuda su maestro? —Al principio sí que se dejaba guiar, pero ya hace tiempo que toca sola. ¡Tiene una memoria de elefante! —¿Y qué dirías si realmente pudiera leer las partituras? ¿Qué te parecería? —¡Me parecería un milagro! ¿Cómo quieres que las lea? —preguntó Margot mientras observaba con atención a Louis; sabía por experiencia que sus preguntas nunca eran al azar y, a menudo, tenían consecuencias. —Margot, en Coupvray he avanzado mucho en mi método de escritura. —¡Qué bien! No sabes cómo me alegra, si eso es lo que te hace feliz. —Y también intento adaptarlo al lenguaje de la música. —Harás grandes cosas, Louis. ¡Estoy convencida! —Pero no estarás conmigo para verlo. —¡No digas eso! Además, escúchame bien, hay vida fuera de aquel antro de mala muerte. Louis sentía que aquella reunión con su amiga era una despedida. Ella tenía una oportunidad y debía aprovecharla. Eso lo entendía perfectamente, pero los que eran como él, y él mismo, estaban atados de pies y manos. Si no conseguían una mayor autonomía, en muchos sentidos serían siempre seres dependientes, como lacayos. ¿De verdad era capaz de concebir una vida lejos de la rue Saint-Victor? —¡Cómo pasa el tiempo cuando estás a gusto! Tendría que bajar a la fiesta, por si Juliette me necesita... Canard ya debe de estar en la puerta para acompañarte. —Sí, claro. —Louis todavía no podía creerse que ella no pensara volver, que la tonadilla del Frère Jacques no viajaría nunca más por los pasillos laberínticos del Instituto—. ¿Vendrás algún día a ver a tu padre? —No creo, Louis. Margot se levantó de la cama y le cogió la mano para conducirlo fuera de la casa. Él se resistió y se le echó a los brazos. —¡Quiero ser feliz, Louis! Fueron las últimas palabras de la chica. Después bajaron juntos por unas escaleras y se encontraron con Canard, que los esperaba en el lugar convenido, como si hubiera nacido para obedecer los dictados ajenos. Durante el camino de vuelta Louis no volvió la cabeza hacia su acompañante ni un solo momento; le avergonzaba que lo viera llorando. Pensaba en aquella afirmación de Margot: «¡Quiero ser feliz!» Y se preguntaba si, sin libertad ni igualdad, aquel objetivo era posible. Ser feliz seguramente tenía que ver con no pasar penurias, pero estaba seguro de que había algo más. El amor, la sensación de pertenecer a un lugar, a un grupo, y la necesidad de sentirse realizado. Aquella era su lucha. Y estaba dispuesto a conseguirlo. —Yo también, Margot, yo también —murmuró. LA VERDADERA HISTORIA DE MARGOT El profesor de música de Louis se llamaba Edgar Rouault. Rondaba los treinta años y tenía una voz aterciopelada que le imprimía carácter. Iba vestido a la moda, con unos pantalones ceñidos y botas altas. El chaleco ajustado, de color burdeos, era de corte recto y alcanzaba justo por encima del ombligo, dejando las caderas a la vista. Louis le había rogado a madame Zélie que le hablara de su aspecto, y ella aceptó encantada. —Pues ahora que me lo preguntas, este señorito tiene algo. No es nada estirado, pero llama la atención. No sé cómo expresarlo, mi madre lo habría llamado «elegancia natural». Nunca le he visto un gesto de desprecio. Cuando sale del Instituto sus botas tienen poco que ver con la pulcritud que exhibían en el momento de entrar, pero no anda todo el rato como si pisara uva. En cambio el profesor que lo acompaña es más quisquilloso, cuatro dedos más bajo y no tiene, ni por asomo, el cabello tan rubio ni la barbilla tan fina. —Me ha dicho muy en serio que tengo un oído musical excelente y que, si practico, puedo llegar a ser bueno. Lo ha hecho sin ese tipo de compasión que a menudo adivino en las personas cuando me hablan. Como de tú a tú, de igual a igual. ¿Sabe a qué me refiero? —Sí, perfectamente. —Le he explicado mi método brevemente y su aplicación a la música. Me parece que no lo ha visto claro, pero ya me hago cargo. De todos modos, se ha comprometido a venir el domingo y hablar con más tiempo. ¡Estoy muy contento! —En eso no puedo ayudarte, pero a este profesor tan vivaracho le prepararemos algo dulce para merendar. Durante la misa dominical Louis repasó mentalmente las anotaciones que tenía preparadas para mostrar a monsieur Rouault. Luego engulló la comida de forma mecánica, algo que, por otra parte, solía ser la mejor opción. A las cuatro de la tarde, cuando Edgar Rouault anunciaba su visita, él ya lo esperaba en la puerta con un puñado de papeles bajo el brazo y una bolsa con dos punzones y varias plantillas. Tor había conseguido que los dejaran trabajar en la biblioteca, bajo su responsabilidad y supervisión. Al joven profesor le resultó extraño aquel emplazamiento; estaba convencido de que irían al fondo del pasillo, donde se encontraba el piano. A pesar de su sorpresa, no planteó ninguna objeción. Tampoco tuvo muchas oportunidades. En cuanto llegó a la estancia, el alumno se desprendió de todas sus pertenencias y, ni corto ni perezoso, dijo: —No me basta con tocar de memoria. —¿Cómo dices? —¡No me malinterprete, por favor! No es por desconfianza hacia la persona que toca la pieza, ni mucho menos. Pero... quiero poder seguir yo la partitura, poner mi huella —declaró Louis casi atropellándose, como si fuera la única manera de abordar el tema. Acto seguido, se hizo un breve silencio. Monsieur Tor, que también estaba presente, aunque todavía no había intervenido, vio que el profesor de música abría los ojos como platos y pensó que aquello no era más que el comienzo. —Te escucho, Louis —dijo finalmente Edgar Rouault, aflojándose el nudo del corbatín. —Cuando digo que quiero ser yo quien la interprete, en realidad me refiero a que cualquier ciego debería ser capaz de hacerlo, tanto como leer. Tenemos que encontrar la forma de acceder al saber, ¡a todo tipo de saber! Creo que me estoy acercando a una solución, pero necesito ayuda. El joven profesor no acababa de entender adónde quería ir a parar aquel muchacho pálido de cabellos rubios y labios finos, pero la decisión, el convencimiento y la capacidad de superación que transmitía le robaron el corazón. Fugazmente, como obedeciendo el mismo impulso, monsieur Tor y él intercambiaron una mirada de complicidad. —No sé muy bien cómo puedo ayudarte, pero estaré encantado de hacer cuanto esté en mi mano, Louis. El rostro de Braille se iluminó y, a continuación, se arremangó la camisola con la misma energía que una lavandera se inclina en el lavadero con un gran cesto de ropa sucia para lavar. Sin más, puso a su nuevo colaborador al corriente del método y lo acribilló a preguntas. —Monsieur Tor me ha dicho que también puede ayudarnos, ¿verdad que sí? —preguntó al interpelado. —¡Oh! ¡Por supuesto! —Y seguro que el doctor Pignier podría sumarse a esta causa. ¿Se imaginan qué distintas serían las cosas si, antes de enfrentarnos al estudio de la pieza, pudiéramos saber más del autor y de la época? Los dos profesores no abrieron la boca; Braille no exponía sus inquietudes a la espera de respuestas. ¡Las tenía todas! Durante mucho tiempo había ido incubando la idea, la había hecho posible en su imaginación, y se dirigía a sus acompañantes como si se encontrara ante un auditorio. —Estoy convencido de que conocer el momento histórico en el que se escribió la composición podría ayudarnos a entenderla. Pero ahora lo que necesito de manera urgente para avanzar es otro tipo de información. La pausa que Louis Braille imprimió a su relato creó más expectación entre aquel público reducido pero predispuesto a escucharlo. —¡Necesito saber cuál es la forma de la composición, cuáles son los temas, dónde se sitúan las cadencias, si hay progresión, puentes, codas! Necesito tocarla como toco un rostro para reconocerlo. Quiero conocer el relieve, todos los detalles, escudriñar cada rincón. ¿Cómo, si no, puedo tomar decisiones acerca de cómo interpretar cada frase, de la dirección que debo seguir, de los movimientos...? Deseo descubrir, por mí mismo, dónde situó el autor los puntos álgidos y los más bajos de la obra, las pausas... Los dos profesores tragaron saliva. Incluso Tor, que conocía con creces la inteligencia y la tenacidad de Louis, se quedó boquiabierto al escuchar la vehemencia de su discurso. Monsieur Rouault llevaba unos minutos inmóvil y, a pesar de que le habría gustado ser más ingenioso, sobrepasado por la situación, se limitó a preguntar: —¿Y crees que todo este lenguaje se puede traducir en puntos? ¿Sin partitura? ¿Obviando el pentagrama? —¡Sí! ¡Todo eso y mucho más, estoy absolutamente seguro! De este modo tendríamos un documento para el estudio. El trabajo de memorizar no nos lo evitará nadie, pero la interpretación sería personal, no una copia que nos viene dada. Edgar Rouault estaba totalmente anonadado ante los razonamientos de aquel muchacho de apenas catorce años. Monsieur Tor también se sumó al debate y el director los visitó a última hora. La tarde pasó sin sentir. Louis se moría de ganas de escribir a sus padres para contarles lo feliz y esperanzado que se sentía, pero era demasiado tarde y no podía abusar más de la amabilidad de los allí reunidos. Se prometió que en el futuro no volvería a pasar. La próxima vez que los visitara en Coupvray, los instruiría en la lectura de puntos, a ellos, a Marie Céline, y también a Gustave. Solo era cuestión de práctica. El mero hecho de pensar en la libertad de poder decidir cuándo y qué escribir lo estremecía de pies a cabeza. El silencio que reinaba en la estancia le hizo pensar que era más tarde de lo habitual y sintió un quejido en el estómago. No había tomado nada desde la hora de comer. Durante la tarde, la emoción no le había permitido engullir ni un bocado de aquel pan con membrillo que madame Zélie les había llevado, cumpliendo su promesa. Unas sensaciones extrañamente contradictorias cobraban forma en su interior. Por un lado, el vacío que le debilitaba el cuerpo; por otra, un cúmulo de hechos que lo sobrepasaban. Fue hasta la cama de Gabriel con la intención de compartir alguna de aquellas vivencias, pero los bufidos de su amigo le indicaron que dormía como un tronco. —¡Cuánto te echo de menos, Margot! —dijo a media voz. Apenas había acabado la frase cuando un hecho insólito le congeló el gesto. Estaba seguro: lo que le había llegado era la melodía de Frère Jacques viajando a través de las paredes del piso de abajo. ¿Cómo era posible? Margot vivía en casa de Juliette y no tenía la menor intención de regresar. Sin embargo, la melodía resultaba inconfundible. Prestó atención por si se volvía a repetir. Nada. Únicamente la respiración pesada de sus compañeros de dormitorio y los ronquidos de Hippolyte, que de vez en cuando se convertían en un acceso de tos, uno de esos ataques que al principio tanto le habían preocupado. Se dijo que la añoranza y la debilidad le habían jugado una mala pasada y, sin bajar la guardia, se tumbó en la cama. Al cabo de unos segundos volvió a oír la tonada y se puso en pie de un salto para plantarse al borde de las escaleras. Notó la garganta y las palmas de las manos empapadas en sudor. Se dirigió de puntillas hasta el cuchitril donde había vivido la familia del conserje antes de la debacle. Volvió a aguzar el oído. —¿Margot? —preguntó un par de veces sin levantar la voz, como si no se atreviera a hacerlo, y sonó una fuerte carcajada al otro lado de la puerta. Louis retrocedió unos pasos. —¿Ya estamos otra vez? ¿Es que no te cansas nunca? ¿No sabes que Margot se ha largado? Nos ha dejado a todos con un palmo de narices. Pero ¡pasa hombre, pasa! Solo me queda una botella para estrellarla contra la pared, pero todavía está medio llena. Un chirrido agudo acompañó el movimiento vacilante de Louis al empujar la puerta. —¡Pobre cieguito! ¡Sigues siendo el mocoso estúpido que se dejó birlar la maleta antes de que su padre subiera a la diligencia de vuelta a casa! A lo mejor no has aprendido nada en estos cuatro años... —No quiero hablar con usted. Está borracho. Yo buscaba a Margot —dijo Louis, dando media vuelta. —¡Ahora resulta que monsieur Braille es un finolis! No he sido yo quien ha venido a importunarlo. Pero ya que se ha tomado la molestia de honrar mi humilde morada, le ruego que pase y se ponga cómodo. Beber solo es deprimente. Louis intentó hacer caso omiso de sus demandas e hizo ademán de salir, pero el conserje lo agarró por el cuello y lo tiró encima de la cama como si fuera un pelele. El chico tosió, blanco como la nieve. —No te preocupes, no te haré daño; ya tengo bastantes problemas. Venga, bebe un poco de agua —le dijo, ofreciéndole un pote. Al darse cuenta de que el joven olisqueaba el contenido sin atreverse a llevárselo a los labios, Demezière insistió. —¿Cómo es posible que un empollón como tú no sepa que el agua no huele? ¡Bebe, te digo! Una gata en celo maullaba frotándose contra el tabique del edificio y, sobre sus cabezas, en un desván estrecho en el que se almacenaban los trastos, se adivinaba el ajetreo de los ratones, pero Louis solo era capaz de oír el latido de su corazón en las sienes. —O sea que preguntas por Margot, ¿acaso mi niña te la pone dura? —Deje que me marche, por favor. —No, Louis, no. He aguantado tus intromisiones día tras día ¿y ahora crees que puedes largarte y dejarme con la palabra en la boca? Pues estás muy equivocado, ¡que lo sepas! Vienes preguntando por Margot y no te irás hasta que sepas con quién estás lidiando. —No sé adónde quiere ir a parar, pero podemos hablar en otro momento... —Ya me has oído, no me vuelvas a interrumpir si no quieres ponerme de peor humor. ¿Entendido? Un leve movimiento con la cabeza, asintiendo a aquello que se le pedía, fue suficiente para satisfacer a Demezière. —Maldigo el día en que me apiadé de ella. Pensé que así acallaría mi conciencia, que Babette y yo tendríamos una oportunidad. ¡Éramos tan jóvenes! Ella estaba seca, no podía tener hijos... —Pero... —murmuró Louis, que no daba crédito a lo que estaba escuchando. —¡Calla! Querías saber la verdad, ¿no? Pues mira, ¡esto es lo que hay! Si escuece cura, me decía mi padre cuando me echaba vinagre en las llagas de los pies. ¡Nosotros no teníamos zapatos! Escúchame bien, tu Margot no es quien te imaginas. ¡Es un ser cruel y despiadado, eso es lo que es! —¡No me creo ni una palabra de lo que dice! —exclamó el chico, tapándose las orejas con ambas manos. —Tarde o temprano me darás la razón. —¡Eso nunca! —Muy bien. Entonces, ¿cómo llamarías tú a un ser que le niega el perdón a la mujer que le ha hecho de madre toda la vida y la deja morir con esa pena en el corazón? ¿Eh? ¿Qué nombre le pondrías tú, listillo? —¡No sé de qué me habla! —¡Ya te diré yo de qué hablo! De mi mujer, Babette, Dios la tenga en su gloria. Hablo de su agonía y de su estupidez. Le pedí que no lo hiciera, que lo dejara correr, pero el secreto la reconcomía. La voz de Demezière transmitió cierta ternura al recordar a su mujer, pero vació de un trago el contenido de la botella y siguió su relato. —¿En qué año naciste, chaval? —En 1809 —respondió Louis, sin saber a qué venía aquella pregunta. —Pues cuando tú solo tenías un año de vida, yo ya estaba en la guerra. —¿Usted fue soldado? ¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —Sí. Era soldado y formaba parte de un destacamento de casi cuatro mil hombres. Luchábamos para sentar en el trono español al hermano de Napoleón, José Bonaparte. Fue después de las abdicaciones de Bayona. ¡Todo iba bien, pero nos tendieron una emboscada y caímos de lleno! Hacía mucho calor. Aquellas montañas desnudas y de formas raras, como si el mismo diablo las hubiera retorcido, nos jugaron una mala pasada. Las llamaban el Bruc, no lo olvidaré nunca. —¿Qué ocurrió? —preguntó Louis, completamente sorprendido por una información tan inesperada. —Libramos una primera batalla en la que perdimos a trescientos hombres y un cañón, al hundirse un puente. Pero en el segundo enfrentamiento pudimos llegar al Bruc, dirigidos por el general Joseph Chabran. Íbamos en dos columnas, una que seguía la carretera y otra que cruzaba un pueblo llamado Collbató. El sol caía a plomo sobre nosotros y sobre las malditas piedras, ardientes como el hierro al rojo vivo. Al entrar en contacto con los grupos de somatenes, mordimos el anzuelo. Los muy cabrones tenían orden de batirse en retirada para atraernos a las posiciones que batían los cañones. No dejaban de disparar, un amigo mío murió en mis brazos, con solo veinte años... Las explosiones me habían ensordecido, el zumbido en los oídos me volvía loco. Empecé a correr con el fusil en la mano. No recuerdo cómo llegué al pueblo, solo sé que parecía un animal herido, con ansias de herir a cualquiera que se interpusiera en mi camino. Ella lo hizo y... —¿De quién habla? No entiendo... —Hablo de la mujer a la que ensarté con mi bayoneta. Era una chica joven de ojos grandes y oscuros que todavía me despiertan por las noches. Tenía a su hija en brazos, menuda y tan morena como ella, y gimoteaba como un cachorrillo. No pude matarla. Me la llevé. Ya te he dicho los motivos. —Pero entonces, ¿desertó? —Tal cual. Enterré el uniforme y me vestí con la ropa de un campesino. Le robé todas las monedas que tenía ahorradas y hui con un buen fardo de comida. —¿Hasta la frontera? —No fue tan fácil, pero conseguí llegar a Limoges y con mi mujer nos vinimos a París. —¿Por qué? —¿Cómo que por qué? No queríamos dar explicaciones a nadie. Babette deseaba una hija y ya la tenía. Yo era un desertor del ejército, no quería enfrentarme a un juicio y morir fusilado. Teníamos derecho a una vida. ¿Qué sentido tenía explicarle a Margot su procedencia, después de tantos años? Dime. —No lo sé. Yo... —¡Tú, nada! Tu querida Margot no le perdonó el engaño a mi esposa. Ni tampoco a mí que matara a su verdadera madre, claro. Nosotros no pudimos darle la vida que habríamos querido, pero las cosas no siempre van como uno desea, ¿verdad, Louis? —No. Supongo que no. EVIDENCIAS —Escúchame, Louis. ¡Esto es otro mundo, hay dinero a raudales y estos artistas son más raros que un perro verde, en serio! —Y aunque así fuera, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Braille sin entender el porqué de aquella información que tanto trastornaba a su amiga. —Pues, desde mi punto de vista, algún provecho podríamos sacar de ello. Se creen muy listos, pero ya te digo yo que tanto estudiar les ha trastocado el cerebro. —Margot, ¡no digas tonterías! El estudio nunca... —¡No sabes de qué hablas! —interrumpió la chica. —Lo dices porque soy ciego, ¿verdad? —¡No me vengas con esas! Chico, qué susceptible eres. Lo digo porque es la verdad, porque escucho sus conversaciones noches enteras y te puedo asegurar que están como una cabra. Lo que no tengo claro es si tú estás preparado para... —Pero ¿qué dices? Hasta ahora nos lo hemos contado todo. Bueno, casi todo —rectificó el chico. —De acuerdo —concedió ella cuando vio que Louis se mantenía atento a sus explicaciones. Entonces habló de aquellos personajes que ella tildaba de estrafalarios. Lo hizo con un tono que iba de la admiración al rechazo para recorrer el camino inverso a cada curva del relato. De vez en cuando la emoción la llevaba a levantar el tono de voz, pero enseguida volvía al murmullo, casi al oído... —Están enfermos. Y no me extrañaría nada que fuera contagioso. Quizás es lo que beben o lo que fuman, no lo sé. ¿Cómo explicas si no que, teniendo esposas guapas y bien vestidas, mujeres perfumadas que da gozo verlas, pierdan la cabeza por las prostitutas? Louis hizo un gesto extraño con la cabeza al escuchar aquellas palabras. Del mismo modo que los gatos mueven las orejas en dirección a cualquier cuchicheo o cambio en la dirección del aire, Louis quiso asegurarse de que nadie más recibía aquella información tan comprometida y delicada. Cuando estuvo seguro de ello, se santiguó. —¿Te escandalizas? ¡Si todavía no te he contado nada! —No quisiera que te metieras en líos, Margot —argumentó Louis como única excusa al rubor que, de manera involuntaria, le encendía las mejillas. —¿En líos, dices? Toda mi vida ha sido un lío, una farsa, y lo sabes. De hecho, lo sabes mejor que nadie. Me he movido por los muelles entre carroña, he ayudado a sacar la mierda de un puñado de... —¿Inútiles, ibas a decir? —¡No es nada personal, Louis! Quizás eres demasiado joven para entenderlo. Las mujeres crecemos antes, y yo soy dos años mayor... —¡No me hagas reír! De acuerdo, acabas de cumplir dieciséis años, pero yo ya no soy un niño y mi vida tampoco ha sido un camino de rosas. —¡Precisamente por eso! —Espera. Cuando hablas de carroña no te estarás refiriendo a Canard y compañía, ¿verdad? Porque, que yo sepa, hasta hace cuatro días eran tus amigos. ¿O también me equivoco? Margot no cayó en la provocación. Iba directa al grano y las insinuaciones de su amigo no consiguieron alterarla. Parecía borracha de vanidad, embriagada de posibilidades, sobre todo del deseo de una vida nueva en la que construir también a una Margot diferente. Le habló de los padres de Juliette y de sus amigos, de los amigos de los amigos... Sin prestar atención a cuánto afectaban a Louis aquellas confesiones, refirió con todo lujo de detalles las extravagancias que formaban parte de su día a día. Expuso la fascinación de aquellos hombres por pintar la vida burguesa y también la más miserable de las calles de París, muy especialmente por recrear los escenarios y el ambiente de los burdeles, que visitaban de continuo para captar los detalles y representar la realidad y las fantasías. Le describió fielmente cómo se les llenaba la boca de los esplendores e infamias de aquel mundo de paraísos artificiales, que la absenta o el dinero ponían al alcance de sus pinceles. —Escúchame bien, Louis. La vida late al otro lado de los muros del Instituto. Ellos tienen el pastel y nosotros nos peleamos por las migajas. ¡No es justo! ¿Recuerdas el episodio que explicó Haüy el día que se le hizo el homenaje? El de los músicos... —¿Te refieres a los del concierto de San Ovidio? —Sí. ¿Verdad que nos contó que les obligaban a tocar con orejas de burro? Louis Braille asintió con la cabeza y frunció el ceño. Esta vez no tenía ni idea de adónde quería ir a parar su amiga. —A veces, el padre de Juliette y sus amigos traen al estudio a rameras de la calle. No les hacen daño. ¿Te puedes creer que ni las tocan? Solo las pintan a cambio de unas monedas y comida. Quiero que se lo digas a Canard. —¿Qué se supone que puede hacer él? —Ya veo que habré de dártelo todo mascado. ¡Su hermana podría hacer de modelo, incluso su madre! Pero quieren gente de nuestro mundo. Se los podríamos proporcionar nosotros, y que paguen. —¿Te has vuelto loca? —preguntó Louis sin dar crédito a las palabras de Margot. —Yo solo quiero ayudar y hacer justicia, un poco de justicia. No pienso volver a... —A limpiar la mierda de otros, eso ya lo has dicho —se apresuró a decir Louis con cierto aire de reproche. —Y a ti te convendría cortejar a Juliette. —Margot, no te reconozco. —¿Por qué ibas a hacerlo? Vichy, julio de 1848 El calor del verano se deja sentir con fuerza en este aposento donde paso la mayor parte del día. Ella se ha acostumbrado a presentarse más tarde y no interrumpir mi necesario descanso después de haberme pasado horas escribiendo durante la noche. No sé si hoy vendrá. Volvió a irse a París y, cuando se marcha, la vida exterior parece quedar en suspenso. Después de un rato dando vueltas en la cama, me he levantado, me he acercado al aguamanil y me he mojado la cara. Esbozo un gesto de decepción al notar que el agua ya no transmite la frescura de días anteriores, pero no hay nadie que sea testigo de ello. Cuando el primer día me describió la habitación, pasó por alto el espejo frente al que me encuentro en este momento, pero yo lo descubrí enseguida por su superficie extremadamente lisa y fría. Acaso supuso que, para un ciego, es un objeto inútil. A veces me planto delante e intento imaginar cómo ven mi rostro los demás. Entonces extiendo las manos y trazo un dibujo sobre ese espacio mudo. Voy hacia la ventana para abrir los batientes, pero en el exterior el aire es aún más cálido y retrocedo con desagrado. Estos son los peores momentos, cuando no escribo, cuando ella no está y las horas pasan lentas, atendiendo tan solo a mis recuerdos, una telaraña que nunca acabo de tejer del todo. Entonces noto tres golpes suaves y espaciados, el aviso que tenemos acordado, y recupero cierta alegría, más todavía cuando escucho su voz, que ya se ha convertido en un bálsamo... —¿Louis? ¡Buenos días! ¿Podemos pasar? —¿Podemos? —Te traigo una sorpresa, un viejo amigo... —¡Gabriel! —No, no soy Gabriel, pero te aprecio tanto como él. —¡Monsieur Tor! Perdóneme. Qué sorpresa, sí. ¿Cómo se encuentra? —Bueno, unos dolorcillos aquí y allá; achaques de la edad, nada grave. Pero he venido más bien para hablar de ti. No sé si te conviene pasar tantas horas encerrado. —¡Estoy trabajando mucho! En mi método... Me paro en este punto. Ella sabe que escribo, estoy convencido de que, a pesar de mis precauciones, ha echado alguna ojeada furtiva a mis papeles. Además, me resulta sospechoso que me haya pedido que le enseñe a leer con nuestro alfabeto, como si pensara que en algún momento tendrá que interpretar mi legado. —Tengo que ir a comprar unas cosas —dice Margot con decisión—. Así podréis hablar tranquilamente de las novedades que llegan de París. —Si Tor sigue tu ejemplo, no resultará fácil —le suelto, y enseguida añado, dirigiéndome al viejo profesor—: ¡Me evita las malas noticias, como si fuera un niño! —Quizás hace bien. En tu estado, más vale que no te preocupes mucho. Cuando te recuperes, será otra cosa. —¡Cuando me recupere! —digo después de oír que la puerta se cierra—: ¿A usted también le engañan en eso? —Louis... —No, déjeme hablar, por favor. ¿Ya nos hemos quedado solos? —Sí, claro. —No me dejen al margen de lo que sucede. Todavía estoy aquí, todavía formo parte del momento que nos ha tocado vivir. Tengo treinta y nueve años, no soy ningún niño. Tampoco soy un anciano que haya perdido el juicio. El cuerpo no me acompaña, pero mi mente sigue bien despierta. —¡De eso no me cabe la menor duda! —Entonces, le ruego que no insulte mi inteligencia. Desde hace días, oigo murmullos exaltados cuando voy a tomar las aguas, pero solo me dicen que se trata de la penúltima revolución que hará el pueblo de París este año. —Las cosas han vuelto a complicarse, no voy a negarlo. —Hay más, monsieur Tor, hay más —digo mientras vuelvo la cabeza y aguzo los sentidos para asegurarme de que ella se ha marchado—: Lo sé por sus dudas cuando intenta ocultármelo. ¿Puedo confiar en que me dirá la verdad? —Bien sabes que nunca te la he ocultado. —Pues entonces tiene que informarme sobre lo que está pasando en París, de cómo afecta al Instituto. Pero vaya directo al grano, no disponemos de mucho tiempo... —De acuerdo. A principios de junio, cuando dejaste el Instituto para instalarte en Vichy, ya se veía claramente que la República no acababa de consolidarse. Creo que lamentaste tanto como yo que Lamartine dejara de ser ministro. —Pero ¿qué ha pasado? —Ya sabes que la inauguración de los Talleres Nacionales había paliado un poco el hambre que se iba extendiendo entre la población. La de febrero, en opinión de muchos de nosotros, fue una verdadera revolución, todo el pueblo iba a una. Después, con los Talleres, los sueldos eran de miseria, pero por lo menos... —La gente tenía algo que llevarse a la boca. —Sí. Pues ahora quieren cerrarlos. —¿Cómo dice? —Lo que oyes. Hemos vivido tres días terroríficos, más de cien mil personas han salido a las calles. La violencia se ha extendido por la ciudad como si las aguas del Sena se hubieran desbordado. Nunca había visto nada semejante. —¿Qué pedían? —Dignidad, Louis. Cuando convives con el hambre y el dolor, solo queda eso. Piden libertad, pero, en el fondo, piensan en la dignidad, por más que no sepan expresarlo. Tor guarda silencio durante tanto rato que estoy a punto de alargar la mano para comprobar si sigue ahí. Pero, al final, el viejo profesor vuelve a tomar la palabra. —Todas esas esperanzas..., ¿recuerdas? Hace apenas unos meses hablábamos de cómo podía afectar la República a nuestra institución. Tú decías que los ideales del nuevo Gobierno quedaban muy cerca de tus ideas, que se trataba de eso, de la igualdad de oportunidades, de que todo el mundo tuviera acceso al saber... —Sí, toda mi vida ha ido en esa dirección. —Fue un espejismo, Louis. Confieso que yo también me dejé engañar, pero la realidad es que somos tan diferentes los trabajadores, los burgueses, los nobles... Esta vez no luchaban por Francia ni por sus ideales, luchaban para sobrevivir. Y eso es lo más duro que le puede pasar a una persona, ¿verdad? —¿Cómo acabó? —No se puede decir que haya acabado. La tensión se nota en cada esquina, los restos de las barricadas, los cuerpos de los miles de muertos. A pesar de que han retirado los cadáveres, todavía queda la podredumbre en las calles. Creo que la idea del Gobierno es pasar página, hacer como si no hubiera sucedido nada. Muchos sectores no soportan reconocer el enorme trastorno que la revuelta ha supuesto para la ciudad, ni que la Guardia Nacional se vio superada en todo momento por los insurrectos hasta que decidieron que, en esas circunstancias, derramar ríos de sangre ya era lo de menos. —Tengo que volver a París. ¡Me necesitan! —¿Quién te necesita, Louis? —El Instituto, mis alumnos... —El Instituto funciona mejor desde que se trasladó a los Invalides, como si el hecho de renovar el entorno hubiera reavivado también los corazones y los ánimos de todo el mundo. Los estudiantes te aprecian, pero se han vuelto inconstantes y han perdido el compromiso que tenían en tu época. Pocas veces se te cita ya como persona, lo que importa es tu legado. —Eso lo dice para que me sienta mejor, para que continúe con esta cura que, en realidad, no me permitirá vivir mucho más. No puedo negar que físicamente tengo más fuerzas, pero el mal está muy arraigado. Seguro que podría ayudar de alguna manera... —Espera un poco, recupérate y vuelve con nosotros. ¡Yo te echo mucho de menos y te aseguro que no soy el único! —Gracias. Siempre fue usted un amigo, además de un gran profesor. No olvidaré aquellos días en que me dejaba rebuscar en la biblioteca, cuando todavía no era ni capaz de leer los textos con desenvoltura. —No es ningún mérito. Te hacías querer, Louis. ¡Mostrabas tanta ilusión! —Mi ilusión se mantiene intacta. —¡Y la mía! Pero yo me he convertido en un anciano y tú no es que estés para muchas fiestas precisamente. ¡Entre los dos sumamos uno! —¡Caramba! ¡Pues sí que me da ánimos! —¡Y que lo digas! Estallamos en una sincera carcajada justo al tiempo que se oyen unos golpes en la puerta y ella entra haciendo también mucho ruido. —¿Cómo puedes haber traído todo esto sin ayuda? —pregunta Tor mientras yo intento reconocer por el ruido el contenido de los paquetes que ruedan por el suelo. Enseguida pienso que tantos años y tantas historias vividas no han logrado domesticarla. Siempre ha sido terca y nunca ha consentido que nadie le sacara las castañas del fuego. Durante más de diez años apenas supimos el uno del otro. No nos vimos más que en ocasiones muy puntuales. De hecho, mi vida transcurría en un tira y afloja constante entre la salud y la enfermedad. Las sacudidas emocionales se circunscribían al ámbito privado. Por el contrario, ella llevaba su peregrinaje en busca de la felicidad a cielo abierto, con resultados muy dispares. LA NUEVA VIDA Limoges, primavera de 1834 Margot bajó los cuatro escalones de mármol de su nueva residencia con una elegancia recién estrenada. Vestía un conjunto de color verde manzana, confeccionado con una tela liviana que le otorgaba un aspecto etéreo. La falda era ancha y el corpiño, ajustado, lucía adornado de puntilla. Una capota de paja, con un gran lazo de seda anudado bajo la barbilla, le enmarcaba el rostro, y unos guantes delicados le cubrían las manos. En los últimos tiempos su principal preocupación era ocultarlas, para que no delataran su pasado. El milagro se había producido en la ciudad de Limoges. Quedaba definitivamente atrás el tiempo de servidumbre en casa de Juliette, los años de un matrimonio de conveniencia que le había supuesto más penas que alegrías, el luto por la muerte de su esposo en un incendio provocado que había reducido a cenizas la casa donde vivían. Y también el rechazo de los suegros, que la consideraban poco menos que responsable de aquella desgracia. Margot se sobrecogía al pensar qué habría sido de su futuro si Louis no hubiera intercedido por ella, sin la bendición que supuso que Gabriel Gauthier la acogiera en su hogar para que cuidara de su madre. Gracias a él tuvo un techo bajo el que cobijarse, un plato caliente en la mesa y el afecto sincero de aquella anciana y su hijo. A pesar de ello, la mirada de Margot, tan viva en otros tiempos, cuando servía de faro a Louis Braille y sus amigos, fue languideciendo a la luz de las velas. Había pasado los últimos años medio adormilada, utilizando el mínimo de energía para sobrevivir. De manera muy parecida a como hibernan algunos animales para protegerse del frío, ella también deambulaba por entre las cuatro paredes de casas ajenas esperando que mejoraran las condiciones que la habían alejado del mundo exterior. Sucedió de repente, cuando menos se lo imaginaba. ¡Ni en sus sueños más descabellados habría concebido algo así! La citación emplazándola a viajar a Limoges y a asistir a la lectura de un testamento cuya existencia ignoraba había sido el inicio de una serie de acontecimientos. Todo ello guardaba relación con la desconocida que había irrumpido en el funeral de su madre haciéndose pasar por la hermana de Babette. Así pues, quien se había presentado como su tía, ¡le había dejado años después todo su patrimonio en herencia! Bien sabía Margot, cuando se la había sacado de encima en el cementerio, que el vínculo familiar era totalmente imposible. Tenía demasiado presentes las palabras de Babette, su confesión. Nadie miente al sentir que se acerca el final y que será llamado para rendir cuentas de sus actos ante el Todopoderoso. La persona que hasta entonces se había hecho pasar por su madre no constituía una excepción. Era una mujer temerosa y creyente, necesitaba aliviar el peso de su conciencia, expiar el horrible pecado de su marido, por doloroso que le resultara. A partir de entonces, Margot supo cuál era su verdadero origen y la farsa con que la habían mantenido engañada. ¿Y si el acto de confesión de Babette hubiera sido producto de un delirio? Había oído decir que, ante la proximidad de la muerte, era difícil que la mente se mantuviera clara. La gente veía cosas extrañas, incomprensibles, hablaba con los difuntos y oía voces. La fiebre y la debilidad podían confundir al moribundo y engañarlo. Es lo que a veces se preguntaba desde que residía en Limoges, en aquella casa que había sido de su presunta tía. —Así, quizá, solo quizá, todo tendría un sentido —se repetía una y otra vez Margot sin conseguir que el relato, por conocido que fuera, se convirtiera en certeza. Lo más inteligente por su parte habría sido aceptar la herencia, despedir al servicio y poner a la venta aquella casa de tamaño exagerado para una sola persona. Además, las participaciones de la fábrica de porcelana le proporcionaban unos buenos dividendos a final de mes. Con un colchón como aquel, habría podido vivir como una reina en París. Pero las huidas se habían convertido en una constante en la vida de Margot. Tal y como ella lo veía, marcharse a Limoges y establecerse allí le brindaba la oportunidad de empezar de nuevo. Del mismo modo que había abandonado el Instituto sin mirar atrás, había divisado un futuro posible lejos de todo y todos. —Nadie me necesita tanto como para renunciar al lugar que la fortuna me ha ofrecido en bandeja —se dijo mientras acariciaba la piedra centenaria de su nueva casa. Gabriel Gauthier y su madre habían sobrevivido mucho tiempo sin su presencia y, sin duda, volverían a hacerlo. Además, aquel chico bebía los vientos por ella, y con sus silencios, Margot le había dado pie a hacerse ilusiones. Poner distancia había sido la mejor opción; no la más valiente ni la más generosa, pero legítima, al fin y al cabo. Por otro lado, Louis iba a lo suyo. Era absurdo esperar un cambio en aquella actitud que los años parecían haber afianzado. Su tiempo y, muy probablemente, también su corazón, estaban plenamente dedicados a los alumnos a quienes daba clase, el método de lectura y escritura que había ido evolucionando para ponerse al servicio de la matemática y la notación musical. La pasión por el órgano, un instrumento en el que para muchos era un maestro, había tenido mucho que ver con ello. De un tiempo a esta parte ya solo vivía para tocar. Con la seguridad que le conferían estos pensamientos, Margot siguió avanzando por la calle que la llevaba hacia el puente, algunos de cuyos arcos estaban bastante maltrechos. Bajo aquellas piedras con tantos siglos de historia corrían las aguas del Vienne. Sin embargo, aquel río de Limoges, más discreto que el Sena, le traía recuerdos de escapadas y desconfianzas. La corriente arrastraba una gran cantidad de troncos y, más abajo, en un meandro que no se divisaba desde donde se encontraba la joven, una cuadrilla de trabajadores se encargaba de recogerlos. Se precisaba mucha leña para abastecer los hornos de porcelana de la ciudad, el mayor de los cuales era propiedad de la familia Turgot, a la cual Margot había pasado a formar parte. El margen derecho del puente estaba flanqueado de casas humildes. Un entramado de cuerdas transcurría en paralelo a los caballones de los huertos inundados al atardecer. De las cuerdas colgaban ropas coloridas al lado de grandes prendas de un blanco inmaculado. Era el territorio de las lavanderas, mujeres que en el pasado se habían ocupado de la colada de la gente del château y que con el tiempo habían empezado a trabajar para las familias más adineradas de la ciudad. Margot apartó la vista de las espaldas encorvadas sobre las aguas del río, de los barreños de madera y las calderas humeantes, de las cenizas con las que encalarían las sábanas, de todo un proceso que conocía con los ojos cerrados. De nuevo escondió las manos entre los pliegues del vestido. Hizo un esfuerzo para concentrarse en el verde tierno de las hojas de los chopos, que lucían en un estallido tímido de primavera. Más allá del puente, la bella catedral de Saint-Étienne acogió su mirada. Era una construcción milenaria, invicta a pesar de tantas batallas, inmaculada a pesar de la sangre derramada sobre sus muros. Margot se sintió reflejada en ella y, con una media sonrisa en los labios, cogió aire y estuvo a punto de canturrear Frère Jacques. En el último momento desestimó la idea, por temor a dejarse vencer por la nostalgia. Librándose de aquellos pensamientos y haciendo acopio de todo el coraje del que fue capaz, siguió adelante. El taconeo de sus zapatos sobre las losas del puente hilvanaba una melodía sencilla y libre a su paso. Melodie la esperaba al otro lado, dispuesta a satisfacer cualquier curiosidad de un mundo desconocido para Margot, que giraba por completo alrededor de la porcelana. La figura de aquella supuesta prima se había hecho más presente a medida que una y otra acortaban distancias. Melodie era rubia y esbelta y tenía el óvalo de la cara igual que Babette. También los hoyuelos de las mejillas le recordaban a la mujer que durante tantos años le había hecho de madre. Ella, en cambio, era como un garbanzo en un plato de judías. Finalmente había entendido por qué sus esfuerzos en buscar algún parecido con los que creía sus progenitores nunca habían dado ningún fruto. Margot sonrió a la chica de ojos azules y la abrazó deseando que el hechizo cobrara vida. El miedo a despertar de un bello sueño la perseguía a menudo. —Recuerdo muy bien a tu madre —declaró Melodie, iniciando una conversación que había de cambiar toda su visión del mundo. Margot Demezière tragó saliva y no supo qué responder. —De hecho está presente en todos y cada uno de los recuerdos de mi infancia. No puedo decir lo mismo de la mujer que me trajo al mundo. Con el tiempo, he entendido que para ella tampoco debió de resultar fácil —aclaró Melodie, visiblemente dolida—: Antes de que yo cumpliera mi primer año de vida, ella ya volvía a estar embarazada. Mi hermano nació con algún tipo de enfermedad y mi madre no se separaba de él ni de día ni de noche. Te confiaré una cosa que nunca he contado a nadie. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Margot. —Recuerdo que me alegré de su muerte. ¡Ya ves hasta qué punto podemos llegar a ser egoístas los humanos! Melodie dejó de andar mientras verbalizaba un sentimiento largamente reprimido. Buscó en vano los ojos de su prima, pero Margot mantenía la vista perdida en un punto impreciso del horizonte y cambiaba de objetivo a menudo para no evocar ciertos recuerdos. —¡Ingenua de mí! Pensé que entonces tendría a mi madre para mí sola, pero me equivoqué totalmente —prosiguió Melodie con resentimiento—: Se quedó tan mustia y triste que ni me veía. Le daba igual que comiera o no. O al menos eso era lo que yo pensaba entonces. ¿Lo entiendes ahora? —Lo siento. —La tía Babette se hizo cargo de mí. Yo la quería con locura. Cuando se marchó, sentí eso que llaman la huella del abandono. No sé si sabes a qué me refiero —añadió como si pensara en voz alta—: Se fue sin despedirse, sin ninguna explicación. Ni una nota, ni un beso. ¡Nada! Oí muchas conversaciones y me pasé todo el verano esperándola. Salía de casa nada más levantarme y me plantaba en medio del camino para ver si llegaba. Las sombras a contraluz me confundían y, cada vez que una silueta se recortaba contra el cielo, el corazón me daba un vuelco. La noche no era más amable. Tenía pesadillas, me despertaba llorando... Necesito saberlo, Margot: ¿nunca te habló de mí? —No. Lo siento —respondió la joven con un hilo de voz. —¡Da igual! Sus motivos tendría para no hacerlo. Yo, en cambio, guardo recuerdos muy vivos de aquella época. Mi madre tardó mucho en recuperarse —replicó Melodie, como si buscara la mejor manera de reconducir la conversación hacia la dirección que más le interesaba. Sin embargo, Margot era gato viejo y no estaba dispuesta a dejarse arrastrar por su juego. Como empezaba a ponerse nerviosa, decidió tomar la palabra. —A medida que te haces mayor las cosas se complican... Quizá nunca sabremos los motivos que la llevaron a actuar de forma tan extraña. No obstante, lo principal es que gracias a tu madre hemos podido conocernos. —Ella nunca abandonó la idea de encontrar a su hermana. Cuando el tío Demezière le hizo saber su delicado estado de salud, lo dejó todo para ir a verla. ¡Lástima que apenas pudieron recuperar el tiempo perdido! —No nos pongamos tristes, Melodie. Ella no lo habría querido. ¡No sabes cuánto te agradezco que te hayas ofrecido a enseñarme la fábrica! Tengo mucha curiosidad por conocer todo el proceso de elaboración de la porcelana. Aún sé muy poco de ello, pero me parece casi mágico. —¿Mágico, dices? Yo no usaría exactamente esta palabra. Mi abuelo... bueno, quizá tendría que decir nuestro abuelo, tenía dieciocho años cuando se descubrieron los yacimientos de caolín de Saint-Yrieix-la-Perche. Se dejó la vida extrayendo aquellas rocas graníticas que reducían a polvo, carreteando la arcilla... Imagino que de esto tampoco sabes nada, ¿verdad? Ante el silencio de su prima, la joven prosiguió: —Murió demasiado joven, con los pulmones plagados de tuberosidades y la piel reseca de trabajar en el horno doce horas diarias, a una temperatura que sin duda supera la del mismo infierno. Pero cumplió su sueño. Melodie hizo una pausa en el relato y, templando la voz, dijo con orgullo: —Fundó la fábrica y preparó a mi padre para que se hiciera cargo de ella. Aquí donde la ves, lleva treinta y siete años en funcionamiento. Sangre, sudor y lágrimas ha costado llegar donde estamos. ¡Pero familias enteras se han ganado aquí el pan! —exclamó la joven mientras recorría con la mirada aquellas paredes que las rodeaban—: ¡Si ahora lo pudiera ver estaría muy orgulloso! Las dos mujeres siguieron conversando mientras recorrían los distintos espacios. Melodie saludaba a los trabajadores y hablaba con los encargados, pero en ningún caso presentó a su prima, quien sonreía siempre dos pasos por detrás de ella. Al llegar a la gran sala donde se llevaba a cabo el proceso de decoración de la porcelana, Margot abrió unos ojos como platos. Aquel espacio, mucho más luminoso que el resto, se mostraba rebosante de recipientes, pinceles, espátulas y otros enseres cuidadosamente ordenados y distribuidos en distintos anaqueles. Unas etiquetas ligeramente amarillentas se adherían a cada bidón y a los pocillos informando de su contenido. Las letras estaban escritas con tinta negra y una caligrafía perfecta. Margot leyó aquellas palabras con dificultad. —Son nombres extraños y difíciles de pronunciar, ya lo sé. Corresponden a los pigmentos que se usan para la decoración —explicó Melodie—. Se obtienen a partir de óxidos metálicos calcinados. Se ha tardado muchos años en encontrar estas fórmulas. Yo he crecido viendo cómo mi padre mezclaba hierro con otros minerales y arcillas, haciendo pruebas para conseguir nuevos matices de colores. Margot escuchaba con atención, intentando que ningún detalle importante se le pasara por alto, mientras miraba de reojo a aquellos hombres y mujeres que, según su prima, se contaban entre los mejores profesionales del país. Como no podía ser de otro modo, comprobó a contraluz la transparencia de la porcelana y admiró las piezas acabadas. —Coge una —le ofreció Melodie, viendo cómo miraba unas cajitas cuya tapa estaba decorada con flores malvas y que tenían un festón dorado ribeteando los contornos. —¿Puedo? —¡Pues claro! ¡El inicio de la fabricación de estas cajitas, y su éxito posterior, tiene que ver con Madame de Pompadour! —¿Madame de Pompadour? La marquesa y... —preguntó Margot, que había aprendido mucho del mundo de la nobleza durante los años en casa de Juliette. —Y amante real de Su Majestad Luis XV, sí. —¿Cómo fue eso? —Las encargaba para regalarlas a sus amistades. A las damas les gustaban mucho y en aquella época ya se hacían en diferentes modelos y medidas. Las más alargadas servían para guardar dedales y tijeras de bordar; en las pequeñas se ponían sortijas, pendientes y broches; y en las redondas, el maquillaje de las cortesanas. Pero había unas muy especiales. Unas que tenían un uso muy curioso. Margot ni siquiera parpadeó mientras aguardaba aquella información servida con tanto misterio. Durante unos instantes las dos mujeres se miraron fijamente. Una sensación de vértigo, como un presagio de lo que iba a suceder de forma inminente, se apoderó de la hija postiza de Babette. Melodie no estaba dispuesta a ponérselo fácil y guardó silencio unos segundos más. Después, cumpliendo las indicaciones de su jefa, una de las empleadas se unió a ellas y tomó el relevo del relato. La mujer llevaba una bandeja de apenas un palmo, en la que portaba una única cajita. —Tal y como le explicaba madame Turgot, el destino de algunas de estas cajas era muy particular, puesto que se usaban como estuches para enviar mensajes. —Una manera discreta de concertar una cita, ¿verdad? —preguntó Melodie con voz juguetona—: De hecho, por ese uso se las denominaba rendez-vous. Aunque sin duda también podían contener noticias menos agradables, de despedidas... Margot se preguntaba adónde quería ir a parar. Justo entonces, mientras arqueaba las cejas con gesto adusto, la trabajadora le hizo ofrenda del contenido de la bandeja. La joven vaciló un instante y buscó la aprobación de su prima. Al recibirla, cogió la cajita con cierta desconfianza y, siguiendo su intuición, no la abrió. El corazón le palpitaba inesperadamente en las sienes. —Gracias. Es preciosa —agradeció de forma apresurada, antes de depositarla con cuidado en el fondo del bolso que llevaba colgado del brazo. Las dos primas invirtieron menos tiempo en recorrer el camino de vuelta. Durante el trayecto solo intercambiaron algún comentario intrascendente sobre el tiempo. Una vez en casa, Margot le dijo a la sirvienta que estaba ligeramente indispuesta y que se iba a la cama. Ya en su habitación, examinó más de cerca la cajita. Un cierre en forma de hoja la mantenía cerrada. No hizo ademán de abrirla, todavía. Algo le decía que una vez que lo hiciera, las consecuencias serían irreversibles. Se quitó la ropa, se puso el camisón y se cepilló el cabello a conciencia. Aquella melena era demasiado larga para su gusto e indomable como ella. El cielo se apagaba despacio cuando Margot encendió la lámpara de aceite. Con gesto cuidadoso movió la hoja dorada que sellaba la caja y extrajo del interior un papelito enrollado... Lo sé todo. Incluso lo que tú ignoras. Se acabaron las mentiras. Te espero en el lugar donde te vi por primera vez. Aunque por entonces eras demasiado pequeña para que lo recuerdes. A las seis de la mañana en el pozo. ¡OJALÁ ME ESCUCHARAS! París, primavera de 1834 Los dos hombres atravesaron con paso lento la puerta principal de la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs. La demora se debía a la conversación que mantenían, animada y llena de expresiones admirativas por parte de quien aparentaba más edad. El otro, en cambio, parecía no prestar mucha atención, como si le costara explicarse aquel estupor. En esos momentos solo había un pordiosero durmiendo en una de las capillas. Su presencia se repetía cada noche y, siempre que lo veía, el padre Chevalier, sacerdote y organista de Saint-Nicolas, estaba a punto de perder la paciencia que se había hecho legendaria entre sus feligreses. Era demasiado temprano para buscar consuelo bajo las bóvedas altas y espigadas, y no menos para imaginar que la fe podía suponer un refugio del ambiente gélido que reinaba en las calles de París. Sin embargo, la paz que se respiraba en la iglesia era como un bálsamo y, en cuanto entró, el hombre más joven experimentó esa reconfortante sensación. Basándose en el eco de los sonidos y de la voz de su acompañante, Louis Braille intuía las proporciones del templo y la enorme altura de las bóvedas. El sol se levantaba tímidamente, sin alcanzar todavía las casas de la ciudad, pero sí las torres y edificios más altos, que empezaban a recibir su influjo. Louis creyó que lo golpeaba la luz de la que habían hablado apenas hacía unos instantes. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que le había traicionado su imaginación, siempre desatada, y que la sensación debía de guardar relación con el calor que recibía a través de la piel del rostro. El padre Chevalier lo guio por la nave principal, feliz de haber decidido compartir el cargo de organista con aquel hombre talentoso cuya interpretación había oído un día en la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, pero también lleno de dudas, por si el ofrecimiento no acabaría añadiendo otra obligación para su cuerpo maltratado por los años. Buena prueba de ello había sido la larga caminata desde el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos y la angustia de controlar en todo momento los obstáculos que les salían al paso. Al principio, Louis había rechazado su oferta. Las clases en el Instituto y el cansancio que arrastraba, que él atribuía a un exceso de trabajo, desaconsejaban aceptar aquella nueva tarea, pero el padre se había deshecho en elogios hacia su persona y también hacia el órgano de Saint-Nicolas-des-Champs, según él construido por un hijo del gran Robert Clicquot. A pesar de sus reticencias, Louis sabía que acabaría aceptando. Se sentía apoyado por los alumnos del Instituto, quienes reconocían enseguida las bondades del método de escritura que todavía se esforzaba en perfeccionar. Incluso se habían exhibido libros con este sistema en la Exposición de Productos de la Industria Nacional de ese mismo año. Vivía un momento dulce que lo hacía más receptivo a los elogios y le ayudaba a enfrentarse a cantidades ingentes de trabajo que, por otro lado, tampoco suponían una novedad en su existencia. Después de dar cincuenta y tres pasos en compañía del padre por el interior de la iglesia, Louis sintió todavía con más fuerza la calidez del nuevo día colándose por las vidrieras de Saint-Nicolas. Alguien tosió a su derecha y percibió que la mano que lo guiaba le sujetaba con más fuerza el codo, obligándolo a apresurarse. La confianza que mostraba al recorrer las dependencias del Instituto disminuía de repente cuando se enfrentaba a espacios desconocidos. Subieron juntos por una escalera de caracol antes de pisar el entarimado que rodeaba el teclado del órgano. A Louis le pareció captar las vibraciones de los tubos, pero enseguida se dijo que no era posible, a no ser que alguien acabara de tocarlo. El padre lo ayudó con los últimos peldaños, que llevaban al asiento de madera y, una vez acomodado, Louis notó que el sacerdote le cogía las manos para colocarlas sobre las teclas. No lo hizo porque pensara que el joven era incapaz de encontrar el lugar correcto por sí mismo, sino como una invitación. Louis Braille se dejó guiar, como tributo a la experiencia del párroco. A continuación buscó los pedales y colocó los pies de la mejor manera posible. Intuía el tamaño de aquel órgano de más de cinco mil tubos, y no solo por la información que le había proporcionado el sacerdote, sino también por la dificultad de alcanzar todo el recorrido del teclado sin inclinarse en exceso. Se hacía muchas preguntas, pero la que más le inquietaba era el estado real del órgano, cuál sería su «temperamento», dado que, según el padre Chevalier, no lo tocaba con mucha frecuencia debido a sus numerosos compromisos, motivo por el que buscaba a alguien para compartir la responsabilidad. Así pues, Louis tenía la duda de si se conservaría en buen estado o si por el contrario estaría desafinado debido a la falta de uso. Era consciente de que no había dos órganos iguales, que eran como un ser vivo, una caja de sorpresas, al fin y al cabo. Cuando pulsó las primeras teclas y el aire empezó a circular por el interior de los tubos, la expresión del todavía joven profesor del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos cambió. El padre Chevalier lo notó claramente mientras, contraviniendo sus propias enseñanzas, se apoyaba en la caja y se decía que nunca había escuchado nada parecido; salvo, quizá, la vez en que el gran intérprete alemán, Caspar Ett, había tocado en Notre Dame. Pasaron unos minutos más, demasiado breves para el cura, hasta que Louis se volvió hacia su anfitrión. Este, a pesar de la emoción que lo embargaba, ansiaba conocer sus conclusiones; sobre todo, una decisión definitiva acerca de la posibilidad de convertirse en el segundo organista de Saint-Nicolas-des-Champs. —¿Qué le parece? —preguntó mientras un hormigueo le recorría las sienes. —¡Es un instrumento maravilloso! —respondió Braille y, a continuación, añadió—: Yo... No sé si estaré a la altura... —¡Será posible! ¿Cómo puede pensar eso? ¡Ha sido genial! Seguro que las vírgenes y los santos se han visto reconfortados mientras su música los rodeaba. Les hará mucho bien tenerlo en esta iglesia; mis manos ya no son tan hábiles como antes y temo que cualquier día acabaré haciendo el ridículo. —No diga eso, padre. Su fama le precede; ¡todo el mundo en París sabe quién es Antoine Chevalier! —Es demasiado amable, pero dígame, porque si no me estallará el corazón por la incertidumbre. ¿Acepta el cargo? —Lo acepto, a pesar de que quizá me precipito. Yo también tengo muchas responsabilidades que me hacen trabajar en exceso y mi método necesita una atención constante. —Sé el esfuerzo que ha hecho para difundirlo, y también que no siempre le han ayudado tanto como merecía, pero piense que un organista ciego en esta iglesia resultaría positivo para su causa. Es muy probable que alguno de los burgueses que vienen a expiar sus pecados, después de escucharlo, acepte financiarla. A veces, hace falta maravillar a nuestros críticos, hacerles ver su pequeñez. —Es usted un sacerdote muy peculiar, padre Chevalier. —No lo crea, sé muy bien que la única voz que de verdad merece ser escuchada es la de Cristo, pero vivimos en la tierra y nos relacionamos con gente que sufre, que necesita consuelo. La música proporciona ese consuelo. Sin duda, eso usted ya lo sabe. —Desde luego. Después de esta afirmación y como si pensara que en realidad era el cura quien sentía esa necesidad, Louis Braille puso de nuevo las manos sobre el teclado y tocó una nueva pieza. Los sonidos se formaron en la intimidad de los tubos y los recorrieron con la sutileza del humo de una hoguera que acariciara las ramas de los árboles. Ninguno de los dos hombres se acordó de que ya era la hora de volver al Instituto y que una docena de alumnos se quedaría sin la clase de música de su profesor favorito. Cuando el padre Chevalier cayó en la cuenta, permaneció todavía mucho rato en silencio, escuchando a su nuevo organista. Sumido en la música, Louis había perdido la noción del tiempo; solo era consciente de que dedicaba especialmente aquella pieza de Johann Sebastian Bach, uno de los preludios Kirnberger, a Margot, a quien no veía desde hacía un año. —¡Ojalá me escucharas! —dijo en voz baja, sin que su único espectador diera demasiada importancia a esas palabras. ROMPECABEZAS Limoges, primavera de 1834 Margot Demezière no pegó ojo en toda la noche. Tampoco quiso disimular las profundas ojeras que, al levantarse, descubrió en su rostro. Deliberadamente, desestimó los guantes como un elemento principal que tener en cuenta y se protegió con la capa parisiense que no había tenido oportunidad de estrenar porque hacía demasiado buen tiempo. Mucho antes de la hora prevista, Margot ya atisbaba por la ventana a la espera de que la noche se quebrara y un primer despunte de luz, por tibio que fuera, le permitiera ponerse en camino. Después de dejar una nota a su sirvienta, una chica demasiado indiscreta para su gusto, abandonó la casa en dirección al lugar convenido. Había sustituido los zapatos por los zuecos porque le permitían caminar con paso más seguro. La hierba del camino, empapada de rocío, humedecía los bajos de un vestido de colores más apagados que el verde manzana del día anterior. Y, si bien era cierto que en un principio había andado con vacilación a fin de proteger su atuendo, luego avanzó sin contemplaciones. Apenas veía, pero, lejos de desanimarla, este hecho obró en ella el efecto contrario. Pensó en su amigo Louis, en las veces que lo había reñido por no atreverse a seguirla hasta el río, y la niña que había sido le salió al encuentro, aquella criatura que andaba descalza y se sonaba las narices con los dedos, la que corría tan rápido como Canard y su pandilla para terminar los recados que le encargaba su padre y ganar tiempo para salir a jugar. El recuerdo era tan vívido que a punto estuvo de rascarse la cabeza como cuando los piojos no la dejaban vivir. En esta ocasión no fue consciente del repicar de los zuecos sobre el puente. Sin casi darse cuenta, la silueta del pozo le hizo saber que su destino estaba próximo. No quedaba más que esperar. Había tenido muchas horas para sopesar un puñado de posibilidades y todas la dejaban en la estacada. Sin embargo, el testamento era inapelable. Nada podía cambiarlo. Su nombre aparecía junto al de Melodie y cuatro primos más. Talmente como si hubiera respondido a la invocación, la joven de piel blanca y larga cabellera rubia apareció entre la bruma. —Era aquí, justamente aquí. Melodie lo dijo a modo de saludo. Tenía el brazo extendido y señalaba con el índice un muro bajo que el tiempo había cubierto de zarzas. Después, sin el resentimiento que durante años agrió noches y días de su infancia, avanzó en su relato. Como quien repasa, con la yema de los dedos, las cicatrices de antiguas heridas. —El sol ya caía y yo fui a buscar a mi madre a la fábrica. Fue la última en salir y vi que venía a mi encuentro con una sonrisa forzada en el rostro, incapaz de dejar de arrastrar los pies. Estaba agotada. Entonces decidí que le haría un buen ramo de flores para ver si se animaba un poco. Recuerdo que muy cerca de casa había cantidad de margaritas amarillas. Ella, repitiendo una letanía que de tan sabida yo ya no escuchaba, insistió en que entrara antes de que oscureciera. Sin embargo, accedió a dejarme un ratito más, no sin antes hacerme prometer que no tendría que ir a buscarme. Ya casi daba por acabado mi propósito cuando oí una especie de maullido quejumbroso y volví la cabeza hacia el camino. Melodie iba acompañando con gestos cada una de sus palabras, buscaba localizaciones y daba paso a sentimientos procedentes del pasado. Margot seguía en silencio. El corazón le palpitaba en las sienes y ya no sentía frío, pero ello no se debía a que el sol ya asomara por encima de los cerros. Su máxima prioridad era rescatar los elementos necesarios para construir la totalidad de aquel rompecabezas y dotarlo de sentido. —Eras tú, Margot. Eras tú, pero yo todavía no lo sabía. Anduve unos pasos en la dirección que consideraba correcta, pero me detuve al oír los bufidos de un caballo y me escondí detrás de este muro. Sí, este mismo —dijo Melodie al ver que su prima ponía cara de extrañeza—: Entonces me parecía un bastión, tenía siete años. El animal, que llevaba un par de alforjas sobre la grupa, iba guiado por un hombre. Me fue imposible verle el rostro, que ocultaba hábilmente bajo una capucha. De hecho, hasta que no le descubrí el fusil sujeto con el correaje, pensé que se trataba de un monje. Protegía algo entre sus brazos, algo que se movía. Pensé que se trataba de un cachorro. El hombre miró a ambos lados y, después de atar el caballo a un árbol, te liberó de las ropas que te aprisionaban. Melodie miró a Margot con cierta ternura antes de continuar... —Estuve a punto de chillar, asustada al ver que te depositaba dentro del cubo del pozo, que estaba cegado hacía tiempo y tenía poca profundidad; que te ataba y soltaba cuerda, todo con mucho cuidado. No parecía querer hacerte daño. Al cabo de unos segundos, tu llanto se intensificó y te devolvió a la superficie a toda prisa. Te daba golpecitos en la espalda con gesto torpe sin conseguir tranquilizarte. Entonces se sacó algo del bolsillo y te lo puso en la boca. Durante la tregua, observó a su alrededor, como si buscara un escondrijo seguro. Me pareció que te cuchicheaba algo, pero no sabría decirte qué. Lo seguí de lejos mientras se dirigía a un viejo almacén en ruinas, donde antiguamente se guardaba la leña destinada a alimentar el gran horno. Salió enseguida sin ti. ¿De verdad no sabes nada de todo esto? La pregunta de Melodie suponía un último intento de hacerla confesar, pero la perplejidad de Margot hizo innecesaria la respuesta. —Continúa, por favor —dijo ella a media voz mientras se esforzaba por tragarse las lágrimas que le enturbiaban la vista. —El hombre corrió hacia el pueblo. Yo tendría que haber hecho lo mismo, pero me pudo la curiosidad. Necesitaba saber qué había hecho con el bebé. Cuando creí que estaba lo bastante lejos para no descubrirme, empecé a buscarte. No las tenía todas conmigo; las piernas me flaqueaban. Rezaba para que no te hubiera sucedido nada malo. Y, cuando por fin me pareció oír tu lamento, seguí el rastro. Te encontré dentro de un bidón, al fondo de un pasillo en ruinas. Apenas podías levantar la cabeza, pero cuando se cruzaron nuestras miradas me dejaste cautivada. Margot dejó escapar un llanto silencioso que secaba, de vez en cuando, con las mangas del vestido. Ni siquiera hizo ademán de sacar del bolso el pañuelo de hilo. Era inútil fingir ser quien no era. Inútil y sumamente agotador. No tenía fuerzas para imposturas. —Fue nuestro primer encuentro y... hasta ahora. —Pero ¿qué sucedió después? ¿Cómo fue? —suplicó Margot. Melodie dudó. Podía seguir contando la historia de cabo a rabo o abreviar e ir directamente al resultado de todo ello. Aquella regresión en el tiempo tampoco le resultaba fácil, ¡había dedicado muchos años a olvidar! Sin embargo, de repente, los ojos oscuros y llorosos de Margot adquirieron la misma expresión de perro abandonado que la niña del fondo del bidón, que apenas se mantenía en pie. —Tuve que subirme encima de una caja para llegar a acariciarte el cabello. Lo había intentado antes en dos ocasiones, pero las maderas estaban medio podridas y habían cedido. El resultado había sido una gran polvareda que nos hizo toser a las dos. También me hice una buena herida en la pierna por culpa de un clavo oxidado. Con el estrépito te asustaste y empezaste a llorar con todas tus fuerzas. Yo estaba desbordada, no sabía qué hacer. Te dije que no te movieras, ¡como si pudieras hacerlo! Melodie levantó la voz mientras meneaba la cabeza de un lado a otro... —Y, cojeando, me dispuse a desandar el camino. Necesitaba ayuda. Las dos la necesitábamos. Lo cierto es que no conseguí llegar muy lejos. Unas voces se acercaban. Recuerdo que pensé que aquello no podía estar pasando, que en cualquier momento me despertaría de aquella pesadilla. Entonces me di cuenta de que tía Babette acompañaba al encapuchado y el corazón me dio un vuelco. Habría salido de mi escondrijo para lanzarme a sus brazos, pero al verlo a él me quedé perpleja. —¿Era Demezière? —Sí, era el tío, pero estaba cambiado. Llevaba una barba espesa y descuidada, el cabello más largo y tenía la piel pegada a los huesos. —No te entiendo. ¿Qué tenía de extraño que Babette anduviera junto a su marido? —El tío había marchado a servir al país, era un soldado. ¡Libraban una batalla más allá de los Pirineos y desertó! ¿Tienes idea de cómo acaban los desertores? Era otra pregunta para la cual Melodie no esperaba respuesta. La escrutó con la mirada, llena de horror y súplica, pero prosiguió su historia... —Claro que lo sabes. Todo el mundo lo sabe, y por eso los tíos discutieron. Babette le reprochaba lo que había hecho, le decía que era una temeridad, que si lo pillaban lo fusilarían y ella moriría de pena y deshonor. Pero el tío Demezière, por toda respuesta, la condujo hasta el escondrijo donde te había dejado. Entonces la tía te tomó entre sus brazos y callaste al instante. Todavía no sé por qué no salí de mi escondite. Fue como si, de repente, hubiera entendido que la había perdido para siempre. Permanecí inmóvil mirándote, paralizada. Había oído comentarios sobre que la tía Babette no podía tener hijos y ella siempre decía que yo era su princesa. Escuché que el tío le explicaba que te había encontrado dentro de una casa y que eras la única superviviente. Que llorabas de frío y de hambre, cubierta de la sangre de tus propios padres y hermanos. La tía, enternecida, te besó en la frente y te estrechó con fuerza contra su pecho. —¡Eso no es cierto! ¡Demezière es un mentiroso! ¡Fue él quien mató a mi madre, a la mujer que, muy lejos de aquí, me trajo al mundo! ¡Todo fue culpa suya! ¡Él fue el verdugo! Me lo confesó la misma Babette, justo antes de cerrar los ojos. —Eso nunca lo sabremos a ciencia cierta —intervino Melodie. —¡No me cabe la menor duda! ¿Qué motivo podía tener para mentirme? ¡Ninguno! ¡Ni uno solo! Su obsesión era que perdonara a quien se había hecho pasar por mi padre toda la vida. ¿Cómo podía pedirme algo así? ¡No tenía ningún derecho! Margot y Melodie se volvieron a mirar con los ojos llenos de lágrimas, tal y como habían hecho veintiséis años atrás. La tensión entre ellas ya no era la misma. Las circunstancias habían sido muy diferentes, pero se encontraron en el dolor. Sin necesidad de articular palabra, se sentaron la una junto a la otra. Con un tono por instantes de confidencia, Melodie siguió relatándole el desenlace de aquel episodio. Que Babette había ido al pueblo para recoger lo que cabía en una maleta y que al caer la noche los tres se fugaron. —¿Por qué no hiciste nada para detenerla? —No sabría decírtelo... De hecho, todo se resolvió en poco tiempo. En algún momento lo intenté, pero el dolor de la pierna no me lo permitió. Perdía mucha sangre, estaba mareada. Podría haber llamado pidiendo ayuda, pero tenía el corazón seco. Solo después, cuando el caballo quedó reducido a una silueta que se empequeñecía con rapidez, grité con todas mis fuerzas. Albert, mi hermano mayor, me encontró sollozando, hecha un guiñapo. Se asustó mucho, pensaba que deliraba. Había salido a buscarme por encargo de nuestra madre. —¿Y no se lo contaste a ella? —¡Claro que sí! Entonces me habló de las mentiras piadosas, del riesgo que corrían si alguien los descubría y los denunciaba a las autoridades. Insistió mucho en que aquel sería nuestro secreto y, desde entonces, antes de dormir, rogábamos por la suerte de los huidos. Mi madre se encargó de hacer correr la voz de que su hermana se había ido a servir interna en casa de una familia adinerada de París. Sin embargo, en el fondo yo sabía que esperaba su retorno, que este pensamiento la acompañó durante mucho tiempo. Por todo eso, cuando Demezière le escribió haciéndole saber que en cuestión de días la muerte se llevaría a Babette, mi madre se marchó tan rápido como pudo. Su última voluntad fue que te cediera la parte de la herencia que le correspondía. —¡Pero de eso hace quince años! —No encontró la manera. No había ningún documento legal al que acogerse... —Tu madre intentó hablar conmigo en un par de ocasiones, pero yo no quise saber nada. Estaba confundida, llena de rabia... —reconoció Margot. —El resto ya la sabes. He necesitado tiempo para asimilarlo, pero la herencia es tuya. —¡Tú no ignoras que todo era una farsa, Melodie! Sabes que yo... —Yo sé qué le prometí a mi madre. Sé cuánto le importaba que las cosas se hicieran como había dispuesto en el testamento. Por mucho que mi decisión sea firme y que ya lleves un tiempo viviendo en Limoges, era necesario que habláramos. —No sé qué decirte —cuchicheó Margot bajando los ojos. —Hazte merecedora de él. —¿Cómo dices? —Tendremos tiempo para conocernos mejor, pero hazlo por ellas, hazte merecedora del testamento. El sol ya estaba muy alto cuando las dos mujeres volvieron juntas al pueblo. Unos vecinos que las vieron pasar comentaron que, a pesar de ser tan diferentes, conservaban un aire de familia. Ellas sonrieron al oírlo. LOS TRABAJOS DE BRAILLE París, junio de 1834 Louis Braille nunca se había imaginado que echaría de menos a un personaje como el conserje Demezière. Dos años después de su muerte, la ausencia de aquel hombre resultaba evidente en el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos. No olvidaba su moralidad más que dudosa ni las palabras que había dedicado a Margot aquel lejano día en que él la buscaba con desesperación. Tampoco que había sido cómplice de las actividades ilegales del anterior director, el doctor Guillié. A pesar de estos recuerdos, debía admitir que en vida de Demezière el Instituto mantenía cierto orden, que era una de esas piezas del engranaje a la que nunca se presta mayor atención y que, al final, acaba revelándose fundamental para la maquinaria entera. Él devolvía a su sitio todo lo que los residentes dejaban a su suerte y se esforzaba para hacer cumplir los horarios. Los profesores también se sentían un poco huérfanos desde la muerte del conserje. La solución del doctor Pignier había sido contratar a dos mujeres, Maggy y Victoire, para que se ocuparan de la cocina y de las tareas de limpieza. Las comidas mejoraron mucho; estaban acostumbradas a cuidar de una comunidad de religiosas en el Rosellón y hacían maravillas pese a la escasez de recursos, pero el mantenimiento del edificio había quedado huérfano. Solo Tor se encargaba a veces de arreglar los desperfectos, cuando las numerosas tareas que le imponía su conciencia le dejaban algo de tiempo libre. Entre las clases, su actividad como organista y la profundización en su método, Louis apenas tenía tiempo material para nada más; sobre todo desde que se había propuesto traducir Antony, una pieza teatral que había tenido el privilegio de escuchar tres años atrás. La audición había conectado con su espíritu melancólico, acentuado en exceso debido a lo que consideraba una relación frustrada con Margot. La obra de Alexandre Dumas ponía en escena la vida de Antony, un bastardo que, al cabo de muchos años, se reencontraba con Adèle, a quien había amado con locura. Aunque Louis se resistiera a reconocerlo, el argumento hacía tambalear sus convicciones y malograba todos los esfuerzos de centrarse únicamente en su trabajo. Convencido de que debía dar a conocer aquella historia como fuente de esperanza, había conseguido la colaboración de Tor para trasladarla al sistema de puntos. Tras meses de trabajo, cuatro de los cinco actos ya se podían leer con pulcritud, pero Louis nunca estaba satisfecho del todo y dudaba de si monsieur Tor se había saltado párrafos en su lectura para poner punto final de una vez por todas a aquella pesada tarea. —¡Si lo hace, no se lo perdonaré! —decía sin poder advertir la sonrisa burlona y enigmática de quien había acabado siendo su compañero de docencia más estimado. —¡Por el amor de Dios, Louis! Cómo puedes pensar que yo... —Y aquel fragmento en que Adèle... —volvía a insistir, a pesar de no recordar muy bien el episodio. —¿En serio que Pignier te ha dado permiso para que los alumnos lean esta obra? —No será necesario que le pregunte dos veces, ¿verdad que no? Monsieur Tor negaba con la cabeza, aparentemente preocupado, pero por otro lado satisfecho. Aquel niño un poco asustadizo que había llegado hacía años el Instituto se había convertido en un joven capaz y responsable que, además, también sabía desenvolverse por los caminos tortuosos del día a día. A pesar de ello, le preocupaba la inclinación de Louis a la soledad, su incapacidad de construirse una vida más allá del edificio de la rue Saint-Victor. ¿Qué deseaba en su interior Louis Braille? Él había contribuido significativamente a su formación, pero se sentía incapaz de responder a esta pregunta. De repente recordó cómo se había esforzado el joven por seguir el rastro de Margot durante los primeros años, hasta que ella decidió que nunca sería la sustituta de Babette. Todos conocían también la amistad con Gabriel Gauthier, pero Tor sabía que últimamente sus contactos eran esporádicos. Solo quedaba él y, a veces, aunque solo fuera por el aprecio que le profesaba, temía haberse convertido en su particular muleta. El marido de su hermana había muerto y ella necesitaba ayuda con los trabajos del campo, sobre todo en tiempo de siega. Cuando había invitado a Louis a que lo acompañara para visitarla y pasar unos días juntos, el joven apenas había salido de la casa. Había acudido gustoso, eso sí, pero tampoco allí lo veía disfrutar de las oportunidades que le ofrecía un espacio más cómodo y acogedor. Los ratos de conversación bajo el cobertizo, al caer el sol, eran los más deliciosos. Louis escuchaba a Chloé con admiración. Nunca había olvidado el regalo de confianza que le había hecho Tor al contarle la historia de su vida. Durante mucho tiempo, Louis tuvo pesadillas con el episodio del derrumbe de la casa de los Signoret. No obstante, en esos sueños había una diferencia significativa: Tor no aparecía en ellos. Él ocupaba su lugar y cogía la mano de Chloé. Los dos temblaban sobre los peldaños de aquella escalera que conducía al vacío. También era él quien se orinaba encima, como le había ocurrido aquel aciago día en Coupvray, y del mismo modo que, sin poder evitarlo ni explicarse los motivos, había sucedido en incontables noches durante las cuales mojaba las sábanas y dormía en el suelo, poniéndolas a ventilar para que no lo descubrieran. Las pesadillas todavía lo visitaban alguna que otra noche y el terror tenía como motivo principal los cuerpos de los cadáveres, cuya acumulación había causado que acabara cediendo el muro del almacén de la familia. En aquel infierno monsieur Sanson, el verdugo al que Pierre aseguraba conocer, volvía a decapitar de forma chapucera a los condenados y las cabezas quedaban colgando, oscilando sobre el precipicio. Algunas de ellas, prácticamente separadas del cuerpo, todavía abrían o cerraban los ojos con contracciones que causaban pavor y les hacían chillar de nuevo, a él y a Chloé. —Me preguntaba si eres feliz —dijo finalmente Tor rompiendo el silencio que acompañaba a menudo la ardua tarea de la traducción—: Durante estos últimos años apenas has salido del edificio; incluso tus estancias en Coupvray son cada vez más cortas. —La felicidad, una vez más —respondió Louis, no menos pensativo—: Me haría feliz que se otorgara rango de oficialidad al método de puntos, así se extendería como una mancha de aceite, pero cada día que pasa me parece más difícil. Los intereses personales quedan por encima de los intereses de los alumnos, que son los que tendrían que prevalecer. —Pero los alumnos no lo son todo. Un hombre necesita otras cosas en la vida, una mujer, hijos... El tiempo que nos ha sido otorgado es corto y deberíamos aprovecharlo. —¡No lo dirá por usted! Aparte de estas salidas al campo, siempre está en el Instituto, al servicio de todo aquel que lo necesite. Pero no se lo tome como una ofensa. —¡Ay, Louis! Eres terrible. He conocido a pocas personas tan hábiles como tú en girar la tortilla a su antojo. Mientras monsieur Tor se mordía la lengua después de entender que no sacaría nada en claro, Braille le exigió que continuara leyendo. Parecía que el cansancio nunca era algo que tener en cuenta cuando el propósito era trabajar. —No sé si puedo continuar. Mi vista ya no es la que era. Louis alzó los brazos en señal de rendición y desplegó una sonrisa radiante. —¿Qué haré cuando no esté, amigo? Porque algún día dejará el Instituto para instalarse en el campo, con Chloé. Hace meses que tengo ese presentimiento. —Tendrías que hacer lo mismo, si no quieres acabar tísico entre estas cuatro paredes. Hay alumnos que ya han desarrollado la enfermedad, algunos en grado extremo, y las ayudas que nos prometieron no llegan nunca, al menos no en cantidad suficiente para cambiar las cosas. —¿La tisis, dice? Creo que el Señor tiene mejores cosas que hacer en vez de lastrar a un pobre ciego con esas penurias. Además, la enfermedad siempre rehúye el trabajo, y yo estoy demasiado ocupado como para que le interese perseguirme. —¡Eso suena a pecado de soberbia! —respondió Tor mientras cogía la mano de Louis y la acercaba hasta su boca, como hacía cuando era un muchacho para que notara que lucía una ancha sonrisa. —¿Permitirá a este humilde copista que dedique un rato a sus aficiones? —dijo Braille de buen humor. —¿Todavía trabajas en tu historia de Francia? ¡Es una tarea monumental! ¿Por qué no te tomas un descanso? —Ya llegará el día en que tenga que descansar, lo quiera o no. Mientras tanto, ¡hay tanto por hacer! Monsieur Tor abandonó la biblioteca preocupado. La estancia destilaba humedad, igual que hacía treinta años, pero Louis Braille no la notaba, ni estaba dispuesto a parar. Se dijo que estaba obcecado, que exageraba en el desempeño de sus obligaciones, pero en el fondo de su corazón lo admiraba y siempre que le era posible defendía su comportamiento. Pignier, como director del Instituto, le apoyaba, confiaba en su inteligencia y sabía que eran testigos de una gran revolución que ya no tenía vuelta atrás. Observaba a los alumnos y se daba cuenta de cómo habían incorporado los puntos de Braille a su vida, de manera natural, lejos de la artificiosidad de repasar signos que los videntes captaban sin esfuerzo. En el fondo, el verdadero problema de su sistema de lectura radicaba en la inseguridad de quienes no eran partícipes del mismo, en el miedo a perder el estatus de seres superiores. ENCUENTRO EN PRIMAVERA París, primavera de 1835 Louis disfrutaba con el transcurrir monótono de las jornadas en el Instituto. El hecho de que los días pasaran sin contratiempos facilitaba que dispusiera de tiempo libre para dedicarlo a sus estudios. La llegada de una nueva primavera tampoco había conseguido que se interesara por lo que acontecía más allá de la rue Saint-Victor. Habría querido que la vida se desarrollara siempre en esa época del año. Una visita le hizo abandonar la biblioteca durante unos instantes, a pesar del enojo que le provocaba. Maggy había salido de la cocina de malas maneras para hacerle saber, alterada, que una persona exigía verlo sin demora. —¿Una persona? —¡Ay, monsieur Braille! Por su aspecto se diría que es toda una madame, pero no sé... Hay algo... ¿Qué puede querer de usted? Yo no me fiaría mucho. —El hábito no hace al monje, como bien deberías saber. —Pero... Louis dejó atrás a Maggy, con sus dudas. En el Instituto todos se habían dado cuenta de que, en ocasiones, la sinceridad de Braille rayaba en el desprecio. Louis pensó que la visita debía de ser la madre de algún alumno nuevo. Entonces oyó la voz de la muchacha desde lo alto de las escaleras... —Está en la calle —dijo—. No ha querido entrar. Ya se lo he dicho, es una finolis. Sin prestar más atención a aquellas palabras, Louis se guio por el ruido intenso procedente del exterior para acercarse a la puerta principal. —Ya pensaba que no vendrías o que no te habían dado el recado. —¡Margot! ¡No me lo puedo creer! ¿No estabas en Limoges? —Tenía asuntos en París. —Benditos sean tus asuntos. ¿Puedo considerarme uno de ellos? —¡Siempre tan ocurrente! ¿Cómo debía de ser esta nueva Margot que la criada la había tomado por toda una madame? Antes, cuando los dos vivían en el Instituto, él le pedía a menudo que le dejara tocarle la cara y, muy de vez en cuando, descubría alguna característica nueva, como que en sus mejillas se habían suavizado los hoyuelos, o que había aparecido un surco nuevo en su frente. Ella adivinó sus pensamientos. —¡Hazlo! Dime qué huellas han dejado estos dos años sobre mi piel. —A Maggy la has dejado impresionada —respondió Louis mientras le iba repasando el rostro—. No nos habíamos visto desde que abandonaste la casa de Gabriel para ir a Limoges. —Parece una buena pieza, la tal Maggy —comentó Margot, que prefirió no entrar en el terreno de la nostalgia. —Puede ser, pero nos es de gran ayuda. Mientras lo escuchaba, Margot retuvo la palma del amigo en su mejilla. Él aceptó el gesto y cerró los ojos. Después le tocó el cabello, su olor ya no le recordaba la flor del jazmín. Un lejano día le había explicado que Canard había descubierto esa planta en una casa principal del boulevard Saint-Michel y, desde entonces, robaba sus flores para que ella las pusiera a macerar en alcohol e hiciera un perfume. Ahora el aroma que desprendía era agradable, pero tenía un punto ácido que no le resultaba familiar. —Supongo que hoy puedes salir del edificio. A no ser que te toque acompañar a los alumnos al Jardin des Plantes... —Ya no hacemos ese recorrido. Andamos cortos de ángeles de la guarda —respondió Louis con una sonrisa burlona en los labios, recordando la vez en que Margot lo había ayudado, después de que la cadena de alumnos cayera debido a la torpeza de Joseph. A veces echaba de menos aquella primera época, a pesar de las dificultades que había tenido que soportar. ¿Le daba demasiada importancia al pasado? Habían ocurrido muchas cosas desde entonces y, sobre todo, él había luchado con todas sus fuerzas para que aceptaran su método. Sin embargo, Margot no le dio tregua. La tendencia natural de Louis a la languidez se vio superada por los deseos de la amiga reencontrada. —¿Qué me dices? ¿Vamos hasta el río, como en los viejos tiempos? Louis tuvo la sensación de que no habían transcurrido los años. Sin abandonar la sonrisa le indicó con un gesto que lo esperara y, acto seguido, entró en el Instituto para cambiarse las alpargatas roídas y coger el abrigo nuevo que le había hecho llegar su madre. Andar junto a Margot siempre le había llenado de orgullo. Era cierto que el quinto distrito había cambiado. Las calles ya no estaban tan sucias y algunas casas de nueva construcción iban renovando el barrio. Los grandes bulevares se extendían por París, sobre todo por el margen derecho del Sena, y marcaban de forma incluso más patente la división de clases. Los años de la Revolución se habían convertido en un espejismo y el rey Luis Felipe, con sus decisiones, favorecía cada vez más el auge de la burguesía. Anduvieron en dirección al río casi sin hablar, como si hubiera demasiadas cosas no dichas y les resultara difícil ponerse al día. Ella aceptaba de buen grado la mano en el hombro, feliz de sentir una vez más la proximidad de su querido Louis. Y él se había adaptado enseguida al andar un tanto apresurado de Margot. Era como si a mitad de abril los cuerpos se volvieran más esbeltos, las piedras centenarias más claras, la ciudad más alegre. Louis Braille intuía la vida que tan a menudo se negaba, encerrado entre las cuatro paredes del edificio de la rue Saint-Victor. También iba acostumbrándose al nuevo olor de Margot y le gustaban sus comentarios pícaros sobre las personas con las que se iban cruzando. La ironía siempre estaba presente en las observaciones de su amiga, a pesar de que, según Louis iba deduciendo, también ella podría haber sido el blanco de algunas de las burlas que prodigaba. Anduvieron tanto tiempo que Louis perdió el sentido de la orientación y se entregó sin reservas a las propuestas de su amiga. Margot seguía hablando para ponerlo al día. —Limoges te gustaría. La vida es más fácil y la ciudad resulta más asequible. Por otro lado, después de algunos contratiempos, he encontrado algo parecido a la paz. —Supongo que fue muy duro perder a tu marido tan pronto y, después, hacerte cargo de la madre de Gabriel. —Fueron muy amables y considerados. Cuando ya me veía en la calle, ellos se convirtieron en mi familia. ¡A veces pienso que he vivido tantas vidas! —Y yo tan poca... —cuchicheó él. Margot se inclinó hacia Louis y acabó rozándole la mano con la mejilla. Él se estremeció por la sorpresa. —¿Por qué no vienes conmigo a Limoges, Louis? —¿Cómo? ¿Quieres cuidarme, como cuando éramos niños? —Ya no eres tan joven, ni yo tampoco. Pero, sinceramente, creo que te sentirías muy bien allí. ¡También tenemos un río! Es una casa muy espaciosa y huele bien. Tendrías un despacho para ti solo, donde poder llevar a cabo tus trabajos, sin la obligación de dar clases cada día. ¡Dime que sí, por favor! Te compraría un piano y seguro que encontramos algún ciego para que le enseñes. —No es eso, Margot. Ya tengo un despacho en el Instituto y... —Ya me lo imagino —interrumpió Margot con cierto enojo—: Debe de ser un rincón oscuro y húmedo, donde en invierno te salen sabañones en los dedos y en verano pululan las ratas comiéndose los papeles que encuentran a su paso. —Qué exagerada eres. Es mi despacho, me lo he ganado con el trabajo de todos estos años. Además, Margot, me gusta enseñar, pocas cosas me hacen tan feliz como eso. —¡Lo entiendo, pero seguro que también hay ciegos en Limoges y alrededores! Tengo dinero y podríamos montar una pequeña escuela. Podrías dedicarte a tus dos pasiones: la enseñanza y seguir investigando y traduciendo. Esta vez el silencio de Braille fue lo bastante elocuente y Margot concluyó: —Pensaba que te gustaría venir conmigo, que te parecería buena idea. —Siempre es un placer estar contigo, Margot, pero ahora mismo vivimos en realidades diferentes. Tendrías que haber seguido con Gabriel... —¡Qué dices! Nunca he estado con Gabriel, Louis. Fue un refugio temporal y punto. Habían cruzado el río por el puente de Notre Dame y la mole de la catedral se aparecía ante sus ojos como una especie de paraíso capaz de alcanzar el cielo. Ella disimulaba su decepción mirando el curso rápido de las aguas después de las últimas lluvias. Se oían las voces de las floristas que intentaban vender los ramos a mitad de precio; los carruajes trasladaban a sus ocupantes con las cortinas corridas. Louis fue consciente de que quizás había ido demasiado lejos, que su amiga no merecía que rechazara su propuesta, pero por fin pensaba que había encontrado su lugar en el mundo. —Creo que se nos ha hecho tarde, deberíamos ir pensando en volver —dijo con aparente normalidad—. Tengo una clase a la que no puedo faltar. Margot apartó la mirada de las aguas del Sena y lo ayudó a dar media vuelta. Si hubiera obedecido a sus impulsos, lo habría dejado solo en medio de los callejones que rodeaban la catedral, pero no podía permitírselo. Aquella niña medio asilvestrada que nunca la abandonaría del todo tenía que continuar encerrada a cal y canto. Una verdadera madame debía ser capaz de controlar el arrebato y mantener las formas. Tan solo se le escapó un bufido por entre los labios perfectamente maquillados. Después, templando la voz, respondió: —Vamos, pues, querido. UNA PESADILLA QUE VIENE DE LEJOS París, verano de 1835 Un gusto metálico, ferruginoso, inequívoco, hizo empalidecer a Louis Braille y lo dejó temblando. Estaba sentado en el lado de la cama, con los pies desnudos sobre el suelo de su dormitorio en el Instituto. Hasta entonces, por terquedad, había hecho caso omiso de los escalofríos nocturnos y los bruscos ataques de tos que, cada vez con más frecuencia, le obligaban a interrumpir una clase o a apartar los dedos de la lectura para cubrirse la boca. Tal y como le había hecho notar el doctor Pignier, últimamente los pantalones le quedaban más holgados de lo habitual, pero nunca había tenido demasiado apetito, y demasiadas cosas ocupaban sus pensamientos como para darle importancia. En la soledad de su habitación, Louis Braille se palpó el rostro en busca del líquido que le goteaba por la comisura de los labios. Atónito, se dijo que sus sospechas eran infundadas; aquello no podía suceder, era imposible. Después, procuró por todos los medios borrar el rastro tibio, que adivinaba conspicuo. Con la respiración acelerada, se acercó los dedos a la nariz y el olor a sangre lo trastornó. Sin atreverse a ponerse en pie, se palpó el camisón. No parecía nada importante, se dijo, pero de todos modos repitió la operación para asegurarse de que las sábanas no evidenciaran lo que, en ese momento, quería que fuera un secreto. Sabía que era una quimera, pues nunca podría estar seguro de que nadie se había dado cuenta. —¡Es un resfriado mal curado! —exclamó en voz alta para dar más veracidad a aquel pensamiento que necesitaba creer como fuese. ¡Tenía muchos quehaceres y grandes proyectos a la vista! Apenas había empezado a trabajar en una petición muy especial que le había hecho Henry Hayter, hijo de un retratista contratado por la corte francesa y uno de sus alumnos más inquietos. Tenía que encontrar la manera de incorporar la w en su alfabeto, dado que era una letra muy utilizada en el idioma del chico. Por otro lado, los conciertos de órgano cada día le procuraban más satisfacciones. Además, era una experiencia muy diferente a la del piano. De alguna manera, la resonancia que conseguía con el instrumento de viento le daba la medida de todas las cosas. Cuando tocaba en Saint-Nicolas-des-Champs casi podía sentir cómo la música se propagaba por la iglesia, cómo se deslizaba por encima de las veinticinco vidrieras, seguía las bóvedas nervadas e inundaba las cinco naves del templo. Según Braille, la voz del órgano tenía que ver con un lenguaje de trascendencia y, cuando se entregaba, lo hacía sin reserva alguna; entonces, la comunión resultaba absoluta. En aquel húmedo domingo de julio, Louis notó el pelo pegado a la cara, igual que después de aquel maldito accidente de su infancia, cuando había empezado a perder la vista. Alguna conexión imprevista en su cerebro le devolvió la imagen del color rojo, siempre asociado a los llantos, seguidos del susto de su madre y de los gritos de los demás. Veinticuatro años más tarde se encontraba de nuevo a merced de la fatalidad, pero esta vez se hallaba solo y sus ojos estaban deshabitados. Durante unos instantes, tuvo la sensación de que la bóveda celeste se desmenuzaba y se le desplomaba encima. Al tiempo que intentaba huir de la angustia, recorrió los tres pasos que lo separaban del aguamanil y vertió el agua de la jarra. Louis se lavó la cara con desesperación, repitiendo el gesto una y otra vez a fin de borrar todo rastro de aquel mal presagio, como si le fuera la vida en el éxito de la operación. —¡No es más que un resfriado mal curado! ¡Eso es! —se repitió—. ¡No sería justo; ahora no! Ese día, en misa de doce, la música se elevó por encima de su ceguera y nada impidió que se difundiera por el templo. Vichy, agosto de 1848 La lluvia refresca el ambiente y el agua se derrama por el alero de esta casita en la que estoy con la ventana abierta. El olor de la tierra mojada siempre me ha parecido delicioso, pero en verano se agradece doblemente. Alejandra, la muchacha a la que Margot eligió recientemente para que me hiciera compañía cuando ella se ausenta, ha usado la expresión «cortina de agua» y me han entrado ganas de dejarme rociar. No lo haré; eso la pondría en un compromiso. Quizá cuando se marche... Le he pedido que me describa el color de la hierba, el del cielo encapotado, el de las piedras limpias de tierra y de polvo, y entonces hemos jugado los dos juntos a buscar matices en las palabras. Los matices son importantes, porque en ellos reside la fuerza dramática y poética del lenguaje. El doctor Pignier nos lo dejó bien claro. Siempre pensé que, al final, ¡tenía alma de poeta! ¿Cómo, si no, iba a hablar de las palabras y de sus constelaciones? Es curioso, mucho tiempo después, cuando trabajaba en el alfabeto del capitán Barbier, le pedí que intentara captarlo al tacto, con los ojos cerrados, y me dijo: «Son puntos de luz, Louis. ¡Puntos de luz cautiva que puedes liberar al tocarlos con la yema de los dedos!» Esta imagen me ha acompañado siempre y me ha dado fuerza durante los peores momentos. Alejandra dice que encontrar las palabras más adecuadas debe de ser como escoger los colores para pintar un lienzo; se jacta de que su prometido es artista y que sabe mucho de estas cosas. Yo no la contradigo y disfruto con sus cuidadosas descripciones, con cada detalle de las gotas que se deslizan por el cristal, de las hojas verdes que se comban bajo el peso del agua y de los pequeños riachuelos que se forman en el jardín hasta convertirse en charcos. Alejandra dice que en los más grandes ya se reflejan las nubes. Me gustará pensar en ello cuando esté solo y, por eso, me haré el dormido un rato más. No tardará en marcharse. Cuando venga Margot se lo diré. Quiero decidir cómo emprendo el último tramo del camino de mi vida. El hecho de que mi cuerpo magro y debilitado no acompañe a mi espíritu no significa que ya no cuente. Que cojee y, demasiado a menudo, precise ayuda para incorporarme, no significa que esté fuera de juego. Todavía no. Ayer, mientras Fran me atendía en los baños, lo vi claro. Aguzar el oído durante una conversación me hizo abrir los ojos. ¡Abrir los ojos, qué expresión tan desafortunada para un ciego! Las dos voces que me llegaban con claridad no me resultaban del todo desconocidas, quizás habíamos coincidido allí mismo. Por lo que me pareció entender, el hombre más joven tenía un hermano cura y el otro, un hijo en la Guardia Nacional. Pero ambos hablaban de un París desconocido, de una ciudad que me resultaba dolorosamente ajena. No dije nada, desde luego, pero me sentí como un trasto inútil. Como un elemento que en el pasado tuvo su valor, emocionalmente ligado a las vidas de los que me sobreviven. Pero ni siquiera quienes me quieren saben muy bien qué hacer conmigo. Es cierto que estoy cansado y que, a menudo, dejarme llevar se ha convertido en un imperativo al que no he podido resistirme, pero escuchar el relato de esos dos hombres me ha dejado un regusto a hiel. A estas alturas, todavía formo parte del tejido que configura París, he reclamado con creces que la comunidad de ciegos seamos ciudadanos con los mismos derechos y deberes; por lo tanto, tengo que ser consecuente hasta el final. Si mi ciudad se desgarra quiero poder sentirlo en mis propias carnes y ofrecerme para zurcirla con las herramientas que tengo a mi alcance. Los hombres hablaban de los sucesos que acontecieron durante los días previos a las elecciones generales y la constitución de la Asamblea; debió de ser hace tres o cuatro meses, a principios de abril, antes incluso de aquel impresionante desfile que me describió Margot con todo lujo de detalles. No sé, el paso del tiempo empieza a ser un misterio para mí. Comentaban que el Ministerio de Negocios Extranjeros y el de Interior se habían convertido en los cuarteles de dos facciones enfrentadas. Por lo que contaban, se produjeron algunos altercados sin consecuencias graves, pero que habrían podido degenerar en escándalos y choques importantes. Tantos obreros sin trabajo eran una bomba de relojería. El más joven de los hombres decía que una muchedumbre había ido a buscar a su hermano para pedirle que bendijera una gran plantada de árboles. Lo llamaban «árboles por la libertad» y, según exponía, eran muchos los jóvenes y parados que iban por los pueblos a comprar plantones de chopos y se entusiasmaban al encontrarles un lugar en cualquier plaza o ante un monumento importante. A menudo bebían más de la cuenta y entonces obligaban a los vecinos a regar las raíces de los árboles con vino. Las autoridades no se decidían a intervenir, por temor a que, al hacerlo, se amotinaran y causaran males mayores. El padre del soldado, a juzgar por la tos que interrumpía cada dos por tres su discurso, debía de tener tisis como yo. Parecía preocupado y, cuando afirmó que la indigencia de la alegría de un pueblo sin pan tiene una fuerza devastadora, yo sonreí para mis adentros. Procuré que no lo advirtieran; habría sido fácil malinterpretar mi gesto. ¡Pero guardaba tantos paralelismos con el episodio ocurrido hace cinco años en el Instituto! También fue un estallido a favor de la libertad. La revolución de los alumnos se debió a su alegría y, también, al hambre. El hambre de saber. UNA HISTORIA PARALELA París, octubre de 1837 Los habitantes de París esperaban, con curiosidad e impaciencia, presenciar la culminación de una gesta iniciada siete años atrás. Era el 25 de octubre de 1837 y, a pesar de que el cielo se mostraba cubierto por nubes altas y finas que, muy de vez en cuando, dejaban pasar la claridad del sol, en la place de la Concorde no cabía un alfiler. Un colosal monolito egipcio de veintitrés metros de altura descansaba sobre un lecho de arena hecho a medida del gigante. Un intrincado y complejo sistema de cuerdas y poleas formaba parte de los artefactos construidos para enderezar el coloso de más de doscientas toneladas. Así pues, centenares de plumas rojas, insertadas en bicornios del color del hollín, se mostraban en movimiento continuo acordonando el perímetro de seguridad. La Guardia Real montada daba fe de la presencia del rey Luis Felipe en el acto. Sin embargo, por motivos de seguridad, el monarca se había resguardado en el Ministerio de Marina con el propósito de salir al balcón cuando la heroica erección se culminara con éxito. Los músicos de la orquesta, sobre una tarima de madera en un extremo de la plaza, empezaban a afinar sus instrumentos y realzaban el ambiente festivo que se quería dar al acontecimiento. El joven Braille y monsieur Tor no eran más que dos puntitos en la masa multicolor de más de doscientas mil personas. Compartían espacio estibadores y notarios, prostitutas y monjas, todos ellos alargando el cuello para seguir los movimientos que se llevaban a cabo. Tampoco faltaban los ladronzuelos que, en días como aquel, hacían su agosto. Monsieur Tor comentaba con detenimiento lo que le llamaba la atención y Braille tenía todos sus sentidos en alerta. Cada sonido, cada olor, le aportaba información complementaria: el frufrú de las ropas de seda y satén de las damas que, precedidas de sus sirvientas o acompañadas por auténticos caballeros, se abrían paso entre la multitud; las voces de los vendedores ambulantes ofreciendo flores o pescado frito; el maderaje de las ruedas de los coches de caballos; o los ofrecimientos de los limpiabotas que, a cambio de unas monedas, prometían dejar el calzado impecable. La plaza estaba en plena ebullición y Louis formaba parte activa de ella. —Louis, agárrate bien a mi brazo y procura mantener el equilibrio. La gente está muy alterada. Según dicen, ayer probaron una máquina de vapor para conseguir erigir el monolito, pero no salió bien y parece que han tenido que cambiar la estrategia. —¿Alguien resultó herido? —preguntó Braille. —Parece que murió un hombre. —¿Es que no han leído el periódico? —intervino un desconocido que había seguido la conversación. —No estamos al corriente —respondió monsieur Tor. —Mire, sé que me meto donde no me llaman, pero no creo que sea un buen lugar para traer a un ciego. —¿Cómo dice? —preguntó Tor, acercando el oído al individuo para aislar su voz del griterío general. —Digo que ayer se rompió un torno y salió por los aires con tanta mala suerte que le cayó encima a un pobre desgraciado. Válgame Dios, ¡a su viuda se le debió de abrir el cielo! Le Figaro asegura que recibirá mil francos de indemnización. ¿Se imaginan? Ni Louis ni monsieur Tor supieron qué responder. —¡Seguro que la bruja de mi mujer ya firmaría! —remachó aquel personaje delgado y calvo mientras enseñaba los dos únicos dientes que todavía conservaba. —¿Y era ciego, el hombre que resultó muerto? —preguntó Louis con cierta altivez. —Yo no he dicho que el hombre fuera ciego —respondió el desconocido. —Ah, había entendido que, al no poder ver, no había conseguido esquivar el torno —señaló Braille. Monsieur Tor se tapó la boca para disimular la sonrisa que se le dibujaba bajo el bigote. El hombre se encogió de hombros sin saber muy bien si el ciego hablaba en serio o si, por el contrario, le estaba tomando el pelo. Al cabo de unos minutos se fue. Había muchas versiones del verdadero motivo que justificaba la presencia de aquel obelisco egipcio en la place de la Concorde de París, pero la prensa parecía haberse puesto de acuerdo en que se trataba de un regalo del monarca egipcio Mehmet Alí al rey Luis XVIII. Sin embargo, lo que más interesaba a Braille, de lo que quería hablar a sus alumnos, era de las enormes peripecias que habían acompañado al obelisco en su viaje desde el templo de Lúxor hasta el lugar donde se encontraban. Aprovecharía para proponerles hacer un mapa en relieve del recorrido, un estudio del Nilo, de los jeroglíficos inscritos en la piedra, de los dioses egipcios... También para hacerles reflexionar sobre el tema de la esclavitud. —Sinceramente, ¿crees que ha merecido la pena todo eso? —preguntó Louis. Tor no respondió. La situación no suponía ninguna novedad: Braille empollaba ideas en su cabeza, les daba forma, construía relatos enteros y, de repente, sorprendía a su interlocutor con una pregunta que no venía a cuento. —¿Monsieur Tor? —dijo, cuando notó que la presión sobre su brazo no se correspondía con la de su acompañante. —Siento decirte que tendrás que conformarte conmigo, Louis. El joven ciego abrió la boca y soltó tal exclamación que las personas que lo rodeaban se volvieron. Se disculpó por su exabrupto, pero con escasa sinceridad. La alegría que sentía era demasiado grande y evidente para contenerla. —¡Margot! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué haces aquí? —No tengo ninguna respuesta original que pueda sorprenderte. —Perdona, qué pregunta más tonta. La verdad, no esperaba encontrarte. —Si quieres me voy. No pretendía... —¡No! —exclamó Louis mientras la sujetaba del brazo con fuerza al tiempo que esbozaba una sonrisa de oreja a oreja—. Y, por cierto, ¿qué ha sido de monsieur Tor? —Me ha cedido su lugar muy amablemente. Pero no, esto no estaba preparado, si es eso lo que piensas. Los dos jóvenes se rieron juntos y, durante unos instantes, permanecieron ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor. Margot, que ya no llevaba luto por la muerte de su esposo, miró a Louis desde mucho más cerca de lo que aconsejaba la modestia, pero las circunstancias eran las que eran... El joven todavía tenía la piel inmaculada, de una blancura casi insultante. Su cabello seguía siendo espeso y dócil y no había perdido el color del trigo maduro que tanto le gustaba. A pesar de que siempre inclinaba ligeramente la cabeza, era más alto que la media y, con los años, los hombros se le habían ensanchado, de modo que ya no era en absoluto el niño esmirriado que había sido en el pasado. Él se sentía observado y notaba el aliento tibio de la mujer sobre la piel. La voz de un hombre que explicaba por la bocina las primeras maniobras de aquella epopeya los devolvió a la realidad. —Parece que esto va en serio —dijo Braille. —Te refieres al monolito, ¿verdad? Louis respondió que sí, aunque sin gran convencimiento. Después de tantos años la relación entre ellos todavía navegaba entre los límites de la amistad y las costuras de un amor al cual el joven siempre se había negado a sucumbir. Las justificaciones se basaban en distintos pretextos, pero todos ellos de inconsistencia similar. La erección del monolito, que parecía inminente, también se fue posponiendo, al igual que el encuentro íntimo que nunca había tenido lugar entre la pareja. Una vez más, Louis y Margot ocuparon el tiempo hablando de cosas que no les afectaban personalmente pero que tenían cierta relevancia. Durante la espera, el joven Braille le refirió las peripecias del traslado de aquel titán de más de tres mil años de antigüedad. Ella prestaba atención, como había hecho tantas y tantas veces. En ese momento, más que en cualquier otra ocasión, disfrutaba de la tranquilidad con la que Louis llevaba a cabo su discurso, de las palabras que ella apenas sabía que existían, de los matices que usaba para hacer hincapié aquí o allá. Y, por el mero placer de seguir escuchándolo, tiraba y tiraba del hilo de la conversación... —¿Te imaginas la cara de la gente de Lúxor cuando vieron aquel barco anclado ante el templo y les dijeron que iban a llevarse el obelisco? —preguntó la joven, visiblemente animada. —No me hago a la idea, pero parece que todo ello fue un despropósito. Hubo que esperar tres semanas para llegar con el barco vacío y, cuando por fin el Nilo tuvo suficiente caudal para navegar, se quedó encallado a la altura de Assiut. Dicen que una multitud de campesinos tuvo que rescatarlo. —Si me permiten —intervino un hombre bien vestido que se retorcía el bigote con gesto estudiado—: Sé de buena tinta que esta información no es del todo cierta. —¿Cómo dice? —inquirió Louis. —Conozco personalmente a dos de los expedicionarios. Uno de ellos, el doctor Angelin, era el médico del barco. —¡Oh! Cualquier información me resultará de gran interés. Soy profesor y pensaba plantear a mis alumnos un trabajo acerca de este acontecimiento. —Supongo que ya saben que, a veces, la verdad es poco amable. Quiero decir que no esperen una historia fascinante, ni divertida... —añadió, dirigiendo el último comentario a Margot. No parecía acabar de creerse que Louis fuera profesor. —Le escuchamos —se apresuró a responder Braille, mientras su acompañante enarcaba las cejas, un poco molesta porque la intervención de aquel desconocido había roto la armonía entre los dos. —Es cierto que el Luxor encalló. A pesar de haberlo construido para esta misión con unas medidas especiales y una forma concreta, tocó fondo en más de una ocasión y perdió dos velas. Es normal que, en tales condiciones y con el viento en contra, le fuera imposible navegar. Fue entonces cuando el comandante solicitó la ayuda de las autoridades. Pero eso de los campesinos que le he oído explicar es una farsa. Ante la estupefacción de la tripulación, aparecieron decenas de egipcios que, a latigazos, fueron obligados a arrastrar el barco tirando de los cables. —Pero esto que cuenta es... —... una verdad como un templo —interrumpió el hombre y, como si le hubieran dado cuerda, prosiguió—: Y para tumbar el obelisco no tuvieron ningún tipo de remilgo. —¿Cómo? —La aldea, donde todavía está el otro obelisco gemelo, es un lugar miserable de poco más de ochocientos habitantes. La población pasa hambre y vive hacinada en cabañas. ¡Cuando se les presentó la posibilidad de conseguir trabajo, de tener un jornal, vieron el cielo abierto! El doctor Angelin decía que en poco tiempo se corrió la voz y acudía gente de todo tipo. Muchos de ellos llegaban descalzos y en condiciones lamentables; había niños y mujeres preñadas que se enfajaban para disimular su estado y poder conseguir el trabajo. —No acabo de entenderlo —dijo Margot, tan confusa como incrédula—: ¿Qué podían hacer ellos? Para llevar a cabo una operación tan complicada haría falta contratar expertos. ¿Y si se les rompe el obelisco apenas intentar la maniobra? —¡Ay, madame! Esa es la letra pequeña, la que hoy no explicará nadie. Para tumbar el obelisco tuvieron que derribar varias casas adosadas al templo, así como abrir una calzada para trasladarlo. También necesitaron una protección de madera que lo cubriera, levantar andamios... Hizo falta mucha mano de obra barata. Y la vida de esta gente no tenía ningún valor. Muchos de ellos murieron de disentería o de cólera, sin contar las bajas por picaduras de cobras y escorpiones, o aquellos otros que murieron por algún accidente... ¿Entienden de qué les hablo? Louis Braille tragó saliva y Margot no daba crédito a sus oídos. —Ninguna autoridad pronunciará un discurso por las víctimas; no se celebrará ningún réquiem por sus almas. La prensa ofrece titulares engañosos y escuchamos aquello que necesitamos oír. ¡Es lo de siempre! En fin, todo está preparado para hacernos partícipes de la gran gesta. —¿Me permite una última pregunta monsieur...? —Bonnet. Damien Bonnet, para servirle. —Monsieur Bonnet, lo que no acabo de entender es qué hace usted en la plaza si, como dice, todo es una farsa. —Yo también me lo preguntaba hasta que les he visto. Quizá mi testimonio ayude a equilibrar la balanza. ¿Dice que es profesor? —Del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, sí. Un trasfondo de orgullo y satisfacción acompañó las palabras de Braille que, de manera instintiva, enderezó la cabeza y adoptó una postura digna. Margot lo miró con arrobo. Durante unos segundos contemplaron la posibilidad de abandonar la plaza, pero enseguida cambiaron de opinión. —¡De acuerdo! ¡Nos quedamos! Necesito tus ojos, Margot. La joven sonrió con dulzura y notó que Louis le apretaba el brazo con más fuerza. —¿Sabes una cosa? —preguntó ella finalmente. —Dime. —Me alegro de nuestro reencuentro. —Yo me reservo mi opinión para después. —Pero ¡cómo! —replicó con presteza, zarandeando nerviosamente el brazo de su acompañante, que se echó a reír—. ¡No le veo la gracia! ¿Por qué me dices eso? —insistió. —Porque te espera un arduo trabajo a la vista. Soy muy exigente y quiero todos los detalles de lo que suceda en la plaza. —Me gusta esta sensación de resultarte imprescindible —replicó la chica con voz burlona después de tomar aire por la nariz. Las campanas de Notre Dame anunciaron las dos del mediodía justo antes de que la orquesta tocara Los misterios de Isis, una adaptación de fragmentos de diferentes óperas de Mozart. Los parisienses aplaudieron al escuchar los primeros acordes que constataban el éxito de la operación. Los vítores al rey se hicieron oír de inmediato mientras este daba su visto bueno, ya desde el balcón. Louis Braille, Margot Demezière y Damien Bonnet se mantuvieron impasibles, al margen de la explosión popular. Sin embargo, el joven profesor tomó nota del diálogo que se establecía entre los instrumentos de madera y los de cuerda. Una percusión discreta y efectiva remachó el clavo justo en el momento en el que se comprometía a no olvidar lo que estaba viviendo. UNA VÍCTIMA FÁCIL París, enero de 1838 Aquel jueves de enero, Louis Braille entró en el aula con una media sonrisa en los labios. Pero ni siquiera el pequeño grupo de alumnos videntes, que compartían pupitre con los ciegos, lo percibieron. La afabilidad del joven profesor era bien conocida. Todos le tenían un gran aprecio y admiración, lo cual no les impedía abusar de su paciencia y competir entre ellos a ver quién cometía la mayor travesura. Braille estaba demasiado contento para golpear la mesa con la vara y conseguir el silencio necesario para empezar la clase, a pesar de que había encontrado a los chicos especialmente alborotados. Ni siquiera intentó poner orden, sino que se situó en medio del aula para hacerse una composición de lugar. Había más de un grupo armando jaleo, pero el más numeroso se hallaba a unos cinco pasos, entre la segunda y la tercera fila junto a la pared. El lugar que diecisiete años atrás había ocupado él mismo en sustitución del pobre André Bracq. Ahora se habían invertido los papeles. Recordaba muy bien las palabras que, por entonces, le había dirigido monsieur Dufau: «Son una panda de inútiles, pero serán tus compañeros de clase, Louis. Espero que no acabes convirtiéndote en un burro más.» Después de tantos años, todavía le parecía notar la presión de la vara en la espalda, conduciéndolo hasta el pupitre asignado. En su interior latía aquel «hola» que tímidamente había lanzado al viento sin recibir ninguna respuesta. Había llovido mucho desde entonces, pero Braille no necesitaba esforzarse para evocar el espanto que le había embargado. También tenía muy presente el miedo a los azotes que Dufau repartía con parsimonia, la rigidez de su cuerpo esperando el chasquido del bastón sobre la espalda... Con la misma claridad recordaba la firmeza de Gabriel Gauthier cuando se había ofrecido para acompañarlo al dormitorio, aliviándole un tanto aquella pesadilla. Tantas y tantas conversaciones acerca del método de lectura; disertaciones, pruebas, pequeños éxitos, ilusiones y desengaños. Ahora, cuando los dos ejercían de profesores, rememoraban a menudo aquellos momentos y, con Lorraine Dugués, que enseñaba lengua y literatura a las chicas, se habían comprometido a trabajar hasta el límite de sus fuerzas para cambiar una situación que consideraban injusta. Una presión repentina en el brazo y un chillido penetrante devolvieron a Braille a la realidad. Marc, el alumno más joven que tenía bajo su tutela, reclamaba su atención. La voz de aquel niño de apenas diez años era aguda y llamativa, y las circunstancias de su presencia en el Instituto eran idénticas a las que, tanto tiempo atrás, habían llevado allí a Albert, ¡el malogrado Albert! También él había ingresado el mismo día de su cumpleaños, como si sus progenitores hubiesen contado las horas para sacárselo de encima. Marc, al igual que Albert, era hijo de un personaje destacado. Sin embargo, aquel hombre había evitado revelar su apellido; debía de considerar que tener un hijo ciego era poco menos que una deshonra o un castigo por los pecados cometidos. Acallaba su conciencia haciendo generosas aportaciones a al Instituto, como quien deja un bebé en el torno de las monjas y le cose un buen fajo de billetes en los pañales. —¡Monsieur Braille, monsieur Braille! ¡A Antoine le sale sangre por la boca! —exclamaba exaltado el chiquillo. —¡Dejadme pasar! Louis Braille se abrió camino entre los chicos que rodeaban al accidentado, interesándose por los motivos que habían provocado aquel susto. Algunos pedían que sus compañeros videntes describieran los detalles más escabrosos, otros hacían volar su imaginación y ya se hablaba de una pelea con cuchillos incluidos. —¡Dejadlo que se explique, por favor! —exclamó el profesor, levantando la voz por encima del alboroto—: ¿Qué te ha pasado, Antoine? ¿Quién te ha hecho daño? ¿Ha sido por culpa de la tos? Antoine estaba pálido como la cera y muy asustado. Louis Braille tenía muy presente su dolencia pulmonar, que parecía empeorar día tras día. Las indicaciones del médico al que había consultado en secreto habían sido claras: reposo y respirar aire puro, pero él no podía permitirse ni una cosa ni la otra, y después del ataque que había tenido, pasó página. Cada nueva recaída conllevaba el mismo proceso. Él mismo se convencía de que la enfermedad acabaría desapareciendo, que no había motivo de alarma. Muy distinto era saber que su querido alumno vomitaba sangre. Inquieto por no poder evaluar la magnitud de la hemorragia, pidió ayuda. —Marc, ve a buscar al doctor Pignier. Si no lo encuentras en su despacho, pide que lo localicen. ¡Son órdenes mías y es urgente! En un santiamén el director del Instituto, acompañado por Alfred, quien ahora ejercía de conserje, se llevó al niño a la enfermería. A la hora del recreo, Braille fue a interesarse por la salud del chiquillo, pero ya se lo habían llevado al hospital. Se trataba de un alumno externo, de los que pagaban para ir a clase. El Instituto había adquirido prestigio por la calidad de los estudios que impartía, motivo por el que un grupo reducido de padres de niños videntes habían matriculado allí a sus hijos. Cualquier aportación era buena para mantener en pie aquel edificio destartalado que amenazaba ruina. —No es lo que te temes, Louis. La voz de madame Zélie lo recibió, diligente. Ya no era la mujer de andar nervioso de veinte años atrás, pero se conservaba activa y sus manos no habían perdido destreza. —No es la tisis, quédate tranquilo. Por suerte, Antoine es un niño sano. —¿Ha sido una pelea, pues? ¿Ha pasado aquí, en el centro? —¡No, Louis, no! Tampoco ha sido una pelea. De hecho todo son suposiciones... El caso es que le han arrancado cuatro dientes, pero por cómo han ido las cosas, diría que las ha vendido. —¡Esto es absurdo! ¡Antoine no tiene la menor necesidad de hacer tal cosa! —Sea como fuere, le han hecho una carnicería. —¡Tendremos que averiguar qué ha pasado! —exclamó Braille. —Todo apunta a que algún desaprensivo le ha destrozado la boca. —¿Acaso lo han agredido? ¿No tendríamos que avisar a la policía? ¿Y él, no dice nada? —De hecho, cuando le he atendido casi no podía hablar. Necesitará puntos. Se le ve muy preocupado desde que le hemos dicho que avisaríamos a sus padres. Algo hay, Louis... Algo esconde. —Insisto en que ha tenido que ser en contra de su voluntad. Es de buena familia, su madre se ocupa personalmente de su educación. Yo mismo he hablado con ella un par de veces. Es toda una dama. —Yo no digo lo contrario, pero no acabo de verlo claro. Quizá sean cosas mías... Madame Zélie se colocó la mano bajo la barbilla y meneó la cabeza de un lado a otro, como si la información de que disponía no encajara con la realidad. Guardó silencio unos segundos más, mientras se mordía el labio inferior y contemplaba posibles respuestas a aquel enigma. Después, sin haber conseguido apaciguar sus dudas, prosiguió: —Había algo en su expresión... Está claro que apenas se sostenía en pie. Estaba mareado, había perdido mucha sangre y el dolor era intenso. Le di de beber una infusión de adormidera y le indiqué que no dejara de presionarse las heridas. En algún momento me pareció que me cuchicheaba algo. De lo que no me cabe la menor duda es de la intención de su mirada. Nos pedía ayuda, Louis. Los comentarios de madame Zélie dejaron muy inquieto al joven profesor y, a pesar de que interrogó uno por uno a los amigos del chiquillo para sonsacarles la máxima información, las conclusiones no se apartaron de su supuesto inicial. Nada relacionado con Antoine y su entorno parecía oscuro, ni siquiera turbio. Louis Braille esperó dos días y, al no tener ninguna noticia de su alumno, decidió hacerle una visita. Como de costumbre, monsieur Tor se ofreció a acompañarlo. UN RAYO DE ESPERANZA Hacía mucho frío aquel día. La nieve no había dejado de caer en toda la noche y París se había despertado pesada, perezosa. Si hacer los trayectos a pie resultaba dificultoso y no exento de riesgos, utilizar los medios de transporte públicos tampoco era ninguna garantía de éxito. No obstante, poco a poco, la cotidianidad de sus habitantes inyectó a la ciudad la fuerza necesaria para deshacerse de la mortaja blanca que atenazaba sus movimientos. Braille y Tor apretaron el paso más de lo habitual para conseguir ocupar las dos últimas plazas, de las veinticuatro en total, de que disponía aquel vehículo tirado por caballos. Un limpiabotas, media docena de comerciantes con jaulas de gallinas y sacos de legumbres, señoras con niños en brazos, un bravucón que vendía periódicos y unos hombres muy acicalados eran sus compañeros de recorrido. Antes de cruzar a la orilla derecha del Sena ya habían bajado la mitad, pero la mezcla de olores se perpetuó en el pequeño habitáculo un buen rato. Cumpliendo los deseos de su protegido, Tor fue narrando todo lo que sucedía a su alrededor. Del mismo modo que el pintor escoge los pigmentos necesarios para colorear un paisaje, el viejo profesor iba eligiendo con cuidado cada palabra para representar las múltiples realidades que los circundaban. Monsieur Tor se había convertido en los ojos de Louis y de otros muchos chicos que habían crecido bajo su amparo. Siempre decía que era el mejor regalo que le había hecho la vida, dado que le había permitido aprender a mirar de otro modo. Con esta certeza, y atisbando por la ventanilla del vehículo, Tor describió las huellas de carros, carretas y coches de caballos, cuyas rodadas se cruzaban una y otra vez sobre la nieve. En la intersección de esas líneas convergían orígenes y destinos, configurando un laberinto imposible. Louis Braille movió los ojos vacíos dentro de las cuencas y, buscando el ritmo suscitado por la imagen de las rodadas, evocó una de aquellas partituras que iba traduciendo a su método. —Le estoy muy agradecido, monsieur Tor. ¿Sabe qué pienso? —¿Qué piensas, Louis? —¡Me lo presenta tan fielmente que casi puedo imaginarme los surcos como si fueran los puntos de mi método de lectura! La conversación se prolongó hasta que el cochero anunció la place du Châtelet, la parada más cercana a su destino. Aquel día la gran fuente de dieciocho metros que ocupaba el centro de la plaza estaba muda. El agua se había congelado en las cañerías y las cuatro figuras que rodeaban la base aparecían cubiertas por un manto de nieve. —¿Sonríe? —preguntó Louis Braille a su acompañante. —¡Sí, sí, así es! —respondió sorprendido Tor. —¿No me explicará el motivo? —Son recuerdos de un viejo chocho. —¡Usted nunca será un viejo chocho! —protestó Louis. —¡Ay, hijo! El tiempo no perdona. Pero todavía recuerdo como si hubiese sido ayer cuando Napoleón hizo construir esta fuente. Era 1808; todavía no habías nacido y yo era un joven profesor, un poco mayor que tú ahora. Querían hacernos creer que era un proyecto destinado a canalizar agua potable al vecindario, pero la verdadera razón era otra. La idea era erigir un monumento para conmemorar las victorias en Egipto. Y es cierto que entonces me impresionaron mucho estas bellas efigies que representan la Templanza, la Justicia, la Fuerza y la Prudencia, pero todo aquel que cruzaba la plaza torcía el cuello mirando al cielo hasta encontrarse con la bellísima estatua de la Victoria. Cuando el sol le daba de pleno, resplandecía en lo alto de la columna, como si de un ángel se tratara. ¡Era imposible pasar de largo! Ahora me venía a la memoria que un día, mientras la admiraba, un niño le dijo a su madre que aquello era un pájaro con las alas extendidas. Desde entonces, siempre que la contemplo, veo un ave portando los laureles de la victoria. —¡Cuánto me gustan sus historias, monsieur Tor! Poco después, los dos profesores avanzaban, ayudándose cada cual de su bastón, con paso incierto por motivos diferentes, pero con una amplia sonrisa en el rostro. La familia Barraud vivía en la rue Rambuteau, entre la Des Francs-Bourgeois y la de Saint-Eustache. De hecho, era la calle más nueva de París, y atravesaba todo el centro de la ciudad. Llevaba el nombre de su creador, un hombre que, decían, pondría fin a la congestión de tráfico y los problemas de higiene de los barrios más antiguos y, también, por desgracia, los más poblados. Agua, aire y sombra, esto era lo que prometía el prefecto. A pesar de las promesas, todo estaba patas arriba, y el polvo que levantaban las obras hizo toser a Louis Braille. En un acto reflejo, se llevó el pañuelo blanco a la boca y acto seguido se lo acercó a la nariz para oler si la sangre había hecho acto de presencia, como otras veces. Aun así, con disimulo, buscó el sabor ferruginoso en la lengua y se sosegó al obtener un doble resultado negativo. Mucho más tranquilo, se arregló el lazo que llevaba atado al cuello y se estiró las mangas del gabán color chocolate que le llegaba un palmo por debajo de las rodillas. Unos segundos después, llamó a la puerta. Al mismo tiempo, Tor enderezó la espalda para disimular una ligera chepa que lo hacía menguar lenta pero inexorablemente. Una joven de cabellos claros y uniformada con delantal blanco y cofia los recibió con una sonrisa ensayada. Siguiendo el protocolo, les preguntó el nombre para saber a quién tenía que anunciar. Entonces, Braille tomó la palabra... —Soy el profesor de Antoine. Mi nombre es Louis Braille y él es monsieur Victor Signoret, también profesor del centro. Hemos venido a interesarnos por su salud. Después de tomar sus abrigos y guiarlos hasta una estancia contigua, la doncella desapareció por la puerta que daba al pasillo. Al pisar la alfombra tejida con colores vivos, Braille la notó mullida bajo los pies. Con la misma precisión examinó la habitación donde se encontraban y, por la forma en que se amortiguaban los sonidos, dedujo que albergaba muebles y libros. A diferencia de la biblioteca del Instituto, en esa estancia se respiraba mucho y muy bien, y el crepitar de la leña en la chimenea añadía calidez al ambiente. —Hay un ramo de alhelíes sobre la mesa, ¿verdad? —Nunca dejarás de sorprenderme, Louis —respondió Tor, alternando la mirada entre las flores y el joven profesor. —¿De qué color son? —¡Y tampoco entenderé cómo os imagináis los colores! —Ya le dije que todo era cuestión de temperatura... —¡Déjalo, por mucho que me lo expliques no sería capaz de hacerme a la idea! Y las flores son de color lila. —¡Mis preferidas! —exclamó Louis, inspirando profundamente. Las aletas de la nariz se le ensancharon y todo su rostro se relajó. —Buenos días tengan —interrumpió una voz muy timbrada. Alguien acababa de entrar en la sala, rompiendo el sortilegio. Louis supuso que un paso tan seguro y decidido solo podía corresponder al padre de Antoine. Cuando consideró que la distancia era la correcta, le tendió la mano y monsieur Barraud, en respuesta a su gesto, se la estrechó con firmeza. —Les agradezco mucho que se hayan tomado la molestia de venir. Antoine no está en condiciones de recibir visitas, pero se alegrará mucho cuando le haga saber que han estado aquí. ¿Les apetece tomar algo caliente? ¿Un caldo, quizá? Yo tengo que atender unos asuntos, pero considérense en su casa. —¡Oh, no! ¡No quisiéramos ser una molestia! Lamentamos mucho que su hijo haya pasado por este trance. —Bueno, ahora mismo está en buenas manos. Necesita recuperarse y pasar página. —Pero, entonces... —dijo Braille. —Ha sido un hecho muy desafortunado y doloroso. La policía ya trabaja en el tema y el responsable pagará por un delito como este. Sé que entenderán nuestras reservas. —¡Por supuesto! Si hay algo que podamos hacer... —empezó Louis. —Gracias, gracias de nuevo por el ofrecimiento. Gracias en nombre de mi hijo y en el mío propio —le interrumpió aquel hombre perfumado. —Su coche le espera, señor —dijo la muchacha desde la puerta. El padre de Antoine le agradeció tan oportuna y estudiada intervención con un gesto de complicidad que a Tor no le pasó desapercibido. —Discúlpeme. La compañía es muy grata, pero la realidad se impone y mi sastre no espera —dijo con el rostro relajado y tendiéndoles la mano para concluir la despedida. Tor hizo la señal pertinente a Louis para que él correspondiera al gesto y un instante después el señor de la casa desapareció. Tras permanecer unos instantes en la posición en que monsieur Barraud los había dejado, los dos hombres pidieron sus abrigos para emprender el camino de vuelta. Apenas acababan de cruzar la calle cuando la joven que los había recibido los llamó con urgencia. —Monsieurs! Si tuvieran la amabilidad de acompañarme, a madame Barraud le gustaría hablar con ustedes. —¿Cómo dice? —Mi señora me ha pedido que los venga a buscar —dijo la sirvienta, apresurada. Louis Braille y monsieur Tor la acompañaron sin añadir una sola palabra. La madre de Antoine los esperaba en la sala y, después de los saludos de rigor, fue ella quien rompió el silencio. —Señores, no sé por dónde empezar... No es fácil dar este paso a espaldas de mi marido. Les agradezco el interés que han demostrado por nuestro pequeño Antoine. Es un chiquillo despierto y con un corazón muy grande. Pero no es tan sensato como creía yo... La dama que tenían delante olía a talco y violetas; un aroma a limpio, a primavera, como una caricia inesperada. Louis se sintió reconfortado y conectó con otra esencia del pasado, el olor que desprendía la piel de Juliette, si bien la voz de madame Barraud era más madura. La dama la utilizaba sabiendo que era un arma poderosa, que su modulación y timbre eran impecables. Solo titubeó imperceptiblemente en las últimas palabras de su intervención. Tor mantuvo la mirada baja para no importunarla. Louis Braille habría querido quitar hierro a la situación, pero no encontró la manera. —Madame... Si podemos... —No. No diga nada —intervino la señora, interrumpiendo las buenas intenciones del joven profesor—. En realidad, lo que quiero decirles es muy sencillo. No obstante, les ruego absoluta discreción. —Descuide —dijeron casi a coro los dos hombres. —Soy consciente de las habladurías que circulan en relación al incidente de Antoine. Tal y como les ha dicho monsieur Barraud, la policía ya se encuentra tras la pista del carnicero que le destrozó la boca. A pesar de ello, tenemos que dar gracias porque parece que no se ha producido ninguna infección grave, la fiebre no es alta y estamos en condiciones de pagar a un buen médico. ¡Pero no quiero ni imaginarme a cuántas criaturas habrá destruido ese pervertido, antes de encontrarse con mi hijo! Braille y su acompañante siguieron a la espera de poder atar cabos. La muchacha entró una sola vez a traer tres copas de licor benedictino y alimentar la chimenea con un par de troncos; después se retiró con orden de no volver a interrumpir la reunión. —Todo fue culpa mía —declaró la mujer finalmente. —No veo cómo habría podido evitarlo. —Estimado profesor, ignora usted muchas cosas relativas a Antoine, a mí misma, a nuestra familia... Las palabras de madame Barraud sonaron a sentencia y, al escucharlas, el corazón de Louis Braille se aceleró. Con gesto pausado se aflojó el lazo que llevaba al cuello y quiso atribuir aquel sofoco al trago de licor que acababa de tomar o, quizás, al fuego de la chimenea, aunque sabía que su desazón se debía sobre todo al misterio que estaba a punto de revelarse. —Dos napoleones de oro y dieciocho de plata. He aquí el tesoro que consiguió Antoine por sus cuatro dientes, un incisivo y tres colmillos. ¡Este podría ser el precio de una vida recién estrenada, fíjense! —Pero, fue él... —Hemos acordado que puedo hablar con toda confianza, ¿verdad? —No le quepa la menor duda, madame Barraud. —Necesitaba el dinero y no quiso decirme nada. Pensaba que... ¡No sé qué pensaba! Mi esposo no sabe nada, pero no quisiera que se hicieran una imagen injusta de él. Es un hombre muy trabajador y se desvive por su familia. —A nosotros no tiene que darnos ninguna explicación —dijo Tor, para ponérselo más fácil. —Está poco en casa, el trabajo lo mantiene muy ocupado. Hace negocios con los vinos y a veces sus estancias en el extranjero se prolongan durante semanas. —Antoine quiere mucho a su padre —añadió tímidamente Braille al advertir una huella de dolor en la voz de aquella mujer. —Sí, es cierto. Ha levantado un imperio a partir de cero. La responsabilidad de la educación de los hijos recae sobre mí. Louis Braille frunció la nariz al tiempo que madame Barraud pedía que la excusaran. Volvió al cabo de un par de minutos, esta vez en compañía de una niña vestida de azul celeste, con un lazo del mismo color trenzándole los cabellos, a la que la madre llevaba de la mano. Tor calculó que la pequeña no tendría más de ocho o nueve años. Su andar era titubeante e inclinaba la cabeza ligeramente hacia el lado derecho. —Quiero presentarles a Adélaïde, la hermana de Antoine. Mi hija menor. La niña los saludó con una graciosa reverencia y esperó sus voces para esbozar una sonrisa. Monsieur Tor se llevó las manos a la cabeza, Braille seguía desconcertado. —He advertido a mi hija que si los acribilla a preguntas, ustedes no querrían volver más. Pero es una chiquilla con ideas propias —dijo la mujer, acariciando el cabello de la pequeña—. Ha oído hablar tanto de los profesores de la escuela donde va su hermano que se sabe todos los nombres, ¡y los motes también! —Entonces... —dijo tímidamente Louis. —Sí. Tiene un olfato muy fino. Es lo habitual en estos casos, supongo. Adélaïde es ciega de nacimiento. ¡Y muy lista, por cierto! —añadió con orgullo. —¡He aprendido a leer con su método, señor! —exclamó la niña con voz risueña. —¿Cómo dices? ¿Quién te lo ha enseñado? —¡Antoine! Damos clases cada día, menos cuando padre está en casa... —añadió con ciertas reservas, por si estaba revelando algo indebido—. Y, cuando él se ausenta para atender sus obligaciones, que son muchas, yo practico. ¡Practico todo el día! —Tendría que verla. Lee casi a la misma velocidad que su hermano, ¡es increíble! La conversación y las demostraciones por parte de la niña se prolongaron hasta el mediodía. Los cuatro estaban emocionados, pero no podían exponerse a que monsieur Barraud volviera a casa antes de lo previsto. Consciente de lo que estaba en juego, la madre de Antoine puso fin a la visita. Adélaïde ensayó una despedida convencional, pero, sin que nadie pudiera evitarlo, se echó a los brazos de Louis Braille y le dijo al oído: —Convenza a mi padre. Yo también quiero aprender. Por favor, ayúdeme. Por favor... Madame Barraud pidió disculpas por el comportamiento de la niña y por el hecho de que no los hubiera llevado a visitar a Antoine. —Mi hijo miente muy mal, y no querría que todo se fuera a pique por un descuido. Justo en el último momento, cuando la niña se hubo marchado y se quedaron solos, la señora les desveló los motivos que habían llevado a Antoine a cometer aquella sandez... —Mi esposo no sabe que la escuela a la que asiste Antoine es de ciegos. —Pero... —Déjeme que le explique. Durante mucho tiempo luché para que el trato con Adélaïde fuera lo más normal posible. Es una niña encantadora y muy inteligente, como han visto con sus propios ojos. Perdone, monsieur Braille, ha sido una descortesía por mi parte. Lo siento... —No se preocupe, ya estoy acostumbrado; de hecho muchas veces yo mismo a menudo bromeo al respecto. No le dé mayor importancia. Siga, por favor. —Fue idea de Antoine y no supe negarme. De hecho ha sido la mejor decisión que he tomado en toda mi vida. ¡No se puede imaginar lo importante que ha sido para mi hija! Pero ahora no tiene freno; tiene hambre de saber, esconde punzones y papeles por todos los rincones y se pasa el día practicando. —Pero ¿de dónde los ha sacado? —Hay un alumno interno que le vende material a Antoine. No desvelaré su nombre. Lo entiende, ¿verdad? —Me hago cargo, sí. Y entonces, ¿qué pasó? —Le chantajeó. Una vez entregado el material, lo acorraló y el muy canalla le hizo prometer que le daría cinco napoleones de oro. Si se negaba, llamaría al conserje y lo descubriría, con pruebas suficientes para expulsarlo del Instituto. Yo aquel día no estaba en casa y... El resto ya se lo pueden imaginar. Durante muchos días Louis Braille conjuró todas sus fuerzas para seguir trabajando más y mejor. Los hechos acaecidos en casa de los Barraud y la tenacidad de Adélaïde lo habían conmovido de verdad. Hacía mucho tiempo que tenía una certeza: la luz no residía únicamente en los ojos; los caminos para llegar a ella eran múltiples y todo el mundo, sin excepción, tenía el mismo derecho a conquistarla. Monsieur Tor también puso en marcha un taller para construir pautas de madera y material complementario, especialmente mapas en relieve de todo el mundo. Los dos profesores hablaron con monsieur Pignier y, desde la dirección, se vio con buenos ojos fomentar la traducción de poemas y pequeños cuentos al sistema Braille. Incluso consiguieron que un día por semana niños ciegos sin recursos fueran al Instituto a aprender. Unos enseñaban a los otros, los mayores a los pequeños y, a veces, a los viejos. Louis Braille preguntaba a menudo: —¿Cuántos nuevos hay hoy? ¿Qué cara ponen al descubrir que bajo los puntos laten las letras? Hábleme de la expresión que adquiere su rostro cuando se sienten capaces de leer una palabra por primera vez. No pase nada por alto, monsieur Tor. VENDRÁN TIEMPOS MEJORES Camino de París, octubre de 1843 En la parada de la diligencia que cubría el trayecto entre Coupvray y París, una figura solitaria se recortaba contra un cielo plúmbeo. Louis Braille, de treinta y cuatro años, esperaba. Esta vez había pedido explícitamente ir él solo. Era muy consciente de que se enfrentaba a una ardua batalla contra la dolencia y de cuán milagroso había sido tenerla controlada hasta ese momento. Sabía muy bien la gravedad y las consecuencias de la tisis y, también, que el tiempo que se le concedía a partir de aquel instante era limitado. Por todo ello, Louis necesitaba una despedida íntima. Pocos minutos antes, su madre lo había abrazado al pie de la escalera, dándole la bendición con lágrimas en los ojos. Durante seis meses Monique Braille había cuidado de él como cuando su pequeño, después del maldito accidente, había luchado con uñas y dientes para aferrarse a la vida. Solo aquella mujer, ya viuda y de edad avanzada, confiaba en que también en esta ocasión Louis saliera airoso del trance. Sabía a ciencia cierta que, a comienzos de abril, el doctor Allibert lo había enviado a casa porque ya lo había desahuciado. En el tercer aniversario de la pérdida de su hija Marie Céline, las garras de la muerte volvían a amenazar con desposeerla de uno de los seres que más amaba y no estaba dispuesta a consentirlo sin ofrecer resistencia. Nunca se había pasado tantas horas rezando el rosario a los pies de una cama, haciéndole enjuagues de agua fría y preparando tisanas de corteza y raíces de granado, que resultaron el mejor remedio contra la fiebre. Cuando Louis Braille llegó al pueblo no era más que piel y huesos. Los últimos vómitos de sangre y las fiebres continuadas habían debilitado su cuerpo en extremo. De poco le habían servido las semanas de reposo en el Instituto y el hecho de renunciar a las pocas clases que conservaba como un tesoro. Por otro lado, no poder tocar el órgano en Saint-Nicolas-des-Champs le había entristecido profundamente. Incluso el gesto de respirar suponía un esfuerzo considerable para sus maltrechos pulmones. De nuevo, el clima favorable, una alimentación sana y el afecto de los suyos habían obrado el milagro. Bastante recuperado, Louis decidió volver a París. Necesitaba incorporarse a las clases, atender a sus alumnos, velar por sus derechos. Se sentía con fuerzas y ya no quería demorar su regreso durante más tiempo. Sabía a ciencia cierta que añoraría de manera muy especial a sus dos sobrinos, hijos de su difunta hermana. La pequeña Céline-Louise, de solo ocho años, era la viva imagen de su madre, y habían forjado una complicidad muy especial. Pensando en Marie Céline, siempre cantaban Frère Jacques y les consolaba creer que las notas se elevaban lo suficiente como para hacerle cosquillas, allá donde se encontrara. El hijo menor de los Braille tarareó de nuevo aquella melodía mientras esperaba la diligencia. Sin prisa y con la barbilla alzada husmeó los campos de vides que la vendimia había desnudado recientemente y acogió el atisbo del sol detrás de las nubes como una caricia tibia. Con ese gesto, recordó a Margot y a Gabriel. Tiempo tendría durante el viaje de evocar a sus seres queridos. Ahora su deseo más apremiante era empaparse de aquel lugar sanador para el cuerpo y el alma y retenerlo al máximo. Necesitaría bebérselo a pequeños tragos cuando la vida se le presentara cuesta arriba. Sería, sin duda, la mejor medicina. El trotar de los caballos que se acercaban y el chirrido de las ruedas de madera en la última curva enmudecieron el frufrú de las hojas de los chopos, así como el gorjeo de un ruiseñor en la rama más cercana. Era la diligencia que tenía parada en Coupvray. Louis Braille se hizo un lugar en el pequeño habitáculo y aguzó el oído. Dos mujeres de mediana edad le devolvieron el saludo, y una tercera se añadió en el último momento. Una voz masculina murmuró algo que Louis no entendió. Tras unos instantes, se oyó un cuchicheo: —Mamá, ¿qué le pasa a este señor en los ojos? —¡Calla! —Pero ¿puede vernos o no? —insistió el niño. —¿Quieres callarte de una vez? —ordenó la mujer, avergonzada, antes de añadir—: Disculpe, solo es un crío y... —No hay nada que disculpar. Soy ciego, sí, pero estoy seguro de que eres un niño muy espabilado. Y también muy vivaracho —dijo Louis, dirigiéndose al chiquillo. —¿Y usted cómo lo sabe? —replicó el pequeño, haciendo caso omiso de los codazos que le propinaba su madre para acallarlo. —Pues lo sé porque no solo se ve con los ojos, pero me parece que eres demasiado jovencito para entender a qué me refiero. El muchacho no se dio por vencido tan fácilmente y durante un buen rato siguió acribillándolo a preguntas. Braille le respondía añadiendo cierto aire de misterio a todo lo que decía, como si verdaderamente se tratara de un mago. —Y todavía no te lo he contado todo —añadió el profesor. —¿Qué quiere decir? —No solo puedo identificar por el ladrido si el perro que me visita es el del boticario que vive dos calles más arriba, el del pastor que ha salido corriendo tras un conejo y ha dejado el rebaño o el de la dueña del horno que persigue a todos los gatos del pueblo; también puedo reconocer, una por una, las flores que tiene un ramo. El niño puso cara de desconfianza y, al cabo de unos segundos, preguntó: —¿Y también puede saber cuántas personas hay aquí? —¡Pues claro! ¡Para mí es pan comido! Lo que había empezado como una conversación privada se fue convirtiendo en el tema principal de los otros cinco pasajeros. Cada uno a su manera, y con más o menos discreción, se mantenían expectantes. —¡A ver! —Pierre, ¡haz el favor de no ser impertinente! —lo increpó su madre. Louis sonrió y le dijo al oído: —Tú y tu madre compartís asiento con un señor de mediana edad, corpulento. A mi lado se sienta una joven de no más de veinte años que viaja con un hombre algo mayor; también hay una señora que no tiene dientes. Una monja ocupa el último asiento libre. —¡No puede ser! —exclamó el niño, pasándole la mano por delante de los ojos—: ¡Dígame cómo lo hace, por favor! —Ya te lo he dicho al principio; hay muchas cosas que no se ven con los ojos. Sé que es un hombre gordito por su respiración, un poco pesada, y puedo aventurar que la pareja es joven por el timbre de su voz y por el aroma que desprenden. La religiosa ha sido fácil. Su saludo al subir me ha dado la pista, y a la mujer desdentada cuando habla se le escapa el aire por todas partes . —A mí me daría miedo.... —No se lo digas a nadie, pero a veces yo también tengo miedo. El niño guardó silencio durante un rato; tampoco emitía ningún ruido que indicara a Louis que se había entretenido cavilando otra cosa. —¿Qué ocurre, Pierre? —preguntó Braille al final. —Nada, pienso. —¿Y puedo saber en qué estás pensando? Yo te he contado algunos de mis secretos. —Pues me preguntaba si para usted siempre es como cuando metes la mano en el agujero de un tronco. —¿A qué te refieres? No te entiendo. —A veces, con mis amigos, jugamos a meter las manos en el interior de los agujeros de los árboles. ¡Hay que ser muy valiente para hacerlo, eh! Nunca se sabe qué puede haber ahí dentro. Es muy peligroso —añadió con voz queda para que su madre no lo oyera—. Una vez una serpiente mordió a mi primo. Fue meter la mano y empezar a chillar como un loco. Se le hinchó todo el brazo, nos asustamos que no veas. Guardó cama durante varios días; nos pensábamos que se moriría. Otra vez, a un niño del pueblo, de la pandilla de los mayores, se le quedó la mano atrapada en un cepo y perdió dos dedos. —¡Caramba! Sí que es peligroso, sí. ¿Sabes una cosa? —preguntó Louis, correspondiendo a la confianza con que le había hablado el niño—: Yo también hacía eso de buscar dentro de los agujeros de los árboles. Pero, en mi caso, era un escondrijo que contenía un tesoro muy valioso. —¿Un tesoro? ¿De verdad? —Bueno, quizá sería más preciso decir que era el mapa del tesoro —concluyó Louis al notar la proximidad del aliento de Pierre y la tensión del cuerpo del chiquillo, completamente entregado a su relato—: Mi hermana fabricaba recorridos con tachuelas y clavos de diferente medida para que yo no me perdiera y pudiera ir solo a los sitios... ¡Pero eso es otra historia! —No lo entiendo. No entiendo cómo puede hacer... Cómo puede ir de un lugar a otro... —Un día lo entenderás, Pierre. Hay caminos de luz que se pueden seguir sin ver con los ojos. Te lo aseguro. Y fue entonces cuando sacó del maletín un montón de papeles con la escritura que él mismo había ideado. Pierre era incapaz de entender cómo aquel hombre pasaba los dedos por encima de un papel en blanco lleno de puntos y aparecían palabras de la nada. La pareja joven también se interesó por un hecho tan insólito e incluso se animaron a descifrar alguna palabra y a escribir su nombre. Después de aquella demostración, Louis percibió que sus acompañantes habían dejado de compadecerle para pasar a considerarlo un ser inteligente. Un trato de igual a igual: eso era lo que quería para todos los ciegos y, para conseguirlo, había que proporcionarles las herramientas necesarias. ¡El acceso al conocimiento era un derecho que no se les podía negar! Dos horas después, con el cuerpo magullado por las sacudidas de los caminos y la capacidad de atención extenuada por el esfuerzo de la conversación, recogió los punzones, las regletas y los papeles que habían servido para escribir pequeños mensajes y mil pruebas. Entonces, Louis cerró los ojos con un gesto de alivio muy parecido al de los videntes y dejó reposar la cabeza sobre el asiento almohadillado. En un segundo plano oyó que la pareja joven que viajaba a su lado se deshacía en elogios mientras hablaban de la reciente inauguración de las líneas ferroviarias París-Orleans y París-Ruan. De inmediato pensó en Marc, su alumno de menor edad. ¡El pequeño era de Ruan! Quién sabía, quizá con la apertura de esta línea su familia lo visitaría más a menudo o, con un poco de suerte, le permitirían ir allí los días de fiesta. El pobre Marc se había pasado semanas enteras acurrucado en un rincón cantando La Normandie. Decía que en su ciudad todo el mundo la conocía y que se la había inventado un tío suyo, un tal Eustache Bérat, que era muy famoso y que también tocaba la guitarra mientras la cantaba. Lo cierto era que la letra de aquel romance, empapado de nostalgia, no le ayudaba mucho a recuperar la alegría, pero cada cual hacía pasar las penas como buenamente podía, y el tiempo se encargaba de hacer el resto. Louis Braille fue hilvanando recuerdos de las múltiples veces que había hecho aquel mismo recorrido. Viajes agridulces de idas, de vueltas... Aquella primera vez en que, con hatillo y una maleta desaparecida para siempre jamás, fue a por la gran aventura, con miedo y ganas a partes iguales. También doce años después, cuando, de manera inesperada, tuvo que asistir al sepelio de su padre. El olor de la cera de decenas de cirios quemando en la habitación del velatorio se le quedó clavado en la memoria como un recuerdo indeleble. Tampoco se pudo librar del tacto gélido que le erizó la piel cuando le depositó un último beso en la frente. —Monsieur Braille, la próxima parada es París. Llegamos en media hora a lo sumo. La voz del conductor de la diligencia lo devolvió a la realidad. Estaba en París y en poco rato se reuniría con el doctor Pignier y Gabriel Gauthier, que se habían comprometido a ir a buscarlo. Las noticias que le habían hecho llegar no eran muy alentadoras; más bien resultaban inquietantes, pero estaba seguro de que no eran más que la punta del iceberg. En más de una ocasión Louis se había enfadado por el exceso de celo con que lo trataban, tanto su amigo como el antiguo director. De nada sirvió insistir en que ya no era un niño, ni tampoco un ser desvalido que necesitara protección. Ellos aceptaban sin mascullar las quejas de Louis, pero seguían filtrando cualquier información que le pudiera preocupar en exceso. Cuando la gravedad de los hechos lo había convertido en inaplazable, y sabiendo que la llegada de Louis era inminente, Gabriel le había mandado una breve nota informándole de los últimos acontecimientos. Braille, a poca distancia de la parada indicada, la buscó para releerla de nuevo. Sus dedos, ágiles y seguros, descifraron el contenido sin esfuerzo: Estimado amigo: Me hace muy feliz saber que te encuentras mejor de salud y que te dispones a volver muy pronto. Tanto tus alumnos como los profesores, en especial Lorraine, que pregunta por ti día sí y día también, y por descontado yo mismo, te hemos echado mucho de menos. Aquí las cosas están de capa caída desde que Dufau ostenta el título de director. El hecho de que el Consejo de Ministros se posicionara a su favor y despidiera al doctor Pignier ha dado alas a su ambición. Desde entonces se ha obsesionado con obtener un reconocimiento que no sé muy bien en qué tiene que consistir, pero hace y deshace a su antojo. Ya te lo explicaré con más detalle cuando vuelvas. No te hagas mala sangre, Louis, de momento no hay nada que podamos hacer. Vendrán tiempos mejores, confía. Afectuosamente, GABRIEL GAUTHIER UNA HOGUERA EN EL PATIO París, octubre de 1843 Louis Braille no tuvo oportunidad de saludar a los compañeros que le esperaban en la sala de reuniones, ni tampoco a ninguno de sus alumnos. Sí oyó que lo llamaban reclamando su presencia, pero Alfred, que cumplía con su labor de conserje con rectitud, le impidió el paso. Las órdenes eran claras: «Directamente al despacho», había decretado Pierre-Armand Dufau con un tono de voz rudo. A pesar de que Gabriel y el mismo Pignier le habían puesto en antecedentes de que las cosas habían cambiado de forma considerable y que el nuevo director gobernaba con mano de hierro, Braille parecía desconcertado. —¿Qué pasa, Alfred? ¿Hay algo que tengas que contarme? —A mí no se me paga para dar explicaciones. —No te entiendo. Eres fuerte, joven y estás lleno de vida. Has conseguido un buen puesto de trabajo, ¿por qué sigues enfadado? —¡No me hagas reír, Louis! Siempre te has comportado igual. ¡Eres un soñador, un romántico empedernido! Hay un detalle que nunca has sabido valorar... Somos ciegos, amigo. ¡Ciegos! Eso lo cambia todo. —Pero... —No hay peros que valgan, professeur —dijo con aire burlón—. Soy conserje del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, ¡qué honor! Gano la mitad de lo que ganaba Demezière. ¡Una buena pieza, eh! Tengo un sueldo de risa porque necesito un ayudante. ¡Resulta que entre los dos sumamos uno! Somos tullidos, unos parias, eso es lo que somos. Al menos yo lo tengo claro, mientras que tú te pasas la vida fingiendo que... ¿Sabes una cosa? Al darse cuenta de que Braille no respondía a su pregunta, Alfred siguió vomitando un discurso largamente reprimido... —¿Te acuerdas de Canard? Ya hace tiempo que está criando malvas. Ah, ¿es que nadie te lo había dicho? Pues acabó bajo las ruedas de un carro; no fue un final muy glorioso, pero al menos vivió como le dio la gana. Iba y venía a su antojo. ¡No necesitaba a nadie! ¡No sabes cuánto le he llegado a envidiar! —Esto no es del todo cierto, Alfred. En cierta forma, todos nos necesitamos... —Pareces un maldito cura. No te esfuerces, a mí no me convencerás. Y si tuvieras un poco de compasión, tampoco intentarías llenar la cabeza de pájaros a esos críos que van a tus clases. Aunque, con respecto a eso, Dufau podría ayudarte bastante —dijo el conserje con una risa falsa, amarga. —¿A qué te refieres? —¡Y dale! Ya te he dicho que no me pagan para eso, pero ya que insistes, te lo explicaré. ¿Sigues en pie? —Sí —murmulló Braille. —Pues ponte cómodo, porque tenemos para un buen rato. El doctor Dufau tiene asuntos más importantes que atender y me ha pedido que te entretenga. ¿Lo ves? Somos bufones de la corte. En definitiva, los ciegos siempre hemos hecho lo mismo. Ya nos lo explicó Haüy durante aquella visita que nos hizo. ¿Recuerdas? ¡Sí, claro que la recuerdas! Leíste muy bien. Tú siempre lo has hecho todo muy bien... —Por favor, Alfred. —¡No te preocupes, no pasa nada! Yo ya lo tengo más que superado. Pero volvamos al tema. El corazón de Louis latió con fuerza a la espera de unas noticias que amenazaban con no ser en absoluto halagüeñas. Entonces cayó en la cuenta: estaba sentado en la misma butaca que había ocupado su padre el día de su ingreso en el Instituto. Con delicadeza, pasó las manos por los brazos de madera y el terciopelo gastado y una bocanada de añoranza le subió por la garganta. Sin embargo, Alfred ya había tomado la palabra... —Él también quiere hacerse un lugar en la historia del Instituto. —No sé de quién me hablas... —De Dufau, ¿de quién va a ser? Tendría que mantener la boca cerrada, pero no sé si lo conseguiré... Aquel conserje, que durante muchos años había sido considerado uno de los reyes del día, administraba la información con la astucia con que los verdugos dosificaban el dolor a sus víctimas o el asesino la dosis de veneno. Cualquiera que hubiera presenciado la escena habría asegurado que incluso podía percibir la palidez del rostro de Braille y que contemplarla formaba parte de su goce. —¡Los ha quemado todos! Ha hecho una hoguera enorme que, sin saberlo, los alumnos han alimentado. —Pero ¿qué estás diciendo, Alfred? —Fue el mismo mes que te marchaste a Coupvray. Para serte sincero, nadie esperaba que volvieras. Al cabo de unos días, aprovechando que la mayoría de los alumnos habían ido a pasar la Semana Santa a casa y los profesores tenían vacaciones, los apilamos en el patio. ¡Y cómo pesaban los condenados! Alfred hizo una pausa a la espera de que Louis pidiera más información, pero este guardó silencio. —¡A ver si ahora además de ciego te has vuelto mudo! —exclamó el conserje, provocador—. Sé que estás aquí porque el miedo te delata. El miedo también huele, ¿sabes? ¿Quieres que haga como tu querido Gabriel y te ahorro los detalles, o aguantarás la embestida como un hombrecito? —Te has vuelto loco —susurró Braille. —No creo. Aquel día en el patio viví una experiencia liberadora. Todos aquellos volúmenes roñosos, aquellas letras en relieve sobadas... ¿Nunca se te ocurrió pensar cuántos dedos las habían repasado antes que tú? Yo lo hacía continuamente y al final me entraban náuseas. Escuchaba el deletrear de los otros niños, el esfuerzo por ligar letras, por hilvanar sílabas, por construir palabras y recordarlas estúpidamente perdiendo el sentido de la frase. ¡Se acabó! —¿El director ha quemado los libros en relieve de Haüy? ¿Es eso lo que estás diciendo? —Ni más ni menos. Habían quedado obsoletos. Pero no te alarmes: ha hecho imprimir libros nuevos con el mismo sistema, pero a la moda de Edimburgo. Nuestro director quería dejar su impronta personal y nosotros, los pobres ciegos, somos animales de costumbres. Una retahíla de nuevas generaciones repasarán con avidez este otro tipo de letra y él podrá presumir en los congresos y exhibirnos en demostraciones como aquella en la que tú y yo participamos. Por cierto —añadió al cabo de unos segundos—, si estás pensando que tu método nos redimirá de la ignorancia, ya puedes ir olvidándote del tema. Esta mañana se han confiscado todos los punzones, regletas y papeles y se ha prohibido su uso. Imagino que Dufau quiere tenerlo todo bajo control y habrá sopesado la idea de que tu regreso provoque un resurgimiento. —¡Mientes! No sé por qué, pero mientes. ¡Si eso fuera cierto, Gabriel me lo habría dicho! —¡Siempre el dichoso Gabriel, eh! A mí no me engañas, pero ya os apañaréis... De todas formas, no podía decirte nada, porque la operación se ha iniciado cuando él salía del Instituto para ir a buscarte. Pero el director en persona enseguida te lo explicará con pelos y señales. Seguro que sabrá encontrar argumentos de peso que a mí se me escapan... Ya sabes que nunca he sido muy listo. URGENCIAS Alguien llamó a la puerta de la habitación de Louis. Fueron tres golpes secos que parecían obedecer a la urgencia. Hacía dos horas que todo el edificio se había quedado a oscuras, como si eso resultara significativo en una comunidad de ciegos. El repicar de la campana, que recordaba más al toque de almas que a la invitación al sueño, lo sumió todo en un silencio denso. Solo los correteos de las ratas por los pasillos, los ronquidos de algún chico que dormía plácidamente o un llanto ahogado bajo los jergones se atrevían a contradecir la regla de silencio. La nueva normativa era estricta. A partir de esa hora, nadie podía abandonar los dormitorios. Desobedecer era considerado delito. Los disturbios vividos los últimos días habían endurecido el reglamento. Pierre-Armand Dufau pronunció un discurso entero en este sentido; no le temblaría la mano en aplicar el reglamento en beneficio del bien común. Tres días de reclusión a pan y agua fue el castigo estipulado. El joven profesor se sobresaltó ante los embates repetidos contra la madera, esta vez con más sigilo. Apenas hacía cinco minutos que había acabado el estudio de una notación musical y justo en ese momento se disponía a acostarse. Su primera reacción fue esconder los punzones bajo la almohada y cubrir las hojas de papel con la manta fina que lo protegía de la humedad las largas noches en que profundizaba en su método. Los gestos apresurados recordaban mucho las maneras de un pilluelo al que hubiesen cogido con las manos en la masa. Fue descalzo hasta la puerta y, con el corazón palpitándole en la garganta, pegó la oreja a la madera. Desde el otro lado, oyó un cuchicheo. —¡Abre, soy Gabriel! Louis, nervioso, tanteó con torpeza el cerrojo, temiendo que el chirrido del metal al deslizarse con pesadez sobre la herrumbre los delatara. Pidió a Gabriel que pasara enseguida y volvió a aguzar el oído. —Por el amor de Dios, ¿qué haces a estas horas? Nos caerá una buena, el director dice que tenemos que dar ejemplo... —¡Tranquilízate, Louis! Ya no somos unos niños a quienes pueden atemorizar con amenazas. Y si quiere que demos ejemplo, que empiece a darlo él. Pero no perdamos ni un segundo más hablando de ese individuo. ¡Lo que tenemos entre manos es muy grande, Louis, muy grande! —¿Te encuentras bien? —¡Claro que me encuentro bien! ¡Me encuentro perfectamente! De hecho, nunca me he encontrado mejor y, si me hicieras caso, tú también te sentirías así. A veces pienso que estás tan obsesionado con perfeccionar tu método que no te das cuenta, pero ya no te pertenece. Los dos profesores se situaron cara a cara. Braille se esforzaba para captar el sentido de las palabras que su amigo pronunciaba atropelladamente. Sintió un escalofrío cuando, presionándole la mano, Gabriel prosiguió: —La prohibición de Dufau no ha hecho sino alentar su uso. No está en sus manos proclamar su extinción ni depende de que el Ministerio reconozca su oficialidad. ¡Me atrevería a decir que ya no depende ni siquiera de ti! ¡Se lo han apropiado, Louis! ¡En realidad, todos nosotros, los ciegos, nos lo hemos apropiado! Los alumnos ya lo llaman por tu nombre. Los mayores lo enseñan a los más pequeños... —¡No es posible! ¿Con qué material lo hacen? Dufau dio la orden de requisar todos... —¿Es que no me escuchas? A falta de punzones usan agujas, clavos, ramitas... ¡da igual! Practican en el barro del patio, en las paredes, en trozos de papel que antes han servido para envolver arenques. En el taller, a hurtadillas, se fabrican nuevas regletas. ¿Has tenido oportunidad de hablar con monsieur Gaudet? —¿Con Joseph Gaudet, el subdirector? —Sí, sí, él mismo. —Vino a darme la bienvenida. Parece un hombre apacible, simpático incluso. Los alumnos hablan muy bien de él. Me da la impresión de que le encanta su trabajo. —¡Desde luego! Lo que no entiendo es que él y Dufau sean amigos... —Tú y yo también somos muy diferentes —intervino Louis, esperando más un elogio que una disertación. —¡Sabes perfectamente que no es lo mismo! ¡No me vengas con monsergas! Louis sonrió con dulzura. Ya había cumplido los treinta y cuatro años y, a pesar de la enfermedad, no había perdido ese aire de bondad que le era tan propio. A veces, de no ser porque la vergüenza, el decoro o lo que se entendía por buena educación se lo impedían, habría pasado la yema de los dedos por el rostro de Gabriel. Se moría de ganas de sentir cómo se transformaba en momentos de exaltación como aquel. Sin embargo, nunca se lo dijo. Gauthier, ajeno a lo que pasaba por la cabeza de su interlocutor, siguió hablando del subdirector... —Le asignaron las matemáticas y todo el mundo presta atención en sus clases, ¡y él aprovecha para hablar de cualquier materia! Tiene una capacidad sorprendente para relacionarlo todo, la historia, la filosofía, el arte... ¡Me recuerda tanto al doctor Pignier! No podría afirmarlo con seguridad, pero yo diría que está al corriente de lo que pasa. —¡Espera un momento! ¿Quieres decir que el subdirector sabe que se desobedecen las órdenes de Dufau? ¿Y que, sabiéndolo, no hace nada al respecto? —¡Tal cual! Y, si la intuición no me falla, puede desempeñar un papel muy importante en esta historia. ¿Te imaginas? Él nos podría ayudar desde dentro. —Hablas como si nos preparáramos para una revuelta... —¡Ya me vas entendiendo! —exclamó Gabriel con voz risueña mientras le daba un golpe en los hombros—. Y... ¡sorpresa! También tenemos ayuda del exterior. Braille apenas pudo contener las lágrimas. El entusiasmo de su amigo lo desbordaba. —¿Del exterior, dices? —Has hecho escuela, Louis. Has abierto los ojos a muchos ciegos, ¡eso es un gran logro! ¿Te acuerdas de Antoine Barraud? El muchacho al que su padre alejó del Instituto por aquel incidente... —¡Cómo iba a olvidarme! Vendió los dientes para ayudar a su hermana, la pequeña Adélaïde. —Pues ahora está en el primer curso de Medicina y hace campaña en la universidad. Adélaïde, que ya no es tan niña, sigue sus pasos. Se ha convertido en una muchacha encantadora que, a sus dieciséis años, devora libros a una velocidad de vértigo. —¿Y eso? —Ellas también se han organizado. Diría que mejor, incluso, que nosotros. Se reúnen en casa de Juliette. Lorraine las ha puesto en contacto y Margot también está detrás de todo esto. —No sé qué decir... Yo solo quería... —Querías encontrar la manera de que todos nosotros pudiéramos leer y escribir, acceder al conocimiento. Se trataba de eso, ¿no? ¿Y cómo pensabas que lo conseguirías sin hacer una revolución? —Ojalá tuviera tu empuje. Siento que la vida se me escapa, Gabriel. —¡No digas sandeces! No hay duda de que has tenido una mala racha, pero esta estancia en Coupvray ha resultado milagrosa. Nos queda mucho trabajo que hacer, amigo mío. ENGAÑOS A diferencia del doctor Pignier, monsieur Dufau no se instaló a vivir en el Instituto. Allí pasaba buena parte de las horas del día, pero siempre se iba a dormir a casa. Al subir de categoría y lograr el cargo de director se lo planteó durante ocho o nueve horas a lo sumo, pero todas sus dudas se desvanecieron cuando se lo dijo a su esposa. La negativa de la mujer fue rotunda, sin miramientos, y él, que en casa era un calzonazos, lo dejó correr a la primera de cambio. Sin embargo, aquel 20 de octubre de 1843 prometía ser un día muy especial. En realidad hacía mucho tiempo que Dufau, ya calvo y de vientre prominente, buscaba la aprobación de los poderosos. Ahora parecía haberlo conseguido. Había sido invitado a título personal para asistir a un acto que reunía a la aristocracia parisiense y a un grupo de intelectuales cercanos a los círculos más influyentes. También tendría el privilegio de ser testigo de las primeras pruebas de alumbrado público en la place de la Concorde, y desde un lugar privilegiado. Un avance como ese bien podía cambiar la historia, y él estaría presente, lo cual alimentaba su vanidad. En las calles de París la expectación era tan grande como la gesta que se perseguía. Así pues, Pierre-Armand Dufau tuvo un motivo más que suficiente para encargar un traje a medida. Como no podía ser de otro modo, escogió un sastre de prestigio, un renombrado maestro en el arte de hacer patrones, aunque pese a su habilidad no obraba milagros. Sin embargo, orgulloso del resultado, Dufau salió de su casa después de prometerle a su mujer que la esperaría un par de horas más tarde con un coche de caballos en la puerta. Ella murmuró algo desde la habitación, donde la peluquera le rizaba el cabello con unas tenacillas calientes. El director miró insistentemente el cielo encapotado e hizo una mueca de fastidio. A continuación se pasó los dedos por la chaqueta entallada, abierta por delante y con dos faldones negros que le llegaban hasta la rodilla. Asimismo, comprobó el lazo de la corbata que le cerraba la camisa blanca. Seguro que estaría a la altura de los invitados más elegantes. El estampado del tafetán con el que se había hecho confeccionar el chaleco le encantaba. En un primer momento pensó en exhibirse por Le Marais, un barrio venido a menos desde que, ciento sesenta años atrás, el rey Luis XIV se había trasladado a Versalles llevándose a los nobles. Este hecho marcó el inicio de la decadencia, y muchas mansiones habían quedado abandonadas o fueron reconvertidas en pequeñas industrias. La casa habitada por la familia Dufau daba buena muestra de ello. Pierre-Armand recorrió las calles adyacentes con la barbilla levantada y una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, el resultado no fue tan satisfactorio como esperaba y, después de saludar a un par de conocidos, consultó su reloj de bolsillo. Estaba tan convencido de querer dar forma a su idea que, una vez formulada, ya no se la podía sacar de la cabeza. Entonces apretó el paso en dirección sur y, al llegar a la place de l’Hôtel-de-Ville, cogió un transporte público para atravesar la Îlle du Palais y dirigirse al otro lado del río. Durante un rato extremó el cuidado para evitar mezclarse con el populacho, pero enseguida se plantó en las puertas del Instituto. No podía resistir la tentación de presumir ante sus subordinados. —¡Válgame Dios, si parece un príncipe! —exclamó monsieur Tor al toparse con él—: Pero ¿pasa algo? Nos pareció entender que hoy no vendría. ¿Ha habido algún contratiempo? El profesor hablaba atropelladamente, pero Dufau lo atribuyó al efecto que le había causado su aspecto. —Nada que no tenga solución, estimado Tor. En el último momento he recordado que necesitaba unos papeles del despacho. Más vale tenerlo todo a mano, madame de Nemours parece muy interesada en la modernización del método de lectura en relieve. ¡Es una dama distinguida e influyente! —¡Desde luego! Dicen maravillas de ella. No se preocupe, enviaré a alguien a buscar de inmediato los documentos que necesita. —Gracias, prefiero ir yo mismo. —Pero es que... —¿Algún suceso importante que yo deba saber? —preguntó Dufau ante la evidente incomodidad del profesor. —Nada, señor director. No pasa nada. ¿Qué iba a pasar? —Me ha parecido... En fin, ¿dónde está el conserje? —Alfred no se encontraba muy bien, por eso me he quedado yo en la portería. Pero no se preocupe, que lo tenemos todo controlado. Por cierto, ¡qué chaleco tan exquisito lleva! Tor era gato viejo y sabía a ciencia cierta que, si quería seducirlo y ganar tiempo, la adulación era el camino más rápido. —Me alegro de que le guste —respondió el director impostando la voz, como si interpretara el papel de un personaje verdaderamente ilustre—: Yo tenía mis dudas, no crea. Pero el sastre me convenció y ha acertado de lleno, ¡ya lo creo! Pierre-Armand Dufau se abrió la chaqueta, dejando a la vista la totalidad de la prenda en cuestión. Todavía no habían dado la conversación por acabada cuando madame Zélie se presentó de imprevisto. —Monsieur Tor... La voz de la mujer se le quedó atrapada en la garganta y, con los ojos tan abiertos como le permitieron sus párpados, congeló el gesto. Después, alternó la mirada entre uno y otro, como pidiendo explicaciones de lo que sucedía. —Ningún problema, madame Zélie, el señor director ha olvidado unos papeles. Ya se marchaba... —Muy elegante, sí. Aunque creo que se ha pasado con el perfume —añadió ella con voz queda antes de abandonar la sala con la misma presteza con la que había aparecido. Monsieur Dufau se encogió de hombros como pidiendo explicaciones, pero el viejo profesor le ganó la partida. —¡Sin duda la ha dejado usted impresionada! Si me permite, yo mismo le acompañaré. Ya sabe lo torpes que son algunos internos y por nada del mundo querría que tuviéramos que lamentar daños. Hoy estará usted en el punto de mira de todos los reunidos. La visita fue más breve de lo que al director le habría gustado. De hecho, apenas tuvo tiempo para pasearse por un par de clases y asegurarse de que la noticia fuera de boca en boca. Cuando Pierre-Armand salió por la puerta estaba ufano como un pavo real. Su vanidad no le permitía ver más allá de sus narices. De lo contrario, habría intuido que madame Zélie había dado la voz de alarma para aplazar lo que en pocos minutos sería inevitable y alteraría el orden establecido. Lo cambiaría todo y para siempre. CIEGOS QUE ENSEÑAN A LOS CIEGOS Salieron en grupos. Iban arriba y abajo como hormigas silenciosas que volvían a su hormiguero con el trabajo hecho. Un toque de campanas, previamente acordado, los convocó en el patio y todos, desde el mayor hasta el más pequeño, recorrieron el espacio con determinación, subiendo o bajando peldaños, según se encontraran en las aulas superiores o en los talleres de la planta baja. Los alumnos del Instituto iban acrecentando un río que se movía a oscuras pese a que la intensa luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales. Casi todos los profesores eran cómplices del llamamiento. De hecho, solo dos de los videntes habían quedado fuera de la convocatoria. Joseph Gaudet, el subdirector, se mantuvo a la expectativa. Era un hombre campechano, sociable y muy observador, y ya hacía tiempo que practicaba un frágil equilibrio entre unos y otros. Entendía que algunos rechazaran el sistema de puntos argumentando que este segregaría a los ciegos, pero en el fondo captaba el miedo de los que no estaban privados de la vista a dejar de ser necesarios. Ciegos que enseñan a ciegos, un código compartido y alentador. Durante las últimas semanas había sido testigo de cómo niños que arrastraban el peso de la dependencia parecían liberados de esa lacra. Se emocionaba ante la ilusión que mostraban al pasarse notas escritas con el sistema ideado por Louis Braille y al responderlas sin necesidad de una tercera persona a quien tuvieran que hacer partícipe del contenido. Nunca hasta entonces había advertido tanta confianza en el hacer y deshacer, tanto entusiasmo en el descubrimiento de aquellos mensajes que descifraban con avidez y contestaban con prontitud. No. Joseph Gaudet no se opuso a aquella rebelión pacífica gestada a espaldas de Dufau. Lorraine Dugués, con su grupo de treinta chicas, también se había sumado a la convocatoria. En pocos minutos, todos los alumnos del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos se reunían coreando el nombre de uno de los profesores más queridos, uno que no mucho tiempo atrás había tenido que enfrentarse a los mismos problemas... —¡Braille! Tor seguía el devenir de los acontecimientos desde la portería, donde Alfred se encontraba fuera de combate después de haberse bebido una tisana muy especial preparada por madame Zélie. —¿No se le habrá ido la mano? —preguntó el viejo profesor. —¡Qué va! Sé perfectamente lo que hago. Cuando se despierte tendrá dolor de cabeza, pero nada que no se cure en un día... O dos... —añadió, sabiendo que escandalizaría a aquel hombre atemorizado que le pedía alguna certeza en medio del caos. Mientras seguían con la apuesta, alguien llamó a la puerta. Tor no se movió, se limitó a encogerse de hombros con cara de circunstancias. —Pero ¿qué le pasa? ¿Abre usted o lo hago yo? —Y si es... —¡Calle, hombre, calle! Cómo quiere que sea... ¡Al doctor Dufau no podríamos tenerlo mejor entretenido! Ya se encargará Margot de distraerlo hasta el anochecer. No se preocupe por eso, este asunto lo tenemos bien controlado. Y, ahora, abra la puerta sin temor; seguramente será Pignier. Madame Zélie tenía razón: era el antiguo profesor que, por supuesto, estaba al corriente de todo lo que sucedía en el interior del edificio, que conocía como la palma de su mano. Desde que había sido sustituido, e injustamente calumniado, no había vuelto a pisar aquel lugar, pero tanto Louis como Gabriel e Hippolyte lo visitaban siempre que tenían un rato; el hecho de vivir en la misma rue Saint-Victor lo facilitaba bastante. Desde su casa se habían planificado los movimientos que alumnos y docentes seguían ahora con precisión. Sin embargo, Pignier no llegaba solo. Lo acompañaban un joven y dos señoritas muy bien vestidas, y los tres eran ciegos. Monsieur Tor miró al chico con extrañeza. El viejo profesor no lo reconoció hasta que el recién llegado sonrió y dejó a la vista el diente partido en una pelea que el mismo Tor había ayudado a sofocar muchos años atrás. —¡Édouard! ¡Sigues teniendo la misma cara de pillo, pero con dos palmos más de altura! El joven, que vivía en los Quinze-Vingts, le estrechó la mano con afecto. Intercambiaron dos palabras más, antes de que madame Zélie se adelantara a las presentaciones de las damas. —¡Yo te conozco, pondría la mano en el fuego y no me quemaría! ¡Nadie tiene una piel como la tuya, Juliette! La chica sonrió ruborizada y, sin mediar palabra, las dos mujeres se abrazaron efusivamente. Después, con lágrimas en los ojos, la joven murmuró: —Esta sí que ha sido una grata sorpresa. ¡Ha pasado tanto tiempo! No estuve mucho aquí... —Da igual, hay personas que dejan huella allá por donde pasan y tú eres una de ellas. ¡Bienvenida de nuevo! Pero a la joven que te acompaña no la reconozco... —Me llamo Adélaïde y, a pesar de que nunca he sido alumna de esta institución, he oído hablar mucho de usted. —Espero que bien —dijo madame Zélie con voz risueña. —¡Desde luego! —¿Entonces...? —Soy la hermana de Antoine Barraud. El chico que vendió sus dientes —añadió al presentir un gesto de extrañeza en el rostro de los presentes. —¡Virgen María santísima! —exclamó monsieur Tor—. Nos han dicho que Antoine estudia Medicina. —En efecto, será un médico extraordinario. Es un ser humano excepcional. Sin él y la constancia de mi madre... En fin, no he venido aquí a hablar de mí —dijo cambiando radicalmente el tono—. ¿Ha empezado la reunión? —¡Oh, sí! ¡Pasen, pasen! Monsieur Braille apenas ha empezado a pronunciar unas palabras. El doctor Pignier sonrió al escuchar el tratamiento que se le dispensaba a Louis, a su Louis, ahora convertido en todo un profesor reconocido como líder. Cuando Tor se disponía a cerrar la puerta, dos jóvenes videntes, ataviados con modestia, pidieron permiso para sumarse a la convocatoria. —Perdonen, pero hoy el director no podrá atenderles, y nos pillan en un mal momento. Si no les importa volver mañana... —Usted debe de ser el profesor Victor Signoret, ¿verdad? —Para servirles. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así. ¿Tendría que...? —No. De hecho nunca hemos sido presentados. Margot nos ha pedido que viniéramos y nos diéramos a conocer. Él es Pierre y yo me llamo Thomas; de pequeños éramos inseparables. De la pandilla de Canard. —Luego añadió a media voz—: Estamos a su disposición para lo que necesite. —Ahora no se me ocurre nada, pero pasen, pasen. Los acompaño al patio. Monsieur Tor ya no pudo entrar en el recinto; ¡no cabía ni un alfiler! Louis Braille, desde una tarima, hablaba con un pañuelo en la mano para protegerse la boca si le venía la tos. Su amigo Gabriel Gauthier lo apoyaba a menos de un metro de distancia y, muy cerca de ellos, el subdirector asentía con la cabeza y lo observaba todo sin acabar de creérselo. Tor se emocionó por momentos. Al abrigo de miradas indiscretas, se permitió que el nudo de la garganta se deshiciera y un llanto suave liberara en parte su estremecimiento. Contemplaba a quien había sido su alumno y no podía dejar de pensar en tantos ratos compartidos, en especial el día en que se había desahogado hablándole de su hermano muerto, de su madre loca... ¡Tantas y tantas complicidades forjadas a lo largo de los años! La voz de Louis no era la de un orador, pero transmitía honestidad. No lanzaba proclamas para conseguir seguidores, tan solo daba las gracias por la confianza y el valor. Hablaba de los libros como bellos compañeros, de la lectura como la herramienta que los conduciría a la igualdad, de la música como un verdadero lenguaje universal, amor en estado puro en busca de su público. Lejos de erigirse como alguien superior, se proclamaba como mera herramienta al servicio de la comunidad. Les habló de una de las figuras literarias más importantes de Inglaterra, el doctor Samuel Johnson, muerto hacía unos sesenta años. Lo había conocido gracias a monsieur Bécheret y ahora había llegado el momento de compartir aquellas enseñanzas con quienes se autodenominaban sus discípulos: «Las grandes obras no se realizan con la fuerza, sino con la perseverancia.» Añadió que había que trabajar duro si querían salir de su condición de ciudadanos de segunda y tomar las riendas de su propia vida. Hizo hincapié en la necesidad de llegar a todas las personas ciegas, no solo a quienes tenían la suerte de recibir una beca o de proceder de una familia acomodada. Hizo una proclama en contra de la violencia y apuntó que a menudo la falta de empatía, el miedo, el desconocimiento podían tener consecuencias indeseadas. Por último, tuvo un recuerdo para quienes se habían quedado por el camino: Albert, Joseph... Y concluyó diciendo: —Un punzón me hirió el ojo y me hizo perder la vista. Otro ha facilitado que todos los ciegos, a partir de ahora, podamos ver con la yema de los dedos. VANIDAD, MANUAL DE USO Joseph Gaudet recorrió con decisión la breve distancia que separaba su clase del despacho de monsieur Dufau. El subdirector había sabido de inmediato, incluso antes de que el conserje abriera la boca, que los sucesos del día anterior tendrían consecuencias. De hecho era algo previsible y, por ese motivo, anticipándose a los hechos, se había pasado buena parte de la noche pensando en cómo manejar la situación. Estaba convencido de que, al igual que no cabe poner puertas al campo, porque este siempre las sobrepasa y las acaba engullendo, no era factible contener toda la energía que el día anterior se había desatado en aquel viejo caserón. Todos hablaban de lo que había sucedido y en el ambiente flotaba algo gestado a partir de profundas complicidades. Era una fortaleza que les daba esperanza. Resultaba contagiosa, liberadora. Este coraje había hecho añicos el ademán arrogante de monsieur Dufau, al fin y al cabo un hombre enojado con el mundo y muy especialmente con todo lo que guardara alguna relación con Louis Braille. La noticia, pues, no había causado el efecto esperado y el mensajero, con la sorna que le era imposible proyectar en sus ojos ciegos, había remachado: —Ha dicho que sin más dilación ni excusas. —Gracias, Alfred. Ya puedes retirarte. Poco después, Gaudet lució su mejor sonrisa ante su superior, una persona con la que se había entendido en el día a día. Pero enseguida vio que Dufau estaba que trinaba. —Tu traje causó sensación, ¿verdad que sí? —preguntó el subdirector en cuanto entró en la sala. —¿Me tomas por imbécil? ¿De verdad crees que te he hecho llamar para hablar de...? ¡No! ¡Está claro que no! ¡Tú lo que quieres es embaucarme! —¡Dios me libre! —exclamó Gaudet, acercándose a Pierre-Armand Dufau con la clara intención de tranquilizarlo. —Me dijiste que te quedabas a cargo de todo, que podía irme tranquilo... —¡Y así fue! —Entonces, ¿por qué el desgraciado de Alfred me ha hecho saber, en cuanto he entrado por la puerta, que aquí ha habido un auténtico complot? ¡Porque asegura que el Instituto entero ha conspirado a mis espaldas y tú lo has consentido! ¡No me digas que es una maniobra suya, porque dispongo de testigos y me aseguran que, esta vez, dice la verdad! —Amigo mío... —¡No intentes ir por ahí, que te conozco! ¿Qué pasó exactamente ayer en mi ausencia? ¡Habla de una vez! —Necesitaba verlo con mis propios ojos. Nos hemos equivocado, estimado Pierre. —¿Que nos hemos equivocado, dices? ¿Se puede saber de qué hablas? —Ellos tenían razón. Es muy sencillo. Hemos querido negar la evidencia, pero no hay nada que hacer. El sistema que ha ideado Braille es revolucionario. —¡Lo que me faltaba por oír! No te das cuenta de que... —Sí, sí, lo sé. Todo lo que puedas decirme ya lo sé. Lo puedes justificar con razonamientos que ya he escuchado antes, también insistir en la prohibición y los castigos a todos los que usen el método, pero no conseguirás negar la evidencia. La conversación entre los dos hombres duró un buen par de horas. Al principio, monsieur Dufau levantó la voz en alguna ocasión, pero poco a poco fue sustituyendo los gritos por preguntas y fue considerando las posibles soluciones que Gaudet le exponía. —Escúchame bien, Pierre. ¿Has oído hablar de Sun Tzu? —No estoy de humor para adivinanzas. ¿Adónde quieres ir a parar? —Sun Tzu era un general chino que hace unos dos mil quinientos años escribió el tratado de práctica militar y estrategias de guerra más importante de la historia. El propio Napoleón siempre lo tuvo muy en cuenta. —¡Te aseguro que no estoy para cuentos chinos! —No es ningún cuento y, créeme, ¡es de lo más interesante! Ese hombre decía, y se ha demostrado en centenares de ocasiones, que lo ideal es vencer sin luchar y que la guerra se basa en el engaño y la confusión del enemigo. ¡Eso mismo es lo que nosotros haremos! Adaptaremos la estrategia a las condiciones y circunstancias que nos vamos encontrando. ¡Si no puedes con tu enemigo, únete a él! —¿Me estás pidiendo que les dé la razón? ¿Que dé al traste con todo el trabajo y que sea el hazmerreír de...? —¡Espera! —interrumpió Gaudet—. ¿Vas a escucharme o no? ¡No se trata de dar el brazo a torcer, todo lo contrario! Te propongo que te atribuyas el mérito de un descubrimiento que se estudiará en todos los libros de historia. Si no se atrasan las obras, el próximo mes de noviembre nos trasladamos al boulevard des Invalides. Deja que hagan y aprovecha el cambio de sede para acercarte al sistema de los puntos. ¡Es increíble! Son capaces de leer casi tan rápido como tú y yo. ¡Prepara una gran ceremonia inaugural a finales de enero, o ya entrado el mes de febrero, y ofrece una demostración de buena ley! Monsieur Dufau se llevó la mano a la barbilla y permitió que una media sonrisa fuera modificando el rictus amargo que había exhibido hasta entonces. El brillo de sus ojos iba en aumento a medida que Gaudet le regalaba el oído con aquel escenario tan seductor. Poco a poco se fue haciendo una composición de lugar. Imaginó la nueva sala de actos llena hasta los topes de personajes distinguidos del mundo de la cultura, la ciencia y la política, de profesores del conservatorio y de la universidad, de miembros del Parlamento y del Gobierno, él convertido en el centro de todas las miradas y, al día siguiente, aclamado por la prensa. Muy cerca de la puerta del despacho del director del Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos alguien aguzaba el oído. Era Tor, el maestro que había estado más cerca de los alumnos durante todos aquellos años; incluso le gustaba decirse a sí mismo que, si no hubiera apoyado de forma incondicional a aquel joven estudiante desde el comienzo, todo habría sido más difícil. Sin embargo, el exprofesor era partidario de guardar las vanidades en lo más profundo de su corazón, y nunca se había manifestado en ese sentido. Las palabras de Dufau y Gaudet no le preocuparon. Sabía que la inconstancia presidía todos los actos del director y que habría tiempo para acabar de convencer al más estrecho colaborador de este. Lo que realmente importaba era que el método triunfara y sirviera para ayudar a los nuevos alumnos que se fueran incorporando, quizá que se extendiera por el mundo entero. La experiencia junto a Braille le había enseñado que, a menudo, era necesario soñar para lograr un poco de realidad, pero de la que está imbuida de justicia. No veía el momento de contarle a Louis lo que estaba sucediendo; no le cabía la menor duda de que le alegrarían las nuevas noticias y que con el tiempo ya comprobarían cómo iban tomando forma todas aquellas cábalas. Se retiró con sigilo hacia el fondo del pasillo mientras Dufau elogiaba los consejos del subdirector. Veinte años después de que Louis concibiese su método se iniciaba un reconocimiento que, a pesar de no ser oficial, permitiría avanzar en este sentido. Lejos de miradas indiscretas, Victor Signoret carraspeó y, con un hilo de voz, dio gracias. Lo hizo mirando el cielo, dirigiéndose al Creador o a quien fuera que hubiera obrado el milagro. Después parpadeó un par de veces para ahuyentar las lágrimas y recuperar el control de la situación. —Dadme salud para verlo, Señor. Y si esta no fuera vuestra voluntad, me marcharé de este mundo con la convicción de que lo he dejado un poco mejor de como lo encontré. Lo haré con el gozo de saber que mi pequeña existencia ha tenido un propósito. Vichy, finales de agosto de 1848 Hoy me asalta una especie de agitación que me persigue haga lo que haga. Me muevo entre el desasosiego de esperar a Margot, que ha de venir acompañada de Gabriel, y el deseo de que alguna circunstancia se interponga en su camino. Es una sensación de cosquilleo, como una desazón que no me atrevería a calificar de desagradable porque me vivifica. La espera se convierte en un goce en sí misma. Cuanto más tarden en llegar, más tardarán, también, en marcharse. Sin embargo, quizá les dé una sorpresa. Estoy pensando seriamente en plantearles una propuesta: volver juntos a París. Todo indica que la situación es muy delicada y la mejora que mi salud ha experimentado de poco me sirve si solo me permito atrincherarme en esta burbuja protectora. He escrito mucho y a menudo he tenido que remontarme en el tiempo; me he enfrentado a mis fantasmas, a mis miedos... Después de todos los días y noches que he tenido para pensar, forzosamente he hecho balance. Balance de mi vida y del precio que estoy dispuesto a pagar para que la condición de enfermo no pase por encima de mi dignidad. Hablaba de ello con monsieur Tor hace unos días, y creo que me ha ayudado a profundizar. Tal vez no pueda llevar a cabo algunos de los proyectos en los que he estado trabajando; es posible que las fuerzas me abandonen por el camino, pero mantenerlos en el terreno de los sueños me resulta insuficiente. No quiero ser de los que se contentan solo con soñar. Sentirse vivo también tiene que ser una decisión. Aquí todo me llega con cuentagotas: las noticias, los ratos en el jardín, el sol, incluso la risa parecen medidos, como una medicina administrada en pequeñas dosis. Quizá temen que los efectos secundarios, a menudo imponderables, den al traste con las previsiones. Con un control tan exhaustivo, no hay peligro de intoxicación. El dolor se va amortiguando, pero también cualquier otra sensación. No han contado con ello, y no me extraña, solo puede ser decisión propia; que, después de todo un recorrido en equilibrio, siento el deseo de comerme la vida a cucharadas, de bebérmela a tragos y si, al hacerlo, me chorrea por la comisura de los labios y la dificultad de contenerla me atraganta, pues que la muerte me encuentre ebrio de esperanza. Alejandra también ha contribuido a inclinar la balanza, con su alegría alejada de convenciones. Ayer, cuando me explicaba que en su Buenos Aires la lectura en voz alta de los textos de un diario local era obligatoria, me entraron más ganas de salir de la madriguera. El periódico en cuestión publicaba extractos de El contrato social, de Rousseau, para informar a la mayoría de los feligreses analfabetos sobre las ideas relacionadas con la igualdad y la libertad que les llegaban desde Europa. Y es que hasta abril no se promulgó el decreto de abolición de la esclavitud, una lacra que después de acabar con la revuelta en Santo Domingo, Napoleón había restablecido en 1802 para favorecer el comercio de esclavos. Fue una suerte que Victor Schoelcher fuera nombrado subsecretario de Estado de Marina y para las colonias en este nuevo Gobierno recién estrenado. Al final, su lucha contra la esclavitud ha dado frutos. No obstante, queda una revuelta pendiente: ¡la nuestra! Tenemos que luchar contra aquellos que encadenan a una parte de la población y los relega a ser ciudadanos de segunda. Necesito volver y poner en marcha esta idea de la lectura en voz alta. Hay muchas cosas que hemos de traducir al sistema de puntos, y tenemos que organizarnos. No puedo permanecer más tiempo bajo el silencio de esta niebla que me enturbia; ni tampoco en la soledad de los límites que me impone mi cuerpo frágil, ahora que mi mente es capaz de trascenderlos. —¡Monsieur Braille! ¿Quiere esperar un rato más por si sus amigos llegan a comer o pongo la mesa para usted solo, monsieur? —Estimada Alejandra, perdone, estaba ensimismado. ¿Qué me decía? —Le comentaba que se hacía tarde para comer. ¿Quiere seguir esperando? —¿Usted tiene hambre? —No acabo de entenderlo. Me refería a... —Sé a qué se refería, pero insisto..., ¿tiene hambre, Alejandra? —¡Yo siempre tengo hambre! —Pues ponga la mesa para dos, si no tiene ninguna objeción en acompañarme, está claro. —¡Acepto encantada, monsieur! Una de las cosas que más me gusta de esta chica es que no trata de aleccionarme sobre lo que más me conviene, como si yo fuera un niño o un anciano que ya no rige. Me gusta su modo de actuar desprovisto de artificio y compasión hacia mi persona; me recuerda mucho a la Margot que conocí, libre, rebelde. Quizás el paso del tiempo nos pule y domestica, como le ocurre al Sena a su paso por París. Aquí, por el contrario, las aguas del Allier todavía huelen a salvajismo y transcurren ruidosas por los desfiladeros, arremolinándose. —Le he estado observando estos días que llevamos juntos, monsieur, y me parece que ya lo entiendo. —Puedes llamarme Louis, si lo prefieres. ¿Puedo saber qué es lo que ya has comprendido? —¿Ha oído hablar de Ignaz Philipp Semmelweis? —No, pero por la manera que te refieres a él diría que debería haberlo hecho, ¿verdad? —Es un médico húngaro que trabaja en el Hospital General de Viena. El año pasado estaba en boca de todos, aquí en el balneario. El caso es que observó que muchas mujeres que tenían a sus hijos en el hospital morían después del parto debido a las fiebres. Y, al contrario de lo que cabía esperar, un número muy elevado de las que parían en casa no sufrían estas complicaciones. —¡Qué curioso! Imagino que descubrió la causa... —Exacto. Relacionó las fiebres con los reconocimientos médicos que llevaban a cabo los doctores. —No sé si te sigo... —Semmelweis descubrió que estas fiebres eran una enfermedad contagiosa. Los médicos venían directamente de hacer las autopsias, sus manos y el material que usaban en los partos estaba contaminado. Para demostrar su teoría, pidió que se lavaran las manos con agua y cal clorada antes de examinar a las parturientas. Las muertes se redujeron muchísimo, no recuerdo el tanto por ciento, pero era muy significativo. —Me parece de lo más interesante, pero todavía no consigo relacionar esta historia con tu descubrimiento. ¿Qué tiene que ver conmigo? —No sé si sabré explicarme. Los que no somos ciegos conocemos cosas sin verlas, como los microbios, el amor. ¡Sabemos que los gérmenes existen, que pueden dar origen a una enfermedad, pero nunca los hemos visto! Si nosotros podemos hablar de ellos, trabajar, hacer cálculos... ¿por qué los ciegos no van a saber y conocer aquello que no ven? —¿De dónde has salido tú, Alejandra? —¿Cómo dice? —Me preguntaba si no te apetecería trabajar en París. Ya hace cuatro años que el Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos está en el boulevard des Invalides, en pleno centro de la ciudad! Te engañaría si te dijera que es el paraíso, pero teniendo en cuenta que veníamos del mismo infierno, a todos nos lo pareció. Reír es siempre un buen remedio, ¡pero si lo haces en compañía es una maravilla! Y es así, riendo a mandíbula batiente y hablando de lo divino y de lo humano, como nos sorprenden Margot y Gabriel. Con su presencia, el anochecer resulta mágico. En realidad pensaba que me lo pondrían más difícil, que después de obligarme a reflexionar sobre mi decisión intentarían convencerme de lo contrario, tildándola de osada e irresponsable, pero no ha sido así. Me pregunto si Alejandra no habrá tenido algo que ver con ello, si sencillamente me han dejado por inútil o se han sentido incapaces de truncar mi alegría. En cualquiera de los casos, es una velada deliciosa. Margot no calla ni un solo momento, mientras Gabriel la escucha en silencio. No podría asegurarlo, pero me parece que últimamente se han fortalecido los lazos que los unen. Quizá se trate de imaginaciones mías. Es algo que nos pasa a los ciegos.... Margot y Gabriel, mis amores imposibles; inconfesables, supongo. Ella nos da una noticia que me perturba. Parece que el viejo edificio del Instituto está en proceso de desaparición y he sentido una punzada de dolor en el estómago. Lo derriban. Ahora mismo se muestra destripado ante el mundo, como el cadáver de un animal con las entrañas al aire. Nos cuenta, conmovida, que se quedó un rato plantada delante de las ruinas, que a cada nueva embestida contra las paredes el suelo se estremecía bajo sus pies y un puñado de recuerdos tomaban vida, como si alguien los dibujara sobre el polvo. También dice que pasó un rato siguiendo el trazo en relieve que dejaban unas escaleras desaparecidas. Ya no llevan a ninguna parte porque han perdido los peldaños, como quienes pierden los dientes de un puñetazo y les quedan las encías al descubierto. Parece que esta escena la trasladó a los paisajes de la niñez y que se permitió llorar. Poco a poco, sus explicaciones van bajando de tono... —Hacia el atardecer, cuando se detienen los golpes contra las paredes, vigas y cuadrales yacen malheridos contra el suelo y los mendigos toman posesión de ese lugar. Son un buen puñado. Llevan sacos a la espalda y hurgan entre los escombros. Comparten el espacio con perros y ratas, y sobre los restos del dormitorio de los alumnos arrullan los palomos. A Margot le pareció ver a una niña que llevaba colgada del cuello la bufanda de Albert; la de colorines que le hizo llegar su abuela la primera Navidad que pasó en el Instituto. La niña, que se rascaba la cabeza con desesperación y andaba descalza, arrastraba la prenda mientras sonreía, como si fuera la capa de una princesa. Los tres guardamos silencio un rato, como si los recuerdos nos hubieran abatido. Pienso en cómo deshacer el hechizo, pero hay historias del pasado que tienen demasiada fuerza para dejarlas atrás. —No sé si tenemos que ponernos nostálgicos porque se haya convertido en un escombro. Yo sé historias sobre ese lugar que os harían estremecer —digo, como si realmente deseara zanjar el tema. —¿Cómo sabes que nosotros no las conocemos? —me pregunta Gabriel con incredulidad. —Tor guardaba unos documentos en la biblioteca sobre los primeros tiempos del edificio. Un anochecer me los leyó, como si contara una leyenda de terror a un niño. —Suena interesante. —No creas, Margot. Arrastré mucho tiempo el recuerdo de algunas imágenes. —¿Y...? —pregunta Gabriel, como si le molestara que yo pase a ser el centro de atención. —Los hechos son espeluznantes. París todavía estaba rodeado por la vieja muralla y cerca de una de sus puertas, la de Saint-Victor, se edificó el Collège des Bons Enfants, que muy pronto fue conocido como el Colegio de los Escolares Pobres. Un tal Vicente de Paúl y su discípulo... bueno, no recuerdo su nombre, ocuparon el caserón abandonado y lo reconstruyeron para llevar a cabo su misión. Apenas siete años después reclamaron al religioso para ocupar el priorato de Saint-Lazare, al norte de la ciudad, y el edificio se reconvirtió en un seminario, el de Saint-Firmin. Hasta los tiempos de la Revolución se formaron sacerdotes para la diócesis de París. —París está lleno de seminarios, antiguos conventos... —interviene Gabriel. —Déjame acabar. Todavía no sabéis lo más terrible, lo que algunas noches me quitaba el sueño. Pasó hace poco más de medio siglo, cuando el edificio se convirtió en prisión de aquellos eclesiásticos que tenían fama de reaccionarios. Para castigarlos, los arrojaban al patio desde las ventanas y la imagen de sus cuerpos estrellándose contra el suelo me ha perseguido siempre. Me parecía escuchar sus gritos, revivir aquella carnicería. Después los remataban si era necesario. Los cadáveres se iban amontonando, pero había órdenes de no retirarlos para que sirvieran de ejemplo y escarmiento. —Sí que es una historia escalofriante —opina Margot, con un tono que casi hace que me arrepienta de mis palabras; sin embargo insisto en finalizar la historia... —Después el edificio cayó en manos de monsieur Huin, que lo alquiló por siete mil quinientos francos anuales, con promesa de venta, a la Institución Real de Jóvenes Ciegos. Sin embargo, antes lo ocuparon unas mujeres llamadas «Defensoras de la patria» y lo usaron como prostíbulo... —Pero en 1819 —me interrumpe Margot mientras me coge de la mano— nuestros destinos coincidieron entre los mismos muros que habían sido testigos de tantos horrores. Y ¿sabéis qué? Me gusta pensar que entre aquellas cuatro paredes asistimos al nacimiento de un método que marcará un antes y un después en la vida de los ciegos... Como si se tratara del velatorio de un ser querido en el que los recuerdos se encadenan con risas, alguna lágrima y largos silencios, mi relato nos ayuda a despedirnos de un espacio que ya solo podremos habitar en nuestra memoria. Es bien cierto que el mundo real resulta mucho más pequeño y encorsetado que el de nuestra imaginación. Los últimos rayos de sol nos calientan. Gabriel y yo notamos su influencia, suave como una caricia. Sin embargo, más allá, cuando abandona la geografía de nuestra piel, le perdemos el rastro. Margot nos describe ese recorrido que nos es imposible de alcanzar. Como en otros tiempos, como siempre... —Sí, entra por la ventana, pero ya llega muy débil. Sin embargo, todavía tiene fuerzas para avanzar por el suelo e iluminar tenuemente las esquinas antes de quebrarse. En el aire ha suspendido un polvillo dorado, finísimo. Quizás es esto lo que notáis. Se desliza por encima de nosotros y se ensancha al tocarnos, antes de desaparecer. Epílogo A monsieur Gaston Gallimard Librairie Gallimard, París Mónaco, 22 de diciembre de 1919 Monsieur: Sin duda sería un gesto poco sensato por mi parte pretender que una persona con sus ocupaciones recuerde mi nombre. Por otro lado, lo considero imprescindible para transmitirle correctamente la historia que expondré a continuación. Nos conocimos alrededor de 1913 en un café muy cerca de su editorial. Recuerdo que era el mes de junio y el castaño de Indias de la place René-Le Gall estaba florido y con algunos frutos a punto de estallar. Hacía poco que se había estrenado La consagración de la primavera, de Stravinski, en el Théâtre des Champs-Élysées y mi compañero, Alfred Agostinelli, y yo misma, estábamos especialmente emocionados. Las críticas habían sido furibundas, pero nosotros habíamos visto la cara de la auténtica vanguardia y la celebramos desde entonces. El nombre del café, como tantas otras cosas, lo he olvidado, quizá debido a las trágicas circunstancias que se fueron encadenando. Si tengo que ser fiel a la realidad, quizá ni siquiera mi persona merezca su recuerdo, dado que la función que me habían asignado en aquellas reuniones tan solo era la de acompañante. El verdadero protagonista era Alfred, entonces secretario de un muy buen amigo de usted, el escritor Marcel Proust. Así empezó esta historia. Alfred tenía el encargo de hacerle llegar a usted, de parte de Proust, los primeros capítulos de una obra singular, Por el camino de Swann. No dudo que consideró usted su publicación desde la experiencia de su cargo y que, el hecho de rechazarla en un principio, era, sin ninguna discusión posible, prerrogativa suya. Mi carta no tiene que ver con monsieur Proust, con quien compartimos buenos momentos, sino con los papeles que guardaba Alfred en su despacho y de los cuales soy depositaria desde su muerte. Para que disponga usted de toda la información, le diré que Alfred Agostinelli murió en 1914 a raíz de un accidente de aviación. La avioneta en cuestión había sido un regalo de Marcel Proust, pero, a pesar del dolor por su pérdida, nunca he considerado este hecho más allá de lo que a menudo denominan «las bromas del destino». Le diré que Alfred, al poco de aceptar el cargo de secretario de su amigo escritor, se aficionó al noble arte de las letras y, desde entonces, pasamos muchas tardes comentando nuestras lecturas o el contenido de los manuscritos de Proust mientras intentábamos descifrar la endemoniada letra del artista. Puede parecer un asunto baladí, el de ejercer como secretario, pero tenga en cuenta que, de otro modo, nunca habría tenido usted la oportunidad de leer a Marcel Proust, a quien finalmente, después de su éxito inicial, ha decidido publicar. Alfred siempre aseguraba, sobre todo cuando la absenta se apoderaba de su raciocinio, que sería escritor, que algún día redactaría novelas con la pasión y la constancia de su amigo Marcel. Yo no le hacía mucho caso, ni de estos propósitos ni de los argumentos que desgranaba; a menudo quedaban prisioneros entre las volutas de humo de los cigarrillos turcos que nos envolvían cada noche. Entiendo que no resulta fácil escribir una historia. A cada paso me asaltan nuevas razones, recuerdos, reflexiones que quizá son fundamentales para que usted comprenda. Tengo que apuntar, pues, que en aquella época yo trabajaba como contable en una empresa de tejidos, una buena manera de despreocuparme de lo que hacía Alfred con el sueldo, más bien escaso, que le había asignado monsieur Proust. Y lo digo porque es una información que permite entender mi desconocimiento sobre las actividades de mi compañero durante toda la jornada. Podría haberme interesado por ello, por supuesto, pero Alfred no era un hombre de respuestas. Más bien tenía muchas preguntas, un aspecto de su carácter que me transmitió a su muerte. Desconocer sus tareas diurnas me ha llevado a la situación actual. Han pasado casi seis años desde que murió y me atrevo a confiarle lo que me ha inquietado durante todo este tiempo. Espero no dar pie a pensar que lo hago movida por el interés o que me atribuyo un papel que no me corresponde. Alfred Agostinelli soñaba con ser escritor, pero yo nunca había visto ni una sola línea que saliera de su pluma. Al volver a casa después del entierro pasé unos cuantos días con el alma perdida, como si fuera incapaz de encontrar el rumbo. Incluso ir de una estancia a otra del pequeño apartamento que teníamos en Mónaco —todavía lo conservo, como puede ver por el encabezamiento de mi carta— podía resultar equívoco; a menudo acababa en la cocina sin saber qué me llevaba hasta allí, o en la habitación cuando necesitaba respirar el aroma a salitre con que nos regalaba la proximidad del mar. No querría robarle mucho tiempo, pero estoy convencida de que la historia suscitará su interés y que, tal como me pasó a mí, incluso le producirá cierta perplejidad. El caso es que durante mis idas y venidas por el apartamento descubrí las hojas que le remito. Lo primero que me llamó la atención fue el título: Los caminos de la luz. Alfred no era una persona que pensara mucho en la luz, más bien se inclinaba hacia la oscuridad y forzaba la vista para poder penetrar en la negrura más densa. Al leer las primeras páginas me di cuenta de que se trataba de una narración muy poco usual, pero muy precisa en su planteamiento. Enseguida busqué noticias del protagonista, Louis Braille, puesto que alguna vez había escuchado el nombre, aunque tenía muy pocos conocimientos sobre él. Sin duda una persona tan ilustrada como usted sabrá que vivió durante la primera mitad del siglo pasado en París y que su método de escritura para ciegos ha obtenido gran relevancia social. Mis informaciones quizá no sean del todo precisas. Yo, a diferencia de algunas de las personas que me han rodeado, nunca he tenido veleidades literarias. Sin duda le parecerá más productivo adentrarse en el texto y extraer sus propias conclusiones, pero las dificultades que he debido superar para obtenerlas me permiten pensar que sabrá apreciar mi esfuerzo. Todo indica que Alfred encontró estos papeles en algún momento de 1913. Las notas que también le añado apuntan a que él mismo los ordenó de alguna manera y fue completando lo que consideraba insuficiente. Entiendo que los textos escritos en primera persona fueron distribuidos a lo largo de la obra, siguiendo una anotación al margen que hay en la hoja 26. Así lo quería el propio Braille, según parece. Mi opinión es que Alfred vio en este material, descubierto quizá por azar, la base para escribir una futura novela basada en la aventura humana del creador del alfabeto para ciegos. He sido incapaz de discernir qué hay de cierto en el texto; no he podido constatar si había un manuscrito inicial y, en algunos momentos, he pensado si mi compañero no lo quemó un anochecer de invierno, cuando vi que había alimentado el hogar con un buen fajo de papeles. Insisto en que por entonces, yo permanecía ajena a lo que se traía entre manos. La única información que puedo añadir al respeto es que nunca he conocido a nadie con tan poca imaginación como Alfred Agostinelli, y lo digo desde la admiración por el resto de sus cualidades humanas. Durante los años transcurridos desde su muerte, me he dedicado con cierta constancia a desvelar el resto de la historia, que según se desprende del texto no pudo escribir monsieur Braille, siempre tan ocupado con sus investigaciones para perfeccionar su método y con los alumnos de su querido Instituto Nacional de Jóvenes Ciegos, adonde acudí en busca de ayuda. Tuve la suerte de poder reunirme con Auguste Gauthier, nieto de aquel Gabriel Gauthier que fue uno de los amigos más apreciados de monsieur Braille. Auguste es profesor del Instituto y un gran admirador de la trayectoria de su abuelo. No es ciego, pero, según dicen, es su viva estampa. Y esto es de vital importancia; es el depositario de muchas historias de aquella época que el mismo Gabriel Gauthier le explicaba como si fueran cuentos. Me siento autorizada para decir que se puede contar con él en caso de querer profundizar en el tema. En pocas palabras, sobre los tres años que siguen a las últimas informaciones que nos ofrece el texto, se podría decir que monsieur Braille se recuperó bastante de su enfermedad, después de la estancia en Vichy, pero le costó reincorporarse a sus tareas como profesor en el Instituto. De hecho, por lo que me insinuó Auguste Gauthier, fue una época de renuncias graduales y solo pudo continuar como docente gracias a su decisión y coraje. En paralelo a su retorno, Luis Napoleón ganó las elecciones francesas por una gran mayoría, el país emprendió de nuevo la vía del poder absoluto, lo cual acabó apaciguando los vientos revolucionarios. A pesar de ello, Louis Braille debió de sentirse satisfecho por el reconocimiento que iba recibiendo su método; siempre pendiente de un hilo, a pesar de las pequeñas victorias. En 1849 se tradujo al alfabeto para los ciegos la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, un hito muy celebrado por el mismo Braille en una época de profundización de su fe. La creación de un premio de escritura para los alumnos debió de ser también motivo de alegría, así como la extensión de los galardones, al año siguiente, a las alumnas del Instituto. Me ha sido imposible averiguar si en algún momento prosiguió la tarea que había emprendido en Vichy. No obstante, Auguste Gauthier me aseguró que su abuelo le hablaba a menudo de cómo, hacia el final de su vida, a nuestro protagonista se le veía escribiendo y tomando notas por los rincones más inesperados, pero nadie sabía muy bien a qué dedicaba aquellos afanes. Su salud se agrava tanto alrededor de 1850 que pide su jubilación, y Dufau acepta proponérselo al ministro del Interior. Sin embargo, continúa con las clases de piano y también ejerce como organista en la capilla de la casa de los misioneros lazaristas de la rue de Sèvres, al tiempo que continúa formando a un discípulo, Ballu, que fue su sustituto. Auguste recuerda alguna referencia a Margot Demezière, pero asegura que siempre con poco entusiasmo. No he sido capaz de saber qué pasó con ella después de Vichy, como si su rastro hubiera desaparecido. Sin embargo, pienso que en Limoges deben de saber cómo acabó sus días. Me había quedado este pesar hasta que la última vez que estuve en el Instituto uno de los alumnos me pasó una nota manuscrita. En ella se afirmaba que Margot había estado junto a Braille hasta el final y que se había esforzado para que pasara de la mejor manera los últimos años. El mensaje concluía con una frase enigmática, que podría tener muchas interpretaciones... «Me alegra que lo tengas tú.» ¿Se refería al manuscrito? Así quise entenderlo, pero por mucho que intenté comunicarme con aquel misterioso alumno, nadie en el Instituto supo averiguar de quién se trataba a partir de mi descripción. Continúo, pues, con mi historia. La historia de los años finales de Louis Braille, según mis notas... Fue en las postrimerías de 1851, un día después de que Luis Napoleón decidiera dar un golpe de Estado para perpetuarse en el poder, cuando monsieur Braille sufrió un grave empeoramiento. Dicen que el mismo doctor Allibert, que cuidaba de él entonces, se asustó mucho, y que atribuyó la recaída al tiempo húmedo y neblinoso de aquel invierno. Resistió hasta el 6 de enero, fecha de su muerte, y parece que sus amigos, Gabriel Gauthier, Hippolyte Coltat, y también su madre y dos hermanos lo acompañaban. Hasta aquí lo que he podido saber. Mi intención no ha sido en ningún momento hurgar en su vida, sino cerrar una historia que recibí incompleta. Quizás el mismo Braille no considerara necesario hacerlo, y el hecho de acabar sus escritos el 1848 ya lo dejó satisfecho. Pero también es posible que se hayan perdido o que alguien los destruyera para que la dureza de su muerte no diera pie al chismorreo de sucesos escabrosos, algo que tan a menudo acompaña al ser humano. De cómo llegaron estos papeles a manos de Alfred Agostinelli, como ya le he dicho, no he podido sacar nada en claro. La posibilidad de que el texto fuera algún proyecto de Marcel Proust y que Alfred lo tuviera en casa con la intención de leerlo por encargo del escritor quedó desmentida por el mismo Proust en una carta muy breve y con un tono más bien ofendido. Centrado en su gran proyecto, como usted sabe muy bien, el autor de Por el camino de Swann me aseguró que nunca había escrito ni ideado nada parecido sobre el creador del alfabeto Braille. Desde mi modestia, pero como lectora apasionada de novelas, he pensado que el texto tiene suficiente entidad e interés. También que refleja una época y unos hechos que merecen ser recordados. Por este motivo os lo hago llegar con la esperanza de que tenga a bien publicarlo. Suya afectísima, ANNA SQUARER Agradecimientos Poner punto final a una historia no es tarea fácil. Nunca lo es, pero resulta especialmente difícil si durante más de dos años ha estado presente en muchos momentos del día y de la noche y si, además de la labor de documentación, el descubrimiento ha favorecido el crecimiento personal. Hace treinta y ocho años que trabajo con niños y adolescentes discapacitados. Mi formación como pedagoga terapeuta y logopeda ha ido encaminándose en esta dirección. Deseaba tener herramientas para acercarme a otras realidades, para comprender la vida desde lugares distintos, para saber escuchar más allá de las palabras. Esta fue la motivación de mis estudios y, por supuesto, que mis alumnos pudieran recorrer el camino a la inversa. A pesar de ello, sentía un gran respeto por el mundo de la ceguera, por el hecho de resultarme más desconocido. Os hablo de la dificultad de acortar distancias, de vencer el temor a preguntar, de esa incomodidad por no saber adónde mirar, fruto todo ello de la ignorancia. Claro que podría haber escrito la novela desde el despacho, rodeada de libros, documentos, estudios... Pero no dudé ni un solo instante en hacer una excepción en mi proceder habitual. No se trataba de divagar sobre los ambientes y los personajes y salir indemne en el intento. Pasar de puntillas, hacer algo políticamente correcto no me satisfacía en absoluto. Son muchas las personas a quien debo mostrar mi agradecimiento. De todos modos, para empezar, permitidme que dé las gracias a tantos niños y niñas que, sin grandes discursos ni artificios, le han dado la vuelta a la tortilla y se han convertido en mis maestros. Gracias por todas las lecciones a pie de aula. Gracias a Rosa dels vents y Ediciones B por la confianza en mi obra y el exquisito trato recibido, a Sandra Bruna y Rosa Moya, agente y editora, a Xulio R. Trigo, compañero y maestro. A mi cuñado Jordi y a mi amiga Maite, primeros lectores con quienes intercambié impresiones. ¡Gracias a la ONCE por la alegría! Por el fantástico recibimiento. A Antonia Batalla por su amabilidad, por dotarme de recursos, por facilitarme bibliografía y material. Gracias a Abel Yuste y Miguel González; a Laura Blanco, técnica de rehabilitación. A Rafael Pallero, psicólogo; a Rafaela Pérez, consejera territorial; a Sara Gimeno, directora de la provincia de Tarragona, y a Enric Botí, presidente del Consejo Territorial de la ONCE en Cataluña. ¡Gracias por las conversaciones y la paciencia! Gracias a Elena Barraquer que, de forma totalmente desinteresada y siempre entregada, respondía a listas de preguntas técnicas acerca del traumatismo del ojo mientras estaba en África, en una de las misiones humanitarias que lleva a cabo su fundación. Mi más sincero agradecimiento y admiración por la tarea llevada a cabo. ¡Gracias a todos vosotros por abrirme los ojos! Tenéis razón, no se trata de héroes, heroínas, inválidos o seres afligidos que nos muevan a la compasión. Se trata de individuos con discapacidades y habilidades distintas, personas con los mismos derechos y deberes. Está bien sensibilizar a la sociedad, pero es imprescindible, y de justicia, formar y educar. No siempre ha sido así, hubo un antes y un después de Louis Braille. Él hizo posible que los ciegos accedieran al mundo del conocimiento, rompió las cadenas que los mantenían esclavos de la ignorancia y relegados a la servidumbre, a la mendicidad. Esta novela quiere ser mi pequeño homenaje al creador del sistema Braille. Una vida que ha quedado sepultada bajo los efectos del método que ideó. Un hombre humilde, perseverante, con una gran sensibilidad y firmeza, un luchador que merece salir a la luz. Permitidme una reflexión en voz alta: convirtió la herramienta que le causó la ceguera en la herramienta con la que se escribiría la historia de todos los invidentes. Fue más allá de un sistema de escritura nocturna, la que utilizaban los soldados en las trincheras para no ser descubiertos por el enemigo, y lo convirtió en un instrumento de paz y de acceso al conocimiento. Los caminos de la luz pone en solfa dos de las grandes pasiones de mi carrera —escritura y educación especial— y siento que este hecho me hace sentir realizada. Ojalá lo disfrutéis tanto como yo al vivirlo y buscar la manera de mostrároslo. Ahora el libro ya no me pertenece. Está en manos de quien lee esta nota y, como decía Octavio Paz, cada lector busca algo en el poema. Y, claro está, no es insólito que lo encuentre: ya lo lleva dentro. ¡Feliz lectura! ¡Gracias por aceptar la invitación, por la confianza! COIA VALLS Coupvray, París, Tarragona (febrero de 2016 / junio de 2018) La novela sobre Louis Braille, el héroe que desafió a la ceguera. La obra más ambiciosa de Coia Valls. Esta es la historia de una revolución que se lleva a cabo desde el anonimato, con un punzón como única arma y protagonizada por un niño El benjamín de los Braille, una familia de guarnicioneros, sufre un accidente que le hace perder la vista gradualmente. La tenacidad de quienes le rodean y la suya propia consiguen tejer un camino de aventuras y descubrimientos que les llevará mucho más lejos de lo que nos atreveríamos a soñar. La vida de Louis Braille, una trayectoria que nos habla de luces y sombras, de libertad y opresión, de salud y enfermedad, de cómo el ingenio puede compensar la falta de recursos, transcurre en paralelo a la historia de la convulsa Francia de la primera mitad del siglo XIX, época de revueltas y esperanzas. Coupvray, Paris, Limoges y Vichy son los escenarios donde se desarrolla la lucha de un hombre de origen humilde que encontró la manera de que los ciegos rompieran sus cadenas mientras se afanaba por descubrir la esencia de la felicidad. fin

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